martes

ADIOS GRINGO


CAPITULO I


Los seis cuerpos colgaban en hilera.
Estaban muertos. Los seis. Llevaban ya algún tiempo ahorcados, evidentemente. Incluso estaban rígidos. Dos de ellos tenían los pies descalzos, del color de la cera. Bastaba tocarlos para ver que habían muerto hacía tiempo. La dureza y frialdad de los dedos, era sintomática.
El hombre separó despacio la mano de aquellos pies desnudos y helados. Contempló a los seis ahorcados. Se persignó luego, calmoso, y reanudó la marcha. Pasó, con su caballo, debajo de la hilera fúnebre de los muertos colgados de las sogas.
Con un destello grana, el sol empezó a hundirse en el horizonte, tras las lomas salpicadas de mezquites y cactus. Hubo un soplo de brisa, seco y caliente, que meció con un siniestro crujido las cuerdas, con sus seis humanos frutos colgando de ellas.
El jinete se volvió un momento. Los ojos grises, bajo el cabello rubio y desordenado que dejaba escapar a mechones el sombrero de anchas alas tejanas, se clavaron, inexpresivos, en los cuerpos humanos. No había vida alguna en ellos. Su único movimiento era el provocado por la brisa vespertina.
Algo más allá, se detuvo nuevamente. Sus ojos escudriñaron el suelo. Descubrió una manta mexicana, de franjas descoloridas, un sombrero de paja, un cuchillo... Más allá, monedas de plata de escaso valor. Cinco o seis, dispersas entre los matorrales parduzcos. Y hasta una medalla de cobre, con una cadena de igual metal, rota brutalmente por un tirón. Bajó del caballo. Tomó la medalla.
Era una imagen religiosa. Una virgen, acaso la Guadalupana. El viajero no estaba fuerte en esas cosas. Estudió la imagen; luego, volvió la medalla. Leyó un nombre, toscamente trazado a punta de cuchillo sobre el reverso de cobre: «Leocadio Fuentes. 1882».
Examinó a los ahorcados. Uno de ellos mostraba en su atezado cuello, la huella de una cadena ausente. Leocadio Fuentes, sin duda. Suspiró el viajero, volviendo a su montura, y guardó la medalla consigo, dentro del pecho, bajo la camisa, de un pardo desvaído por el sol y el sudor.
Uno de los seis pobres diablos fue Leocadio Fuentes, en vida. Sólo dos años antes, hizo aquel grabado en su medalla. Ahora, estaba muerto. Ahorcado junto a otros cinco mexicanos de pobres ropas y aire humilde, como él mismo.
El jinete se alejó lentamente. Su caballo descendió la ladera donde se alzaban las seis horcas, en seis ramas de dos árboles gemelos. El patíbulo natural quedó atrás, con su fúnebre racimo humano de frutos colgantes. La brisa caliente seguía jugueteando con los infelices, moviendo en sentido horizontal sus cuerpos rígidos.
Más allá, encontró una mujer.
Era joven aún, pero parecía vieja. El sol, el ardor y la sequedad habían curtido y oscurecido su piel. Las privaciones y la miseria habían envejecido su rostro y ajado su naturaleza. El rebozo negro flotaba levemente en la brisa, envolviendo su cuerpo enjuto y encorvado.
Tenía una pala entre sus manos. Hacía un duro trabajo, propio de varios hombres bastante más fuertes que ella. Cavaba una tumba. Tenía junto a sí hasta seis cruces toscas, rudimentarias, hechas de troncos enlazados entre sí con cuerdas. Seis cruces. Seis tumbas. O una sola, lo bastante profunda para contener seis cuerpos. De cualquier modo, excesiva tarea para una mujer débil, jadeante, como aquella desconocida enlutada de cabellos prematuramente canosos, bajo el pañuelo oscuro con que ataba su cabeza.
Ella le miró. Fijamente. Con temor. Desconfiada, medrosa incluso. El también la miró. Con pena. Con aire compasivo.
—No podrá hacerlo —dijo—. Nunca será demasiado profunda para todos.
Ella se apoyó en la pala, clavándola en tierra. Desalentada, contempló al viajero.
—Lo sé —dijo, mordiendo su labio inferior—. Sin embargo, debo intentarlo.
—Deje que le ayude yo —se ofreció el viajero, saltando a tierra lentamente.
—No lo haga —le cortó ella, casi violenta—. No lo intente.
Él pisó el suelo seco y duro con firmeza. La estudió, pensativo, sorprendido.
—¿Por qué? —quiso saber.
—Vuelva a su caballo. Siga su camino —dijo la mujer.
—Sólo quiero ayudarle. Hacer lo que usted nunca hará.
—No. No debe hacerlo.
—Deme una razón.
—Vale más no preguntar. No pedir razones. Siga el viaje. No se detenga.
—Alguna vez debe uno detenerse —suspiró el viajero—. Está cayendo la tarde. Algún pueblo quedará cerca.
—Sí. Fronteras. Ese pueblo queda cerca. Esto es Sonora.
—Sé que es Sonora. Me quedaré en Fronteras esta noche. No importa que llegue un poco más tarde. Le ayudaré.
—Usted viene del norte. De Estados Unidos.
—Sí, de allí vengo.
—Es americano.
—Claro. Soy americano. Mi español no es demasiado bueno, ¿verdad? —sonrió el viajero.
—Es bastante bueno. Siga el viaje. No se detenga. Es un gringo.
—Sí, así nos llaman a este lado de la frontera. Pero dejemos eso. Deme la pala y...
—¡No! —ella tiró la pala con brusquedad. Dilató sus ojos oscuros, en el rostro prematuramente ajado—. No, hágame caso. No se meta en esto. No se meta en nada, gringo.
—Usted sola no va a adelantar mucho.
—Lo sé. Pero a mí, nadie puede hacerme nada por enterrar a los muertos. Ya me hicieron bastante con matar a mi marido, a mis parientes, a mis amigos... No pueden hacer, sino matarme, en el peor de los casos. Y mi vida, poco vale. Pero la suya no tiene por qué arriesgarla en esto, gringo. Siga adelante, no se detenga. Es lo mejor para todos. Nadie debe meterse en ello. Y un gringo, menos que nadie.
—¿Por qué? ¿Qué tiene ello que ver ahora?
—Le matarían, señor. Le matarían.
—¿A mí? ¿Quiénes? ¿Los que ahorcaron a esos hombres? No tengo nada que ver en el asunto. Soy un forastero. Un extranjero.
—No, ellos, no. Precisamente todo lo contrario: los amigos de esos hombres. Mis amigos, los que desean vengar a los seis ahorcados, señor.
—No entiendo. Pero veo que hay problemas aquí. Me son ajenos, sin embargo.
—No importa. Es un gringo, y eso basta. La gente le linchará, si le ven en Fronteras.
—¿Sólo por venir de Arizona, por ser norteamericano? —Sólo por eso. Es suficiente motivo, aunque usted no lo crea. La gente está deseando hacer algo. Matar, destruir, vengarse de algún modo. Ver a un gringo es una buena razón —sonrió tristemente y meneó su cabeza, pesarosa—. Yo le entiendo, señor. Sé que nada tuvo que ver en la muerte de mi esposo Leocadio, ni en la de los demás tampoco... Pero es un americano. Y esos cerdos, esos sucios americanos compatriotas suyos, tienen la culpa de todo. La gente lo sabe. Y por eso desean linchar a todos los que encuentren.
—Vaya bienvenida... —resopló el viajero, entornando sus ojos grises y duros. Se inclinó, tomando la pala de manos de la mujer enlutada—. Aún así, señora, voy a ayudarle... Y le daré una medalla que encontré en el suelo. Era de su esposo.
—La Virgen... —los ojos de la infortunada se humedecieron, patéticos, a la roja luz de aquel crepúsculo trágico—. Su amada virgencita...
—Sí, señora —afirmó el americano, sombrío, empezando a cavar enérgicamente—. No sé lo que está ocurriendo aquí, pero, sea lo que sea, no me gusta. Y si mis compatriotas están metidos en ello, sigue sin gustarme. Ni simpatizaré con ellos, por muy americanos que sean.
Ella le miró, sin decir nada. Contempló la rapidez y energía con que extraía tierra y piedras de la fosa, aumentando su tamaño y profundidad sensiblemente. Suspiró, persignándose. El americano llegado del norte de la frontera, creyó oírla musitar entre dientes:
—Dios le ayude al buen gringo, por muy gringo que sea...
Siguió cavando, sin hacer comentarios.
Era ya noche cerrada cuando terminó la tarea.
Una luna grande, redonda, amarilla y caliente, asomaba por encima de las lomas, dando al lugar una luz fantasmal y nítida. Los árboles se recortaban contra ella, vacías ya sus ramas, con las cuerdas deshilachadas, cortadas.
Seis cuerpos reposaban en la honda fosa. Paladas de tierra cayeron, piadosas, sobre todos ellos. Seis cruces de ramas atadas, marcaron el lugar. Una mujer enlutada, de rodillas, rezaba un Padrenuestro en español.
El americano dejó la pala. Se enjugó el sudor de la frente. Destocado de su «Stetson», frente a la tumba colectiva, mantuvo un silencio respetuoso. Luego, despacio, caminó hacia su caballo, desprendiendo terrones y polvo de sus recios dedos manchados.
—Espere... —musitó la voz de la mujer, a sus espaldas.
Se detuvo. Giró la cabeza y miró a la viuda.
—Debo irme —dijo él—. Fronteras está aún a un par de millas. Tengo sueño, hambre, sed. Y mi caballo también. ¿Usted se queda, señora?
—Sí —caminó hacia él, despacio. Señaló atrás con la cabeza—. Mi choza está cerca. Hasta ayer, éramos cuatro personas en él. Leocadio, yo... y sus primos. Ahora, estoy sola. El y sus primos son tres de los ahorcados. Los otros tres son amigos, vecinos...
—Ya. ¿Quién lo hizo?
—No importa —susurró la viuda, cansadamente. Se encogió de hombros—. No servirá de nada que usted lo sepa, gringo. Sólo quiero... darle las gracias por todo.
Tomó inesperadamente su mano. La besó. El americano la retiró vivamente.
—No, no —dijo—. No haga eso, señora.
—Ha hecho mucho por mí. Quisiera demostrarle mi gratitud.
—No es preciso. Vuelva a su choza. Es tarde —buscó en su bolsillo. Encontró un par de billetes, y los puso en la mano curtida de la mujer—. Compre algo, si no tiene dinero. Adiós, señora.
—Gracias —miró, sorprendida, el dinero—. Muchas gracias otra vez... Dios le guarde, señor. Pero no vaya a Fronteras. No vaya allá...
—Ya me avisó antes. No seré el único americano que viaja por Sonora —sonrió, confiado, él—. No creo que me ocurra nada. Nunca me meto con nadie...
—Si la gente descubre que es un gringo, le querrán linchar. Si el teniente Bradwell descubre que usted enterró a los ahorcados y ayudó a la mujer de Leocadio Fuentes..., le haría ahorcar también.
—¿Quién ha dicho? ¿Un teniente?
—El teniente Kansas Bradwell. Es la autoridad militar de Fronteras. Y de todo el condado. Un asesino uniformado, eso es todo. Como todos los que sirven al gobernador Sterling.
—¿Rubén Sterling, el gobernador del estado mexicano de Sonora? —indagó el americano.
—Sí, el mismo. El asesino del pueblo mexicano. El peor de todos los gringos. El mayor cerdo de todos. Mestizo de mexicana y de americano. Rubén Sterling, el tirano... Él hizo ejecutar a Leocadio y a los demás. Bradwell cumplió la sentencia.
—Voy entendiendo —suspiró el extranjero en territorio mexicano. Movió la cabeza, en sentido afirmativo—. Pero Hermosillo, la capital del estado de Sonora, está lejos de este lugar. Demasiado lejos para que el gobernador Sterling pueda saber gran cosa de gente como su infortunado esposo...
—Hermosillo es la capital del Estado —asintió ella, con ojos relampagueantes—. Pero en Fronteras tiene el gobernador su residencia de vacaciones; una hermosa y rica hacienda, señor. Allí descansa ahora el tirano. Y sabe que en esta tierra se le odia, como se odia a sus gringos asesinos y a los renegados que hacen de Sonora una región donde mandan los americanos ricos del norte de Río Grande, y se nos explota a los mexicanos nativos... Leocadio y los demás luchaban contra eso. Lo pagaron caro, señor. Muy caro, ya ha visto...
—Ya he visto, sí —afirmó el americano, pensativo—. Bien, mujer. Adiós. Posiblemente pare poco en Fronteras, dada la situación de este lugar. Pero debo descansar y también mi caballo. No podríamos continuar viaje una noche más.
—Cuidado, señor. No vaya a ser ese un descanso demasiado largo... Tanto, que no tenga fin para usted —suspiró ella, agorera—. No me gustaría. No, aunque sea un gringo. Porque me ayudó a enterrar a mi esposo, a mis parientes y amigos, señor...
—Gracias, buena mujer —sonrió él—. Espero que las cosas no vayan tan mal...
Se equivocó.
Las cosas sí fueron mal. Muy mal. Peor de lo que el americano viajero podía esperar.
Porque, de repente, sonó el disparo de fusil. La mujer gritó, angustiada, echándose atrás con violencia, con gesto de terror.
La sangre escapó repentinamente del hombro del americano, bañando de rojo su brazo derecho, antes de que pudiera empuñar arma alguna. Otro disparo abatió, con un agudo relincho de agonía, a su caballo. Cayó él, dando una voltereta. Aun así, se incorporó a medias, llevando su zurda a la culata del «Winchester», que asomaba de la funda de cuero del arzón, furioso y decidido a defender cara su vida.
Posiblemente, fue un error. O acaso no hubiera influido en lo que luego sucedió. Porque lo cierto es que el segundo y tercer disparo le alcanzaron de lleno en el vientre y en el costado. Se fue atrás, con un ronco alarido, golpeando las cruces y dando una voltereta trágica sobre la tumba, en donde quedó abatido, encogido sobre sí mismo, con dos boquetes por los que fluía, copiosa, la sangre, empapando sus ropas, aparte la herida inicial en el hombro.
—¡No, no hagan eso! —chilló ella, desesperada, implorante, uniendo sus manos como en una oración—. ¡Asesinos, cobardes, canallas...! ¡Perros criminales, no disparen sobre ese hombre! ¡Es un gringo, es un americano, que sólo me ayudó a enterrar los muertos...!
Era inútil todo. El viajero se revolcaba, herido de muerte, aunque consciente aún, viendo escapar por sus heridas la sangre y la vida, paulatinamente. Sobre todo, por el orificio mortal de su vientre...
Lívido, desencajado, su rostro se encaró a la noche de luna grande, amarilla y redonda en el cielo caliente de Sonora. A los tres hombres de uniforme verde oliva, armados de fusiles militares, con gorras en las que se veía el águila y el nopal mexicano. Uno de ellos, con galones en su uniforme y gorra. Con faz morena, con abundante vello, con bigote frondoso, con barba de varios días sombreando una cara innoble y risueña...
Venían lentamente. A caballo. Humeaban sus armas. Contemplaban, entre irónicos y risueños, al malherido viajero. Y a la implorante mujer arrodillada, que besaba entre sus dedos una medalla de cobre con una Virgen...
Se echó a reír el que llevaba galones.
—Es María Fuentes, la mujer de Leocadio —dijo, despectivo—. La muy pécora...
Y fríamente, disparó contra ella.
Su fusil llameó. La mujer exhaló un ronco grito de horror y angustia. Sus dedos se tiñeron de sangre, rotos por la bala. La medalla de cobre golpeó secamente la tierra, a sus pies.
Otro de sus hombres hizo fuego contra ella, impávido. La infortunada viuda recibió el proyectil en el pecho, sobre el rebozo negro, que se agujereó, haciendo saltar burbujas de oscura sangre palpitante. Cayó de espaldas.
Riendo todos, descabalgaron.
—Rematadlos —ordenó el mexicano de graduación militar—. A los dos.
Ellos asintieron. Alzaron sus fusiles para obedecer la orden. Igual hizo el que diera la voz de mando.
Los malheridos esperaron los balazos de gracia, sobre sus cuerpos sangrantes.
La noche de luna amarilla, grande y redonda, se llenó de estampidos de arma de fuego, acres y violentos.

CAPITULO II

Fríamente, el hombre contempló los tres cuerpos uniformados de verde oliva.
Habían sido seis los disparos. Seis estampidos de rifle. Seis detonaciones de un «Winchester» rápido y preciso.
El oficial mexicano y sus dos esbirros yacían de bruces, en la tierra amarilla de la noche de luna. Muertos todos. Con sus cabezas convertidas en roja pulpa informe, apenas visibles sus facciones, bañadas en sangre.
Ni siquiera llegaron a saber lo que sucedía. Y lo poco que supieron, fue tardío. Al advertir que la muerte se les venía encima en forma de descarga de proyectiles, no podían hacer nada por evitarlo. Su postrera mirada, entre borbotones escarlata, fue para aquel desconocido, aquel imprevisto personaje erguido en la loma inmediata, a lomos de un caballo blanco, de nevada crin.
El jinete hacía llamear su rifle. Su puntería era mortífera, inexorable. No tuvieron ni una sola posibilidad. Murieron en un par de segundos. El oficial y sus dos soldados.
Luego, hubo un silencio de muerte bajo la luna amarilla. Solamente el agitar de dos cuerpos malheridos, sangrantes, encima del montículo de tierra con seis cruces...
El tirador hizo avanzar despacio a su cabalgadura blanca. El animal de nívea crin se movió ladera abajo, hasta detenerse ante los dos heridos y los tres cadáveres.
María Fuentes y el americano contemplaron al jinete. Acaso pensaban que era un fantasma. O un ángel exterminador y justiciero, llegado del mundo de las sombras, adonde sabían que ambos estaban encaminando sus pasos.
—Mató... a los tres... —jadeó María—. Al sargento Bruno Bautista y a sus hombres...
Miraba admirativamente al tirador. Él les estudió larga, pensativamente. Su rostro no tenía expresión. Era una máscara curtida, bronceada e inexorable. Los ojos, dos trozos de basalto azul, duro y helado. El pelo, blanco como el de la crin del caballo, escapaba, largo y liso, bajo el sombrero negro. Pese a su color, no le envejecía. Era joven, y aparentaba serlo. Pese al nevado cabello lacio.
—¿Qué sucedió? —quiso saber, echando pie a tierra, rifle en mano.
—Nos... dispararon a quemarropa —musitó María.
—Lo sé. Vi eso. Les llevaré a un médico a los dos —mentía, pero no daba impresión de ello; sabía que no había médico en el mundo capaz de ayudarles ya—. Pero me gustaría saber lo que ocurre aquí.
—Esos soldados..., pertenecían a las fuerzas del teniente Bradwell —gimió ella—. Asesinos de mi marido, de mis parientes, de este gringo amigo, que me ayudó a enterrar a todos, aunque no nos vimos antes jamás...
—Un gringo... —el del pelo blanco miró largamente al herido—. Yo también soy gringo.
El americano agonizante sonrió con tristeza. Sujetaba su vientre, pero era inútil. Se iba la sangre. Y la vida. Él lo sabía.
—No busque médico —jadeó—. Sería inútil, compatriota... bendito sea Dios, si al menos vamos a irnos con el alivio de ver muertos a los asesinos... Pero vaya con cuidado. Este territorio... lo controla el gobernador Sterling. Es mestizo. Sangre mexicana y americana. Es un tirano, un cerdo. Quiere que gobiernen rufianes y caciques de nuestro país, sojuzgando a los mexicanos honrados... Pero tenga cuidado con éstos también. Su justa ira contra... los gringos..., puede pagarla usted, si saben que es... un americano... llegado de más allá de la frontera...
—Sí, entiendo —afirmó el desconocido—. Es como estar entre dos fuegos...
—Algo así... —se convulsionó el herido. La sangre era copiosa, fluyendo entre sus dedos, oprimidos contra el abdomen—. Enterramos a seis ahorcados por esa gentuza. Ellos nos sorprendieron. No tuvieron piedad...
—Lo vi, aunque un poco tarde —confesó el jinete del caballo blanco—. Lástima que fuera así. Pero el destino es como es. No podemos cambiarlo, por mucho que hagamos...
—No, no podemos... —el sudor daba un brillo frío al rostro del americano que agonizaba, bajo la amarilla luz lunar—. Cuidado... si va a Fronteras.
—Tengo que ir a Fronteras. Es el sitio más próximo.
—Yo también... iba allí... —se crispó, en un espasmo. Miró a la mujer enlutada, que se revolcaba ya, débilmente, contra la tierra manchada de rojo—. Ella... se muere, amigo...
El gringo de blanco pelo fue hasta la mujer. Se inclinó. La trató de ayudar. Puso en sus labios unas gotas de brandy de una cantimplora plana, colgada de su silla. Fue inútil. María Fuentes murió en ese momento. El de melena canosa giró el rostro hacia su compatriota. El rostro curtido no reveló emoción alguna. Era duro, de rasgos acentuados, como tallados en piedra.
—Se fue —dijo lentamente, yendo hasta el moribundo, en cuya boca derramó también licor. El americano lo tragó, con cierto alivio y una renovada energía, que hizo brillar sus grises pupilas pizarrosas un instante, acaso como en la llamarada final que indica el apagón definitivo de un fósforo. Y musitó el viajero, lentamente, tomando él otro trago despacio, sin prisas ni emoción alguna—: Cálmese, amigo. Le llevaré en mi caballo y le verá el médico. Puede que salga de ésta antes de lo que cree...
—No me mienta —jadeó el herido—. No hace falta. Sé cuál es el final. Y no voy a rebelarme contra ello. Lo acepto. Perdí la batalla.
—¿Qué batalla? —indagó el del pelo blanco, con interés.
—La mía particular —sonrió, forzado, el agonizante—. Quise hacer algo... y no pude.
—¿Qué quiso hacer, amigo?
—Eso ya no cuenta. No es posible hacerlo. De modo que más vale callar... y dejarlo. Usted no se meta en líos. Gracias por ayudarnos..., aunque haya sido... inútil... —la sangre formaba densas burbujas en sus labios yertos, lívidos, apretados—. Si al menos... nosotros también... encontráramos una mano... que nos diera sepultura cristiana... en tierra del Señor...
—La tienen —dijo gravemente el de blanco pelo—. Palabra de gringo, amigo. La tienen...
—Gracias, amigo..., Dios... le... ayu...de... —gimió el herido.
Vomitó una bocanada de sangre. La última. Y se quedó muerto. Quieto, rígido, con sus vidriados ojos fijos en la luna amarilla, grande y redonda. El gringo de pelo blanco se inclinó. Pasó los dedos suavemente por los párpados. Cerró aquellos ojos.
Poco después, hundía la pala en la tierra. Por segunda vez en poco tiempo, se abría una fosa. Menos profunda que la anterior. Sólo para dos víctimas. Dos muertos. Dos seres necesitados de eterno descanso bajo el suelo de Sonora.
Único testigo, la luna. Redonda, amarilla, grande...

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—Es uno de ellos.
—¿Qué?
—Un gringo.
—Vaya... —dispuso el rifle. Era un «Winchester» bastante usado, pero eficaz aún. Lo alzó, apuntando hacia la entrada del pueblo. Hizo funcionar el cerrojo. Puso una bala en la recámara—. Entonces, hay que liquidarlo.
—Espera, Pedro. A lo mejor es un buen hombre...
—¿Un buen hombre... siendo gringo? —el llamado Pedro escupió al suelo, despectivo, y sostuvo el «Winchester» asestado sobre la calle, entre las dos hileras de edificios encalados, de adobe cubierto de blanco—. Imposible. No hay ninguno bueno. Son buitres. Aves de rapiña. Ladrones, explotadores, pistoleros, asesinos... Y todos amigos de Sterling. De Bradwell, del juez Camargo...
—Si descubren que matamos a uno de ellos, nos harán ahorcar. Como a Fuentes y los demás...
—¿Qué importa eso? —farfulló Pedro—. De todos modos, terminaremos en la horca, o acribillados en plena calle. No cuenta mucho la forma de morir. Todo el que quiera ser mexicano libre y honrado, está sentenciado por el gobernador Sterling y su gentuza. Eso basta.
—Al menos, nos llevaremos al mayor número de puercos gringos por delante, ¿no es cierto, Pedro? —rió el otro, preparando un formidable, pesado y viejo «Sharp», capaz de agujerear la cabeza lanuda de un búfalo a bastantes yardas de distancia.
—Sí, Andrés —convino el otro—. Después que liquidemos a ese cochino gringo, iremos a celebrarlo en tu cantina con un buen tequila y frijoles con enchilada. Yo pagaré.
Rieron todos. Eran siete hombres. La mayoría con pantalones viejos, llenos de remiendos, camisolas blancas, desabotonadas y flotantes, sombreros de paja o charros. Y armas de fuego o simples machetes. Piel oscura, pelo negro abundante, ojos ardientes. Mexicanos furiosos, ávidos de desquite, de sangre, de muerte violenta...
Fronteras no ofrecía grandes alicientes, en torno a ellos. Pocas y aisladas luces de petróleo o aceite, amarilleando como manchones de claridad en los porches adonde no entraba la luna color calabaza. Calzada polvorienta, muros blancos, enjalbegados, y algunos de tablas, a la usanza de los gringos, tan aborrecidos allí.
Los siete mexicanos se apostaron a ambos lados. Esperaron. Al fondo, la blanca mancha se movió. No era cal ni enjalbegado, sino una mancha viviente, en movimiento. Un caballo de nevada crin. Encima, un hombre. También de blanco y largo pelo. De sombrero negro, ropas grises y erguida figura.
El animal se movía parsimonioso, como cansado. El jinete era como una estatua de madera apostada en la silla. La luna revelaba la mancha de un rostro curtido, pero pálido y rubio, no como los mexicanos, oscuros y cetrinos. Ropas de gringo. Aire de gringo.
Un enemigo. Un hombre que debía morir.
—Cuando yo avise, disparad todos —indicó Pedro, sibilante, dando un golpe afectuoso a su «Winchester»—. Es la mejor manera de que encuentren el cuerpo cosido a balazos. No habrá un solo culpable, sino muchos. El teniente Bradwell no podrá acusar a nadie en particular.
Asintieron los demás. Hubo rifles y revólveres a punto. Otros prepararon navajas y machetes para dispararlos sobre el que llegaba.
Este, de repente, se paró. Era como si intuyera el peligro oculto en los porches sombríos. Como si olfateara el aire, el peligro. De repente, movió sus brazos con un impulso brusco.
Cayó algo al suelo. Ruidosa, pesadamente. Uno, dos. Tres cuerpos. Rebotaron sordamente en la calzada. Tres manchas pesadas, color oliva. Tres cuerpos uniformados. Botones plateados, galones, correajes, gorras. Y sangre. Mucha sangre seca, deformándolo todo.
—No disparéis —silabeó el viajero con una voz extraña, helada, fuerte, profunda—. No somos enemigos.
Se miraron todos entre sí. Pedro y Andrés pestañearon indecisos. La mano alzada del primero se movió en sentido negativo, y bajó despacio. Nadie disparó.
—Aguardad —jadeó el mexicano—. Ese tipo parecía saber lo que le esperaba.
—¿Viste lo que arrojó al suelo? —masculló Andrés, el cantinero—. Eran... eran soldados.
—Algo más que soldados —sostuvo otro—. Vi galones. Juraría que era el sargento. Bruno Bautista.
—Ese puerco... ¿Quién pudo matarlo? —masculló Pedro, perplejo.
—Tal vez el forastero, el gringo —señaló Andrés, vacilante.
—¡Imposible! —rechazó Pedro, asombrado.
Hubo un silencio. Contemplaron al forastero. Este bajó de su caballo con calma. Ató las riendas a un poste, junto al abrevadero más próximo. El animal bebió agua, sin prisas. El jinete de pelo blanco se movió. Sin armas. Se inclinó sobre los caídos. Pegó un golpe seco en cada cuerpo uniformado.
—Sargento Bruno Bautista —recitó en voz alta—. Soldado Luis Morelos. Soldado Inocencio Paredes. Muertos todos. Yo los maté.
Otro silencio. Nuevas miradas entre los charros mexicanos. El americano se incorporó, impávido. Escupió sobre los caídos.
—Ejecutaron a seis mexicanos —informó—. Y a María Fuentes, la viuda. Y a un americano compatriota mío. Ellos reposan ya en tierra del Señor. A sus asesinos, aquí los tenéis. Haced lo que gustéis con ellos.
Se encogió de hombros. Caminó, inexpresivo, hacia el porche más cercano, iluminado por un débil quinqué.. Lo cruzó. Empujó los batientes de la cantina. Entró en el vacío local de madera y adobe, salpicado de mesas y taburetes, con un mostrador al fondo, y unos anaqueles de botellas, ante un espejo grande, feo y viejo, que hacía aguas. El aire olía dentro a tequila, a cerveza agria, a humo de tabaco y a cocina picante, de guiso fuerte.
No esperó a nadie. Estaba solo en la cantina. Se sirvió tequila de una botella, en un vaso de grueso vidrio. Bebió de un trago, sin limón ni sal. Se limpió los labios con el dorso de su mano, enguantada de gris. Y volvió a echarse tequila, acodándose, indolente, en el mostrador.
Le bastó una mirada fría y distante al espejo, cuando entraron Pedro, Andrés y los demás, hasta un número de cinco. Dos mexicanos se quedaban fuera, cargando los muertos de uniforme verde. Un «Winchester», un «Sharph», un par de «Colt» y un machete, formaban un frente hostil frente a él. Cinco pares de ojos, desconfiados y agresivos, se clavaban en su faz.
—Hola —saludó secamente el recién llegado. Se quitó el sombrero, que tiró a un clavo de la pared. Se colgó, con matemática precisión, del cordón del barbuquejo. La luz de los cuatro o cinco quinqués de la sala, arrancó destellos de plata del cuidado y largo cabello blanco del viajero. A pesar de ello, era joven. Y parecía joven. Pero su rostro duro, curtido, reseco y agrietado, era una máscara de acre rudeza viril. Los ojos, dos verdes lagos profundos, penetrantes y extraños.
—No se mueva, gringo —dijo la voz de Pedro, helada.
—Ni lo intentes siquiera, gringo —recitó Andrés, tan seco como su amigo—, sería hombre muerto en el acto.
—Y no sería el primer gringo que muere en Fronteras, con unas onzas de plomo en la cabeza —silabeó otro.
—Lo imagino —convino él, con un suspiro. Se mantuvo quieto. Muy lejos sus manos de las dos culatas de sus revólveres «Colt», cruzados sobre el abdomen, con sus culatas saliendo en forma opuesta, la pistola zurda hacia la derecha, la diestra hacia la izquierda—. No teman. No haré nada. Sólo beber. Tienen buen tequila.
—Amigo, ¿quién es usted? —indagó Pedro.
—Ya lo dijeron ustedes: un gringo.
—¿Reconoce que es americano, que vino del Norte, de más allá de la frontera?
—Claro —sonrió—. Soy americano. Soy gringo.
—Gringo, aquí odiamos a su gente. Su pellejo no vale nada —avisó Andrés.
—Eso me dijeron.
—¿Quién se lo dijo?
—María Fuentes, antes de morir. Y mi compatriota americano, muerto antes que yo. Él enterró a sus ahorcados. Yo enterré a María Fuentes y a él. No pude hacer más.
—¿Y... mató a los que están afuera? ¿A los tres? —quiso saber Pedro.
—Sí.
—¿Cómo podemos estar seguros de que dice la verdad? Ellos pudieron matar a los soldados. Y usted a María Fuentes y al otro hombre.
—Pudo ser así, claro. Pero no fue así —sonrió, glacial—. Sólo tienen mi palabra.
—La palabra de un gringo no vale mucho en Sonora. No para nosotros.
—Lo supongo. Me hablaron del gobernador Sterling.
—Usted podría ser un pistolero. 0 uno de sus compinches. Un buitre más, un expoliador de México...
—Podría serlo. Pero no lo soy.
—¿A qué vino aquí?
—Siempre se va a alguna parte —rió, encogiéndose de hombros—. Me gusta viajar. Las cosas no me fueron demasiado bien en Arizona. Me vine hacia abajo. Aquí no llega la ley de mi país. Es una de mis razones.
—Gringo, no nos fiamos de usted.
—No les pedí que lo hicieran —bostezó—. Sólo tengo hambre. Y sueño. Como mi caballo. El viaje es largo desde Arizona.
Andrés y Pedro se miraron. Estaban indecisos. Otro mexicano asomó por los batientes.
—Bautista y sus soldados tienen la cabeza triturada a tiros —explicó—. Son balas de «Winchester». El lleva uno. Parece que ha sido utilizado hace poco...
—Eso confirma sus palabras —convino Pedro, frunciendo el ceño y mirando al forastero—. Siéntese. Andrés es el cantinero. Le servirá cena y bebida. Incluso cama, si quiere. Yo cuidaré de su caballo.
—Gracias —suspiró el americano—. ¿Ya me creen?
—No del todo —rechazó Pedro, tajante—. Pero mientras confirmamos los hechos, puede disfrutar de lo que necesita. Si es verdad que liquidó usted a Bautista y los otros, esta noche habrá jaleo. Cuando Bradwell pase lista en el cuartel, echará en falta a su gente, y vendrá a investigar. Conviene deshacerse para entonces de los cadáveres. Y de todo rastro relativo a ello. Si usted les mató, su vida no valdrá un centavo, cuando Bradwell y los soldados del gobernador vengan acá desde rancho Sterling. Si no lo hizo, nadie daría medio peso por su pellejo, estando nosotros aquí.
—De modo que no hay dónde elegir —rió entre dientes el americano—. ¿Qué será peor?
—No sé. De momento, sería mil veces peor que nos mintiera —sentenció Andrés, el cantinero, poniendo ante él una servilleta, un vaso, cerveza y tortas de maíz y cubierto—. Antes de llegar Bradwell aquí, usted estaría muerto y enterrado.
—Entonces, por ese lado estoy tranquilo —les miró, risueño—. Espero su ayuda, cuando los esbirros del gobernador lleguen a Fronteras.
—Eso tampoco es fácil de conseguir —objetó secamente Pedro—. Pero haríamos lo que fuera humanamente posible, no lo dude.
Cuando Andrés regresó, traía un humeante plato de frijoles en salsa roja, picante y espesa, con trozos de carne y tocino. Su apetitoso olor se confirmaba con su sabor al paladearlas. El americano lo hizo con fruición, regándolo con la espumosa cerveza.
Estaba casi terminando la cena, cuando otro mexicano entró, informando:
—Ya enterramos a los tres. Nos quedamos con sus armas y sus cosas, Pedro.
—Cuidado. Si Bradwell registra, y encuentra algo de sus hombres en una casa, hará fusilar a cuantos moren en ella. Ocultad todo bajo tierra hasta más adelante, es un consejo prudente para todos.
Asintió el mexicano, saliendo con rapidez de la cantina. Pedro se sentó frente al americano, con un vaso de tequila ante sí. Le miró, pensativo.
—Mi nombre es Pedro Rosales —dijo—. Andrés Infante es el cantinero. ¿Y usted?
—Ya lo dijeron antes: Gringo.
—Eso no basta. Es un apodo infamante. El que damos a los de su país. No un nombre.
—Puede valer. Me llamo Gringo. No me ofende. Así está bien, ¿no?
—Tendrá un nombre, como todo el mundo —desconfió Pedro.
—Lo tuve —se encogió de hombros el americano—. No me gusta recordarlo. Digamos que me llamo Josh. Solamente Josh. El Gringo.
—Bien, Gringo —suspiró Pedro Rosales—. Si le gusta así, así se quedará, por mí. ¿No va a decirme a lo que vino a México, a Sonora?
—No —negó él, sonriendo. Meneó su cabeza de largo pelo plateado, limpio y liso. La melena rozaba casi sus hombros—. No valdría la pena, después de todo. Ya le dije que huyo de mi mundo y mi pasado. Cualquier sitio es bueno para ir de paso. Incluso Fronteras.
—Este es un mal sitio para todo. Y para todos. Especialmente, estando aquí de vacaciones el gobernador Rubén Sterling, del estado de Sonora —refunfuñó Pedro Rosales—. Solamente los Kelly son felices con él. Y el juez Camargo, claro.
—¿Los Kelly? ¿Quiénes son ellos? —indagó el gringo de pelo blanco.
—La familia americana de Fronteras. Ricos, poderosos, caciques auténticos. Protegidos y amigos del gobernador. Vecinos de su finca de recreo, Rancho Sterling. Su palabra es ley aquí.
—Ya veo. ¿Y el juez Camargo?
—Un cochino renegado nuestro —escupió al suelo, con ira—. Raúl Camargo, juez de Fronteras. Juzga todo delito, siguiendo la política de terror de Sterling y de su pistolero, el asesino americano Kansas Bradwell, convertido en teniente Bradwell, de la Policía Militar del Estado de Sonora. Camargo sentencia a pena capital a todo mexicano patriota, a todo el que quiera rebelarse contra Sterling, contra los gringos invasores y expoliadores, o que oculte o encubra cualquier actividad de León Mapim.
—León Mapim... —reflexionó gravemente Josh, el Gringo—. Oí hablar de él en Arizona. Le llaman General Chihuahua, ¿no?
—Eso es. General Chihuahua. Para Sterling y sus gringos amigos, para la ley actual de Sonora, un bandido, un salteador. Para nosotros, un patriota, un héroe, un libertador. Se refugia en Sierra Madre, con su gente, pero con frecuencia baja a atacar a los gringos y a las tropas de Sterling, para ayudar a los humildes... Este es un pueblo que sufre y que padece desde hace años, Gringo. Nos hemos acostumbrado, pero no nos resignamos a la injusticia de siglos.
—Sí, lo entiendo —murmuró el gringo. Sus verdes ojos parecían muy lejos del plato vacío ya, de su vaso casi agotado de dorada cerveza, de la mesa salpicada de migajas de tortas de maíz, pese a que contemplaba todo ello con intensidad—. Los pueblos que luchan por su libertad, por su derecho a ser dueños de sus destinos, siempre sufren, lloran y sangran. Pero al final, son libres.
—Nosotros aún no lo somos, Gringo.
—Lo serán un día, quizá no tardando mucho —susurró el americano, encogiéndose de hombros. Apartó el servicio utilizado, apuró su cerveza y puso un par de monedas de plata encima de la madera desigual de la mesa. Bostezó, empezando a incorporarse. Indagó, clavando su verde mirada en Pedro Rosales—. ¿Puedo retirarme ya a descansar, amigo?
—Por mí, sí —aceptó Rosales—. Mañana, con el nuevo día, hablaremos. Confío en que haya sido sincero. Traer a esos muertos al pueblo, salvó su vida. ¿Lo sabía cuando lo hizo?
—Sí. No había dudas sobre la recepción de que sería objeto, a juzgar por lo que me dijeron María Fuentes y el otro americano, antes de morir.
—Usted es muy listo, Gringo —refunfuñó Pedro, poniéndose también en pie. Sonrió al fin con amplitud, entre su rostro cubierto de oscuro vello. Le tendió una mano abierta—. Pero me gusta la gente lista, si es honrada. Espero que lleguemos a ser amigos.
—Aunque usted no lo crea, me parece que lo somos ya —rió entre dientes el rubio, platinado forastero, estrechando aquella mano—. Sólo que son desconfiados, y comprendo que lo sean. Espero llegarles a convencer alguna vez, Pedro. Buenas noches. Me retiro a descansar.
—No, gringo. No va a ir a descansar. Todavía no —sonó una helada voz en la puerta de la cantina.
Se volvieron. Allí estaba una mujer. Una hermosa morena, radiante mujer mexicana de figura sinuosa y sensual. Una mujer cautiva de férreos brazos viriles. Brazos de mangas verde oliva. De hombres uniformados de color verde aceituna.
Hombres uniformados. Armados. Con revólveres que encañonaban a Pedro y al gringo. Revólveres en número de cuatro, como los hombres allí agrupados, de rostro cetrino, nativo, de duras facciones. Uno de ellos lucía insignias de cabo del Ejército. Era el que había hablado.
—Dios mío... —jadeó Pedro Rosales, con el rostro del color de la ceniza—. Es el cabo Diego Laredo, subordinado del teniente Bradwell, amigo personal suyo... Estamos perdidos.
—¿Qué significa esto? —preguntó frío, altanero, con tremenda serenidad, el americano llamado Josh, clavando sus verdes ojos helados en los militares y la mujer cautiva, de temerosa expresión.
Le dieron cumplida respuesta:
—Esto significa que vamos a dejar a los buitres tu cuerpo hecho un colador repleto de plomo, gringo renegado —masculló el mexicano con insignias de cabo—. Esta mujer ha confesado. Te vio llegar con tres de nuestros hombres, muertos a tiros, liquidaste al sargento Bautista, a Marelos y a Paredes, ¿verdad?... Eso hiciste, puerco. Pedro Rosales y Andrés Infantes te han tratado de ocultar y proteger, enterrando los cuerpos. Marga también nos lo ha confesado ya. Verás la suerte que les reservamos a esos dos sucios renegados. Delante de tus ojos van a ser decapitados a machete. Luego, seguirás tú. Cosido a tiros. ¡Adelante, Ruiz!
Uno de sus hombres enfundó el «Colt» con parsimonia. Desenfundó, en cambio, un ancho y afilado machete, cuya hoja de acero centelleó, azul y deslumbradora. Otro soldado fue por el aterrorizado Andrés Infante, el cantinero.
—No pueden hacer eso... —jadeó fríamente el americano, sin mover un músculo de su rostro.
—Vaya si lo haremos —rió el cabo Laredo—. ¡Ruiz, corta la cabeza a los dos, vamos ya!
Ruiz, el soldado, se paró frente a Andrés y Pedro. Miró a los dos, maligno, cruel. Soltó una risotada, que mostró sus grandes dientes amarillos y sucios. Luego, alzó, el machete en el aire...

CAPITULO III

La muerte era un filo de acero cortante, incisivo, suspendido ante los cuellos indefensos de dos mexicanos, Pedro y Andrés. El gringo de pelo blanco era el testigo frío y falto de expresión que seguiría en la lista de brutales ejecuciones sumarísimas, llevadas a cabo por los soldados de Sterling, en represalia de lo ocurrido antes.
Eso duró unos segundos. Tres o cuatro. Lo que tardó el soldado Ruiz en alzar el machete con deleite cruel, disponiéndose a segar dos cabezas humanas, sin contemplaciones.
Otro soldado le ayudaba a retener a los condenados. Las patéticas miradas de Pedro y de Andrés, dirigidas al americano, fueron como una despedida llena de desesperación y de impotencia.
La mexicana a quien llamaran Marga, la testigo amedrentada, cerró sus negros ojos fulgurantes, para no asistir al horror.
El machete descendió...
Josh, el Gringo, tenía sus manos muy lejos de las culatas de sus dos revólveres, cruzados en sentido inverso sobre el correaje de su cintura. De otro modo, no le hubieran permitido estar los mexicanos de uniforme verde oliva.
Una mano de Josh se apoyaba en una columna de la sala. La otra colgaba, lejos de su cuerpo, separada lo más posible de su cintura, para no suscitar recelo: en sus enemigos, que provocasen un ataque precipitada sobre su persona.
Lo cierto es que nadie, ni siquiera el cabo Loredo o los sentenciados a morir decapitados, podían esperar nada eficaz de aquel americano inmóvil, apático, incapacitado de moverse para nada eficiente o práctico, en favor de los ciudadanos de Fronteras.
Sin embargo, sucedió.
Sucedió lo que nadie preveía. La mano zurda del gringo, la que colgaba inútil y vacía, se alzó un poco, siempre a la altura de su cadera, con lentitud, sin peligro aparente.
Era sólo aparente. Porque entre sus dedos, descolgada vertiginosa y fluidamente de su muñeca, de la bocamanga de su chaqueta gris oscura y desabotonada, brotó un revólver muy chato, de cañón recortadísimo, de especial, que no era la carga limitada de un «Derringer». Un barrilete de cinco tiros, con proyectiles de calibre 22.
A larga distancia, el arma nada hubiera hecho. En el interior de aquel recinto, era un eficaz instrumento de muerte, en especial si su tirador era diestro y con tino.
El gringo tenía una puntería diabólica. Sus dedos movieron el arma con celeridad. Hizo los cinco disparos en menos de tres segundos.
Fue una rabiosa, veloz, inesperada descarga de balas, brotando de la mano crispada del americano. El chato, pavonado revólver especial, apenas un cañón y un barrilete con percusión, llameó las cinco veces, tomando blancos diferentes.
El hombre del machete se vio lanzado atrás, contra el mostrador. La pulpa roja de su cráneo destrozado, salpicó las maderas y las copas y botellas, e incluso el espejo del fondo. El cuerpo rebotó sordamente en las tablas, hasta quedar inmóvil, boca abajo, cuando ya el otro soldado inmediato se venía abajo, con las manos cruzadas en la cara, aullando desesperadamente, destrozada su cara por un proyectil del «22» recibido a bocajarro.
En cuanto al cabo Laredo, se tambaleaba, como, estupefacto, aturdido, su rostro lívido y desencajado, sin entender bien lo que ocurría, pero con tres balas hincadas en su cuerpo; una en su abdomen, otra en su hombro derecho, que hacía pender inútilmente su brazo armado, de cuya mano escapó el arma. Y la tercera, la más eficaz de todas, perforando su tórax, sus pulmones.
El gringo soltó la pequeña y chata arma humeante, para esgrimir, veloz, con su diestra, la culata del revólver izquierdo de su cintura, que encañonó, tras ser amartillado secamente, al hombre que sujetaba a Pedro y a Andrés, para que fuesen decapitados.
—Un movimiento para empuñar un arma, soldado, y eres hombre muerto —silabeó el gringo, en perfecto español—. No quiero matar a más gente de la absolutamente necesaria.
Lívido, el soldado se quedó inmóvil, contemplando aquel caos sangriento en derredor. Su superior, el cabo Laredo, se desplomaba ya, lentamente, tocando primero de rodillas y luego con su cuerpo todo, en impacto seco, el suelo de tablas de la cantina mexicana.
—El gobernador... te... hará... ahorcar... —jadeó, entre burbujas de sangre, antes de quedarse inmóvil y callado para siempre.
El gringo no pareció inmutarse por la amenaza. Hizo un gesto a Pedro y Andrés, que, aún sin entender bien cómo podían estar vivos, cómo el hombre del machete había sido aniquilado en el último instante, contemplaban a su salvador, igual que se mira a una imagen, cuando se cree en un milagro imposible.
—¿Cómo... pudo hacerlo, gringo? —musitó Andrés, aturdido—. ¿Cómo, Dios mío...?
—Es un viejo truco —suspiró Josh—. A veces, me dio resultado. Hoy, también. ¿Hay más gente uniformada afuera?
—No, no —sollozó Marga, la mexicana, arrojándose, rota en llanto, de rodillas ante Andrés Infante y Pedro Rosales. Su voz sonó desgarrada—: ¡Perdonad, perdonad, amigos! ¡No me culpéis, no me reprochéis nada! ¡Fui cobarde como nadie, pero mirad! ¡Mirad mi cuerpo, mis espaldas... y juzgad si no es humano ceder ante el dolor!...
Se rasgó de arriba abajo su blusa mexicana, de seda blanca, salpicada de bordados. No llevaba gran cosa debajo. Ni corpiño siquiera. Su piel morena, broncínea, sus formas rotundas y firmes, aparecían surcadas de huellas sangrantes, de heridas y surcos rojizos, obra de un látigo, sin duda. Al inclinarse, cubriendo sus senos con manos crispadas, mostró la espalda, de bronce vivo, hendida por la tralla de cuero, casi rabiosamente.
—Dios mío... —jadeó Andrés—. ¡Qué canallas, Marga!...
—Pobre criatura... —musitó a su vez Pedro—. Un hombre tampoco hubiera soportado...
—Me encontraron a la entrada del pueblo... —sollozó ella, cubriendo de nuevo, con un rictus de dolor, su desnudez lacerada, con los jirones de la blusa. Resultó incompleto su afán, y la blusa mostró huellas de sangre, pero sus generosas formas se escondieron en parte—. Buscaban al sargento Bautista... Vieron huellas de sangre en el suelo, querían saber lo que sucedía... Me metieron en la choza de los Carreño. Me azotaron hasta que hablé lo que había visto: al gringo ése, del pelo de plata, a vosotros, a los soldados muertos... ¡Oh Dios!, no tengo disculpa, pero estaba loca de sufrimiento, de dolor!...
—Claro, muchacha —terció el americano, inclinándose y tomándola de un brazo, para incorporarla—. No tienes que justificarte más. Entendemos tus motivos. Cualquiera hubiera hecho lo mismo. No es tu culpa, sino la de ellos...
—No sé adónde quieren llegar, pero están locos, si pretenden luchar contra el gobernador y la ley —habló roncamente el soldado superviviente—. Les hará exterminar a todos, arrasará este pueblo a sangre y fuego. Conozco bien a Rubén Sterling... y al teniente Bradwell.
—Para eso te dejo con vida, esbirro —masculló secamente el gringo, volviéndose lentamente hacia él. Bajo la mirada cruel, acerada, de sus verdes ojos, el soldado inclinó la cabeza, aterrorizada—. Para que vayas a Rancho Sterling e informes a tus jefes de lo ocurrido aquí esta noche.
—¿Está demente, gringo? —se exaltó Andrés, palideciendo de nuevo—. ¡Eso sería tanto como sentenciarnos a todos a muerte! ¡La ira del gobernador no conocerá límites!
—El se enterará, de todos modos, de lo sucedido —dijo, calmoso, el americano—. Y hará venir a su gente, torturando y maltratando a cuantos halle a su paso, para saber qué pasó con cuantos desaparecieron, aunque matáramos ahora a ese tipo. No, amigos. Vamos a pasar al ataque, puesto que no hay otro remedio. Estoy metido en el lío, y debo seguir en él, me guste o no. Mi mensaje va a hacer recapacitar al gobernador. Dile algo, soldado: quisiera verle personalmente, entrevistarme con él. Soy americano, ya lo saben. Un gringo, como decís vosotros. Dile que Josh, el Gringo, desea hablar con el gobernador Sterling. Es todo. Y no adelantará nada con intentar liquidarme. Ya he matado a seis de sus hombres, y podría llegar fácilmente a siete, si quisiera... sólo con volarte a ti tu estúpida y hueca cabeza, esbirro. De modo que lárgate, sin arma alguna. Y da el mensaje al gobernador. ¡Vamos ya! Mañana, a mediodía, espero al gobernador aquí, en Fronteras. Que venga a verme. Si no lo hace, será peor. Vale más tenerme como amigo que como enemigo. No he venido a enfrentarme con él ni con nadie. Tengo un motivo para estar en Sonora. Y quiero hablarlo con él. Es todo. No lucharé a su favor ni en contra suya, si él me escucha. Lárgate, soldado. Eso fue todo.
El uniformado de verde oliva asintió, medroso. Soltó su correaje, dejó sus armas. Al salir, varios mexicanos de la población querían lincharle. Pedro hizo un gesto seco.
—Dejad al cerdo —avisó con voz potente—. Nuestro amigo y aliado le deja con vida para que sirva de mensajero. Él sabrá lo que hace. Vosotros todos, empuñad armas y cubrid los accesos a Fronteras. Puede ocurrir todo ahora. Vale más que nos pille a punto. Esto es como una declaración de guerra. Id un grupo a casa del juez Camargo, y arrestadlo provisionalmente, en nombre de la revolución.
El soldado arrancó, al galope, tras serle quitado del caballo su rifle y su munición. Se perdió en la noche de una llena y amarilla. El pueblo era un fantasma blanco, de casas enjalbegadas, en una penumbra dorada y calmosa.
—Es una locura todo —gimió Andrés, desde la puerta de la cantina—. Arrestar al juez Camargo, enfrentarse con armas a la autoridad legal del estado de Sonora... Nos arrasarán, Pedro.
—Lo harán de todos modos, después de lo ocurrido esta noche—. Pedro encajó las mandíbulas—. Sí, al menos, tuviéramos la presencia del general Chihuahua y su banda, para defendernos de las tropas y los pistoleros del gobernador...
—Las cosas se han puesto feas, aun sin nosotros quererlo —suspiró a su lado Josh, el Gringo—. No debí venir aquí a complicarles la vida.
—Pero usted ha dicho que busca algo —le recordó Pedro, ceñudo—. Y quiere ver al gobernador en persona... ¿No es eso una locura, gringo?
—El hombre comete muchas, en su vida. El mundo está lleno de locuras. Unas fueron afortunadas, y otras, no. A veces, uno no mueve las cosas, sino que el destino le mueve a uno. No tenía por qué matar a aquellos soldados, donde fueron ahorcados sus camaradas, Pedro. Pero estaban rematando a sangre fría a un hombre y una mujer, y yo tengo cierto sentido de la justicia. Por eso intervine. Ahora, tuve que defender mi vida. Eso fue todo.
—Su vida... y las nuestras —Pedro puso su firme mano en el hombro del americano—. Gracias, amigo. Nunca olvidaremos eso, Andrés y yo.
—También a mí me hubieran asesinado —Marga se precipitó a besar la mano de Josh, que la apartó de sí con aspereza—. Le debo la vida, gringo...
—No me debéis nada —cortó él—. Estamos metidos en el mismo pozo hasta el cuello. Veremos si salimos de él.
—Aun así, le debo gratitud. Es como si le perteneciera, en cuerpo y alma —musitó Marga.
Y ahora él no pudo evitar que se precipitara contra él. No para besar su mano, sino su boca, sus mejillas... La apartó, sintiendo en los labios el calor jugoso y apasionado de aquella boca de mujer latina, sensual, excitante. Se tocó la boca, húmeda tras el beso. Miró a los relampagueantes ojos negros, a la boca entreabierta y roja, de carnosos labios y dientes blancos y nítidos, a las formas agresivas del cuerpo estremecido de la hembra mexicana.
—Olviden todos su gratitud —dijo secamente el americano—. Y vigilen los accesos a este lugar, por si Bradwell o el gobernador lanzan un ataque masivo por sorpresa.
—Espero que no lo intente aún —rechazó Pedro—. Si descubre que hay motín contra su autoridad, hará telegrafiar a Hermosilla, la capital, pidiendo refuerzos militares. Aquí, en Fronteras, no tiene más allá de un par de docenas de hombres armados, contando su guardia personal y los hombres de Bradwell, que forman la patrulla local. Contaban con cosa de una treintena de hombres en total, y seis han sido baja gracias a sus balas, gringo. De modo que no irá más allá de esas dos docenas que le dije.
—Es una fuerza considerable, teniendo en cuenta que estarán bien armados, pertrechados e instruidos. Pero no suficiente para intentar un ataque total —convino Josh, el Gringo, con reflexivo gesto—. Sí, es posible que telegrafíen a Hermosilla. Entonces, en menos de dos fechas, un ferrocarril podría traer a Fronteras a un centenar o dos de soldados del gobernador. Demasiados para las pobres fuerzas de un pueblo, Pedro.
—Lo sabemos —frunció el ceño Andrés, el cantinero—. De cualquier modo, nos defenderemos mientras eso llega. Sé de una docena de hombres útiles para cubrir los accesos a Fronteras. Será suficiente por ahora, estoy seguro. Vaya usted a dormir tranquilo, amigo gringo. Está necesitado de reposo. Ya hizo demasiado en nuestro favor, esta noche.
—Espero que mañana no se compliquen más las cosas —suspiró el americano de melena platinada—. Pero mucho me temo que no sea así...
Y se dispuso a subir al alojamiento, del que Andrés Infante le daba la llave para que el viajero de blanco cabello recuperase fuerzas, de cara a tan incierto porvenir.
Tenía ojos azules. Azules claros. Fríos como hielo, duros como metal. Perversos, astutos y malignos.
Aquellos ojos sabían ser taladrantes cuando miraban a alguien. Acusadores, implacables, temidos por cualquiera, en especial por sus subordinados.
—De modo que eso es lo que sucedió —dijo lentamente, sin desviar la mirada azul del hombre de uniforme, obedientemente erguido ante él, rígido y respetuoso, con la faz morena convertida en una lívida mancha cenicienta.
—Sí, señor —afirmó con voz ahogada, indecisa, el hombre de uniforme de soldado raso.
—Vaya, vaya... —los ojos azules nunca fueron más gélidos ni más acerados que en ese instante—. De modo que te dejaron volver con vida... para que dieras ese informe. A mí y al gobernador Sterling...
—De... de usted, señor, no me habló. Solamente del gobernador... —replicó, inquieto, inseguro el soldado superviviente.
—Bien. Eso es sólo una cuestión de matiz... Lo importante es que has sobrevivido, te han dejado escapar... y has venido a dar el informe a tu jefe, a tu superior, el teniente Bradwell, ¿verdad, soldado?
—Sí, sí, mi teniente —afirmó el otro, todavía nada seguro de cómo acogía su jefe el mensaje del americano del pelo blanco.
—Y dices que el gringo de pelo plateado, dijo llamarse Josh, y quiere hablar «personalmente» con el gobernador, mañana en Fronteras. ¿Es eso?
—Eso mismo, señor.
—Todo ello, después de que salvara las vidas de dos asquerosos mexicanos rebeldes, y después de asesinar a Laredo y a los otros dos...
—Sí, señor.
—Eso es una rebelión, soldado. Un motín contra la autoridad legalmente instituida.
—Claro, señor —el soldado tragó saliva—. Les oí decir que iban a arrestar en su domicilio al juez Camargo...
—Vaya, vaya... —una mueca, una sonrisa siniestra, flotó en los labios curvados del pistolero americano Kansas Bradwell, convertido en oficial del Ejército de Sonora, por capricho de su tiránico gobernador, Rubén Sterling—, Muy interesante, soldado. Muy interesante... Soldado, has cumplido tu misión. Aunque haya sido con la indignidad del que escapa, del que se deja desarmar y humillar, y sale a uña de caballo, dichoso de salvar el pellejo, ¿no es cierto?
—No, mi teniente. Eso no es cierto. No escapé ni di la espalda. Solamente fui hecho prisionero, y...
—¡No quiero prisioneros ni vencidos, que traen mensajes de rebeldes y facinerosos, sino soldados valientes... vivos o «muertos»! —silabeó con repentina, helada ira, el teniente Bradwell.
E inesperada, bruscamente, extrajo su revólver de la cintura. Vació su carga contra el cuerpo del infortunado soldado, que se estremeció, sacudido por media docena de balas del voluminoso «Colt» 45, hasta caer, con un largo gemido de agonía, su cuerpo convertido en una burbujeante criba sangrienta.
Entraron dos soldados armados de fusil con bayoneta calada. Se quedaron rígidos, contemplando la escena. Miraron luego a su jefe. Parsimonioso, el teniente Bradwell iba recargando, bala a bala, su humeante «Colt». Les miró de hito en hito, agresivo y feroz.
—El soldado Barreto ha sido muerto, por cobardía ante el enemigo —masculló—. Que sirva esto de ejemplo. ¡Nadie caerá nunca prisionero de un enemigo de la ley y la milicia del estado de Sonora! O será ejecutado personalmente por mí. Recuérdenlo todos. Ahora, retiren esa basura, y échenla a los buitres, que tendrán hambre...
Enfundó el arma. Uno de los soldados respondió, humilde, asustado, mientras ayudaba al otro a recoger el cadáver.
—Sí, teniente. Siempre lo que usted ordene, señor...
Se retiraron con el cuerpo sangrante. Tiraron serrín sobre las manchas de sangre, para barrerlas posteriormente. Con gesto de ira, Kansas Bradwell salió de su despacho en el edificio del Cuartel Militar de Fronteras, inmediato al sendero que conducía al vecino rancho Sterling, ocupado por el gobernador y su escolta armada durante los períodos de reposo del gobernador de Sonora.
Subió de un salto a su caballo, y emprendió veloz galope hacia la residencia gubernativa, para informar al máximo dirigente político de Sonora, de los hechos acaecidos aquella misma noche en el pueblo de Fronteras, a menos de tres millas de allí.

CAPITULO IV

Quedaban los últimos manchones de jabón blanco, cremoso. Lo arrancó con la toalla, bruscamente. Afeitado el curtido rostro, se contempló en el desigual espejo que hacía ondulaciones con su figura. Alisó los cabellos blancos sobre la frente, con un seco golpe de sus dedos nervudos, ahora faltos del guante gris que la noche antes envolviera por unos instantes el gris pavonado de la extraña, chata arma de cilindro con cinco balas, apenas culata, y brevísimo cañón. El arma que ahora, tomándola de la mesilla de agrietado mármol, situada junto al lecho cuyo jergón y sábanas baratas, zurcidas, aún conservaban la forma y hondura de su cuerpo, ajustó al elástico que sujetaba el revólver sorprendente al antebrazo, sobre la bocamanga de su chaqueta gris, de pana gastada.
Satisfecho, se ajustó el correaje con las dos armas cruzadas. Se puso la chaqueta y, lentamente, envolvió las manos en los guantes de piel gris, lustrosos por el roce con las riendas, las armas, el arzón de su silla de montar...
Se echó a la cabeza el sombrero negro, muy plano.
Encendió un delgado cigarro virginiano. Asomó a la ventana polvorienta.
Con la luz larga y pálida del nuevo día, Fronteras era una mancha blanca, deslumbrante casi, bajo un cielo azul, sin nubes. El sol subía despacio, allá por el este. Pronto derramaría luz y calor ardientes. Sonora era tierra seca, cálida, abrasada por la cruda luz solar de los largos días resecos y polvorientos.
—Está todo tranquilo —comentó, hablando consigo mismo, puesto que nadie más había en la alcoba destartalada del piso alto de la cantina—. Muy tranquilo. No me gusta.
Frunció el ceño. Sus ojos verdes oscuros brillaron, heridos por el sol que subía hacia su cenit. La faz endurecida, agrietada por soles y vientos del sudoeste, por desiertos y llanuras áridas, reflejó el deslumbrante reverbero blanco de los muros enjalbegados.
Se movió hacia la salida con lentitud. Crujió el entarimado viejo, bajo el peso firme de sus gastadas, negras botas de dibujo labrado, tejano. Las espuelas producían un levísimo tintineo casi musical, como si fueran de plata, en vez de afilado acero rodante.
Alcanzó la cantina, desierta. Andrés estaba afuera, en el porche. Rifle en mano. Vio a varios hombres al otro lado, apostados tras barriles de agua de lluvia, porches o esquinas, con armas de fuego a punto, y cajas de cartuchos a su lado.
Fronteras esperaba un posible ataque. La respuesta violenta del gobernador Sterling. Pero nada había sucedido. El gringo miró su reloj de bolsillo, de plata gastada, pesado y seguro.
—Las ocho y cuarenta y cinco minutos —murmuró—.
Es pronto aún. Sterling no madrugará para venir... si es que viene.
Andrés le miró. Tocó su sombrero charro con el cañón del arma.
—¿Durmió bien, Josh? —preguntó.
—Bastante bien —aceptó el americano de pelo platinado—. ¿Todo tranquilo?
—Todo, sí. No ha ocurrido nada —Andrés Infante humedeció sus labios—. No me gusta eso.
—Tampoco a mí —admitió el forastero, seco—. Sigan vigilando. Es lo único que se puede hacer.
—Sí, es lo único...
Hubo silencio. En la calle no hablaba nadie. Nadie hacía ruido, nadie se movía. Las tiendas, cerradas. La gente, en sus casas. Fronteras tenía miedo. Cautela, tensión. Inquietud...
Josh, el Gringo, bajó a la calle, por la calzada en la que empezaba ya a calentar el sol tibiamente. Su sombra era larga aún, sobre el suelo polvoriento y seco. A su paso, descubrió nuevos hombres de la población, todos de ropas humildes, todos de rostros ajados y tristes. Todos armados, todos esperando. Esperando algo...
Pedro Rosales estaba al final de la calle. También provisto de rifle. Ante él, seis hombres de edad avanzada, de cabellos canosos, parecían dispuestos a tomar el relevo. Ellos, y una mujer. Marga. También con un rifle. Y con un «Colt» en la pistolera de su cinturón canana, pendiente de una de sus sinuosas caderas.
—Vaya. ¿El nuevo retén? —preguntó, irónico, el americano.
—No tengo otra cosa —se lamentó Pedro, volviéndose—. Incluso debo recurrir a ella...
Miró Josh a Marga. Ella le sonrió con su boca gordezuela, roja y sensual. Agitó el arma, con gesto decidido.
—Sé manejarla —dijo—. ¿Lo duda?
—No —negó Josh—. No dudo nada. Todos pueden ser útiles, cuando se lucha por algo que vale la pena. ¿Cómo van sus heridas, Marga?
—Mal —musitó ella—. Me duelen. Son latigazos fuertes. Pero mejoran, aunque haya dolor. No me permitirán olvidar. Por el contrario, si Sterling, Bradwell o cualquiera otro vienen aquí... lo recordaré muy bien.
—Hará mal, si es el gobernador Sterling. No disparará sobre él, a no ser que venga en son de guerra. Le cité. Le espero. Si viene Sterling, nadie intentará matarle.
—No se fíe de él. De nadie. De Sterling, menos que de ninguno. Si los demás son ratas, él es un reptil. El peor de todos. Capaz de cualquier cosa que no sea honrada ni digna.
—Así lo imagino —se encogió de hombros el forastero—. Deje que yo trate el asunto a mi modo, Marga. Es mi propio problema, puesto que yo le cité.
—¿Llegó aquí, a Fronteras, sólo por eso? ¿Para ver a Sterling cara a cara?
—Puede ser una razón.
—¿Lo es? —era Pedro quien preguntaba, curioso.
—Dije que podría serlo, no que lo fuese —atajó Josh, helado—. Y no añadiré más. Ponga a la muchacha en el sitio más seguro, el que menos riesgo implique.
—No espere que le dé las gracias por eso, gringo —se enfadó ella, relampagueando sus ojos.
—No lo decía por usted..., sino por los demás —rió entre dientes la voz fría de Josh, el Gringo. Guiñó un ojo a Pedro Rosales—. ¿Entendido?
—Claro —Pedro soltó una seca carcajada—. Descuide, Josh. Sé lo que me hago. Aunque sea con una chica tan preciosa como Marga Santana...
—Sí, eso espero... —Josh dejó resbalar su mirada indiferente sobre el hermoso rostro apasionado, la figura ardiente y curvilínea de la hermosa y bronceada mexicana. Sacudió la cabeza y volvió al centro de la calzada, moviendo la cabeza con aire dubitativo, como si algo en todo aquello no terminara de gustarle. Añadió, entre dientes—: Mujeres... ¿Qué hace realmente esa chica? ¿Quién es ella, Pedro?
Pedro Rosales explicó, siguiéndole calle arriba:
—Marga trabaja con los Mayzán.
—¿Los Mayzán? ¿Quiénes son esos?
—Leonor y Esteban Mayzán. Son los únicos que sobreviven. Ruddy, el anterior familiar, fue ejecutado por los soldados de Bradwell. El juez Camargo lo sentenció a morir en el paredón. Rebelión militar, o no sé qué. Cualquier cosa vale. Lo fusilaron, claro.
—Claro —el alto, platinado americano, asintió seco—. Pero sigo sin saber quiénes son los Mayzán.
—Lo contrario de los Kelly. A ésos los protege Sterling. Y Bradwell, por supuesto. A los Mayzán los odian. Dicen que son los mejores amigos del general Chihuahua. Y de la libertad de Sonora. Una Sonora realmente mexicana, nacional, humana y digna.
—¿Son hermanos?
—No. Marido y mujer. Rudolph, el viejo Ruddy, era el hermano mayor de Esteban. Leonor es la prima segunda de Esteban. Y su esposa. Se casaron siendo casi niños. Son muy jóvenes aún. Él, no mayor de veintisiete años. Ella, unos veintidós o veintitrés.
—¿Qué hace Marga con ellos?
—Es amiga de la infancia de Leonor. Su hermane casi. Trabaja como doncella y un sinfín de cosas más Odia a los Kelly. Y éstos a los Mayzán, por supuesto, Así están las cosas. No es nada nuevo. Dos familias, dos tendencias, dos modos de pensar...
—No, no es nuevo. Ya voy conociendo gente de aquí: los Mayzán, los Kelly... Aunque sólo sea por referencias. Pero no son esas gentes las que me interesan.
—Josh, a usted le interesa algo. O alguien, no sé lo que sea o quiénes sean. Pero me pregunto quiénes son esas personas... ¿Puedo ayudarle?
—No —negó Josh—. Creo que no puede ayudarme.
—Entendí anoche que iba de paso. Desde alguna parte, hacia ninguna parte...
—Le dije que no puede ayudarme, a juicio mío —cortó Josh, el Gringo—. Eso basta. Lo demás, no resultaría fácil de comentar ni discutir.
—Está bien. Sé que no quiere hablar de ello. Lleva algo entre manos. No sé lo que ello sea, pero tampoco me afecta. Perdone si le molesté con excesivas preguntas.
—Está perdonado —sonrió vagamente el americano—. Olvide el asunto.
—Sí, trata de... —se detuvo. Miró al fondo de la calle. Bruscamente, su tono varió—: ¿Olvidarlo, ha dicho? Será difícil ahora. Mire. Allí viene. Es Sterling, el gobernador Rubén Sterling, en persona.
Josh, el Gringo, miró en esa dirección.
Era Rubén Sterling. El gobernador de Sonora.
Le rodeaban ocho de sus hombres. Cuatro delante. Cuatro flanqueándole. Y delante de todos, el teniente Kansas Bradwell, con su uniforme verde oliva y sus insignias de oficial. Las armas envainadas. Manos sobre los pomos de la silla de montar. Rígidos, erguidos. Uno de los soldados llevaba la bandera del Estado mexicano de Sonora. Otro, un cornetín. Lo hizo sonar, estridente.
—Eso parece espectacular —dijo, con voz dura, Pedro Rosales—. Como si llegara el presidente de México en persona...
Josh no dijo nada. Se limitó a caminar calle arriba. Hacia donde llegaba Sterling con su estridente escolta. Salieron armas por doquier. Incluso se abrieron cuatro o cinco ventanas, y asomaron rifles y fusiles de viejo estilo. Viejos, pero capaces de matar a un hombre. O a más.
Sterling lo veía. Lo sabía, era evidente. Pero había debido dar órdenes severas, tajantes, rotundas. Nadie movía un dedo. Miraban a los lados, de soslayo. Sin reaccionar, sin intentar nada. Sterling era el centro del desfile que venía calle adelante.
El hombre pequeño, gordo, rechoncho, pálido, aunque de cara rojiza, de rubicundas mejillas, de ojos muy claros, de pelo muy rubio y rizoso, de chata nariz deforme, de impecable levita, corbata de plastrón, chaleco floreado... Aquél era el gobernador. Aquél era Sterling en persona. Aquél era el tirano de Sonora.
—Y ha venido —susurró Andrés Infante, corriendo hacia ellos, despeinado, pálido, demudado—. ¡El gobernador viene a la cita, gringo!
—Sí, sabía que vendría —afirmó seca, duramente, la voz de Josh.
Se quedó parado en medio de la calzada. Frente a los soldados. Frente a los hombres de uniforme y el gobernador. Frente al grupo que, lentamente, detenía sus caballos, entre una polvareda. Y esperaba a que alguien rompiera el hielo, iniciando la entrevista que había sido causa de aquella cita bajo el sol matinal de Sonora...
Los glaucos, descoloridos ojos del pequeño y gordo gobernador, se fijaron enseguida en la alta figura del hombre de pelo platinado. Sus miradas se encontraron.
—Hola —dijo Sterling con voz helada, en un inglés seco, acerado, sin ningún acento español—. Creo que me buscaba usted. Me hizo llamar un norteamericano.
—Sí, soy yo —afirmó Josh, helado su tono.
—Muy bien —bajó despacio del caballo, haciendo un gesto para que nadie le ayudara. Sus ojos claros escudriñaron las ventanas, los porches, las puertas de los edificios—. Veo que tienen muchas armas a punto... ¿Ocurre algo en Fronteras?
—Eso, su gobernador debe saberlo mejor que nadie —replicó Josh, frío—. Yo soy forastero en este lugar.
—¿A qué vino aquí, entonces? —Sterling le contempló, glacial—. Creo que ha matado a algunos de mis hombres...
—Algunos, sí. De otro modo, ellos me hubieran matado a mí.
—¿También el sargento Bautista? —puntualizó, seco, incisivo, el teniente Bradwell.
—Ese mató anteriormente a un compatriota mío y a una mujer viuda, indefensa y sin ayuda —cortó Josh—. No pude matarle antes de que cometiera su crimen. Lo siento. Pero no por su muerte, sino por llegar tarde.
—Ya —el gobernador avanzó hacia él. Sus cortas piernas, rechonchas y arqueadas, casi resultaban cómicas, igual que las de un enano grotesco. Pero más que cómico, resultaba un personaje siniestro e inquietante—. Supongo que no me hizo llamar para hablar de esas nimiedades. Soy una persona importante: el gobernador del estado de Sonora, yanqui.
—Lo sé. Pero ha acudido a mi cita, gobernador. ¿Por qué lo hizo?
—Curiosidad. Me interesaba conocer al hombre que supo ser más rápido que mis propios hombres. Los hombres rápidos, seguros con las armas y con la mente, siempre interesan. Son buenos para servir a los que estamos arriba.
—No sirvo a nadie —sonrió fríamente Josh, el Gringo.
—Ahora, tal vez, no. Puede servirme en el futuro. Todo depende del dinero, ¿no?
—Lo dudo —le señaló la cantina—. ¿Hablamos dentro, gobernador?
—Supongo que no será una emboscada —rió entre dientes el gobernador Sterling.
—Mi palabra, gobernador. No lo es. Estaremos solos.
—Cuidado, señor —avisó el teniente Bradwell—. Podría serlo, pese a todo. No se fíe. A fin de cuentas, ¿quién es él, para fiarse de su palabra?
—Sí —Sterling le miró, de hito en hito—. ¿Quién es usted, yanqui?
—Mi nombre es Josh.
—Josh... Eso no significa nada. ¿«Quién» es?
—No importa mucho —se encogió de hombros el forastero—. Un americano que llegó de Arizona. Es suficiente.
—Para mí, no. Y soy la primera autoridad aquí. Al menos, deme su apellido.
—Podría ser Smith. O Brown. O Scott. Pero podría mentir. No me llamo así. Digamos que no tiene importancia el apellido. Soy Josh. Aquí me llaman Gringo. Eso basta: Josh, el Gringo. Esta es su tierra, gobernador. Deje que me llamen como ellos quieran.
—No discutamos más —atajó el gobernador—. Entremos ahí, Josh. Confiaré en usted. Pero sólo le concedo veinte minutos de mi tiempo. Son mis últimos días de descanso. Debo reposar lo más posible. Los médicos, el corazón... Ya me entiende, yanqui. Entremos...
Pasó él primero. Bradwell le hizo pasar. Y entró tras él, al dejar paso a Josh. Rápido, Andrés siguió con ellos, armado de su rifle, vigilando a Bradwell. Los cuatro hombres se quedaron quietos dentro de la cantina, iluminada oblicuamente por el sol matinal, que se filtraba por los batientes y las vidrieras.
—Beba conmigo, teniente —habló Andrés Infante, enérgico—. La casa invita. Dejemos al gobernador y al gringo hablar solos, puesto que así lo desean.
Bradwell dudó. Sterling le miró, inexpresivo. Asintió con la cabeza. El teniente se fue al mostrador, de mala gala, con el cantinero, que no soltaba su rifle por nada del mundo.
Josh se acomodó, sin esperar a que lo hiciera el gobernador. Este carraspeó, acomodándose frente al americano: una mesa redonda, con tapete verde para el juego, un mazo de naipes desordenado y cuatro ceniceros de latón en derredor, sobre el reborde de madera, les separó.
—No diremos que es una mesa de conferencias —rió él gobernador Sterling—. Pero vale. Josh. Como se llame... Empiece el tema. ¿Qué hemos venido a discutir aquí?
—Usted debe saberlo, cuando ha acudido a mi llamada —silabeó Josh.
—No, no lo sé —confesó la primera autoridad de Sonora—. Pero los gringos me caen bien. Llevo sangre yanqui en mis venas. Amé más a mi padre, Hank Sterling, que a mi madre, Lucía Coral. Siento que soy americano. Me gusta tener americanos alrededor. Bradwell lo es. ¿Lo sabía?
—Claro. Slim Kansas Bradwell. Asesino, pistolero, cuatrero y ladrón. ¿Quién no oyó hablar de él? Supongo que es el mismo. Se parece a su pasquín de recompensa en Kansas, en Missouri, en Texas, en Nuevo México...
—Los que fueron antes pistoleros y asesinos, son siempre los mejores policías y soldados —rió el gobernador—. Es una máxima que siempre he sostenido. Y me fue bien. Usted es un tipo duro. Un buen tirador. Un yanqui de los de primera línea. Diga precio. Le contrato.
—No me vendo. Ni me alquilo.
—¿Ni por mil dólares...?
—Ni por diez mil.
—¿Ni por mil dólares... a la semana, quise decir? —rió el gobernador, inclinándose hacia él.
—Mil semanales —silbó entre dientes Josh—. Es mucho. Cincuenta y dos mil al año, suponiendo que viva un año...
—Doblaré el segundo año. De modo que tendrá que vivir. Y sé que lo hará —soltó una agria carcajada triunfal. Pegó un golpe a los naipes, y tomó un as de diamantes—. Dinero fácil... Gringo, puesto que le gusta que le llamen así, como lo hacen esos cerdos mexicanos...
—Dinero fácil —Josh sacó de las cartas un naipe—. Otro as. Negro. El de pique—. Como la Muerte. No, no vine a alquilarme. Por ningún precio.
—¿A qué vino, entonces?
—Usted ha sabido de mí. Por eso acudió. Quería contratarme. Pensó que todo gringo que llega a Sonora se vende a buen precio. Al que sea. Siempre compró a la gente. Todos se venden, supone usted. Todos tienen su precio. Es cuestión de alcanzarlo.
—Sí, tal vez sea ésa la causa. Digamos que le doy cien mil dólares ahora. Y otros cien mil al final de este año. Es una suma fabulosa. Nadie ganaría tanto.
—No, nadie ganaría tanto. Yo tampoco. No acepto.
—Acabemos —se enfureció Sterling, mordiéndose el labio inferior—. ¿Qué está buscando?
—¿Yo? —Josh rió entre dientes—. No tema. No soy Clem Calder.
El gobernador palideció, echándose adelante. Le miró con ojos desorbitados.
—¿Dónde oyó antes ese nombre? —jadeó, lívido.
—No lo oí. Lo leí en un documento. Clem Calder, agente federal del Gobierno de Estados Unidos. Amigo personal del presidente de los Estados Unidos Mexicanos. Iba en viaje de inspección, hacia México, capital federal. Pasando por Sonora. Lo mataron. Fue muerto junto a una pobre viuda. Cerca de donde ahorcaron a seis mexicanos. Sólo pude enterrarle. Y leer sus credenciales, su carta confidencial, dirigida al presidente de México.
—¡La carta! —aulló Sterling, furioso—. ¡La quiero, Josh, la quiero! Diga el precio...
—No lo tiene —rió el platinado americano—. La oculté.
—¿Dónde? —chilló el gobernador, haciendo que Bradwell y Andrés se volvieran, sorprendidos y alarmados. Más calmado, más baja la voz, añadió—: ¿Dónde, gringo? Deme esa carta... y trescientos mil dólares serán suyos. Eso, y un cargo: capitán de mis fuerzas militares. O comandante. Elija el grado. Podrá coser a tiros a Bradwell, si le cae antipático.
—No, gracias. No es mi juego. No vine a ganar dinero ni a hacer política.
—¡Maldito sea! —se enfureció, pálido, demudado, mordiéndose ahora las uñas—. ¿A qué ha venido a Sonora?
—A buscar a un hombre. Y a una mujer —sonrió calmosamente Josh, el Gringo—. Sólo a eso, gobernador.
—¿Cómo? —el político le miró, perplejo—. ¿Cómo ha dicho?
—Me oyó bien. Busco a un hombre y una mujer. Es todo.
—Temo no entenderle bien. ¿Para eso quiso verme a mí?
—No esperaba, realmente, verle a usted, ni a gobernador alguno. Leí esa carta casualmente, al querer ayudar a un compatriota herido, que en realidad agonizaba. No pude hacer más que guardar en sitio seguro su credencial. Y su carta, claro, dirigida al presidente del Gobierno Mexicano. Si llega allí, investigarán a fondo en Sonora. Y en la muerte del pobre Clem Calder, agente federal americano. A usted no le irán bien las cosas entonces, gobernador. Todo esto es accidental. Me lo encontré en el camino, no lo busqué en absoluto.
—Bien, bien. Pero se lo encontró. Ahora que lo tiene entre manos, ¿qué pide o exige? Deseo esa carta. Deseo esas credenciales. Puedo hacerle matar, y nunca se sabrá nada.
—Se engaña, gobernador. Tomé mis medidas. Si muero, todo se recibirá en México, capital federal.
—Eso puede ser mentira —masculló Sterling, clavando sus ojos en él.
—Puede serlo —rió Josh, el Gringo, cínicamente—. Pero usted no lo sabe. Tendrá que correr el riesgo. Un grave riesgo...
Hubo una pausa. Pegó un manotazo. Los naipes saltaron, cayeron, dando volteretas por el aire, con un roce seco de cartulinas dispersas, lloviendo por doquier. Se enjugó luego el sudor. Su rostro redondo, adiposo, bajo los rizos rubios y ridículos, brillaba de transpiración. Temblaba una de sus manos gordezuelas, al manejar un pañuelo de seda, con las iniciales R. S. bordadas en azul pálido, sobre el escudo de Sonora.
—Maldito, gringo... —jadeó, ronca la voz—. Podría tener razón...
—Podría tenerla, sí. Ya le dije qué es como jugar al poker. No sabe si digo la verdad o me marco un «farol». Demasiado riesgo para correr el albur, ¿no cree?
—Demasiado, sí —se tocó significativamente el cuello—. Adelante. ¿Qué quiere pedirme? Fije cantidad, condiciones... Le pagaré. Cumpliré.
—Ya le dije que no era cosa de dinero. Sólo de personas.
—¡Oh, sí! El hombre, la mujer... ¿Quiénes, yanqui?
—Son dos personas que vinieron de Arizona.
—¿Las persigue usted, Josh?
—Eso es; podría decirse que sí. Las persigo.
—Bien. ¿Sus nombres?
—Kenneth Barrow. Y Lola. Lola Benavídez.
—Kenneth Barrow... Lola Benavídez... ¿Qué hicieron?
—Matar —dijo secamente Josh—. Matar a alguien en Arizona. Por eso vengo tras ellos. Por eso quiero encontrarles. Por eso «tengo» que encontrarles. A cualquier precio, gobernador Sterling.
—A cualquier precio... ¿Incluso... al de entregar una carta al presidente de los Estados Unidos Mexicanos... y una credencial y unos documentos a nombre de Clem Calder? —sugirió agudamente el gobernador Sterling.
—Sí —afirmó con gravedad el americano—. Incluso a ese precio, gobernador. Por ello le cité aquí hoy. Por ello espero que lleguemos a un acuerdo los dos, por encima de diferencias, rivalidades, criterios, hombres muertos...
—Conforme —suspiró Sterling, echándose atrás—. Conforme, gringo. Habrá acuerdo. Lo habrá. Por encima de todo. Tendré esos documentos. Y usted tendrá a su hombre, y a su mujer... Palabra de Rubén Sterling, gobernador de Sonora...
Restalló el disparo. Sterling gritó. Y cayó sobre la mesa de verde tapete, salpicándola de sangre.

CAPITULO V

Josh, el Gringo, se puso vertiginosamente en pie, saltando en torno a la mesa, y cubriendo a la vez el cuerpo abatido del gobernador Sterling, y la figura del teniente Bradwell, que se revolvía ya, llevando la mano a la culata de su arma.
—¡Quieto! —jadeó el americano de pelo blanco plateado, ya con su «Colt» derecho en la mano zurda, apuntando, amartillada el arma, hacia la galería posterior de la cantina, en su altillo, donde dos figuras furtivas se movían, en la penumbra, al tiempo que restallaba otra detonación, y llameaba un arma de nuevo.
La bala, esta vez, levantó el tapete verde, rasgándolo en su centro, en medio de la mesa circular sobre la que, inmóvil, reposaba el gobernador, con la sangre salpicando su ropa y el verde hierba de la superficie destinada al juego de naipes.
Josh levantó la mano enguantada de gris, y apretó el gatillo por dos veces, tirándose de rodillas tras otra mesa inmediata, que derribó a guisa de parapeto. Arriba hubo un grito ronco. Se astilló, con formidable chasquido de madera rota, la barandilla de troncos, cayendo un cuerpo abajo. Un cuerpo vestido de blanco, que se estrelló contra una mesa larga y unos asientos, reventándolos bajo su peso, con violento crujido de astillas.
El segundo adversario emboscado buscaba la fuga por un tragaluz, abierto en las inclinadas tablas del local, que sin duda asomaba al tejado del edificio. Josh ya hacía fuego contra ese punto, y el fugitivo, con un chillido de rata pisoteada, se venía abajo, dando una voltereta sobre la barandilla rota, para ir a caer de bruces sobre el mostrador, con un quejido lastimero y el chasquido sordo de algún hueso roto.
Rápido, Kansas Bradwell llevó su arma contra la nuca del caído, para rematarle con un disparo de gracia, a quemarropa. Andrés Infante, sorprendido, como petrificado, ni siquiera sabía reaccionar en modo alguno.
El gringo de pelo blanco actuó con igual celeridad y muy diferente intención ahora. Giró el cuerpo, la mano armada, tras la mesa abatida para protección de su persona. Hizo fuego una vez más, sin la menor vacilación.
De la mano de Bradwell huyó el arma. El «Colt», arrancado limpiamente de un balazo, dejó vacíos, engarfiados en el aire, los dedos del ex pistolero del sudoeste, dedicado ahora a servir, como improvisado oficial militar, al caprichoso gobernador de Sonora.
—¿Qué mil diablos...? —jadeó, convulso, enfurecido, revolviéndose contra Josh.
—No haga nada, Bradwell —avisó, con acritud, Josh—. Ya le avisé antes que tuviera calma y no se moviera. Yo me basto para afrontar algo así.
—¡Usted metió al gobernador en un cepo mortal, maldito sea! —rugió Bradwell, lívido—. ¡Vea su obra, imbécil...! ¡Esos sucios mexicanos han asesinado a Sterling!
—Nadie muere asesinado por un disparo en el hombro —replicó, tranquilo, Josh—. El gobernador ha sido muy hábil, al dejarse caer rápidamente, sin moverse, en cuanto se sintió herido. Me alegro de que no ocurriese nada peor, porque yo soy responsable de esto, y no pretendí nunca meter a Sterling en una trampa.
—Yo sólo iba a rematar a ese puerco asesino, y usted...
Josh sonrió, irguiéndose. Uno de los tiradores se lamentaba, con su espalda dañada entre astillas de la mesa y los taburetes. El otro yacía inmóvil contra el mostrador, como si estuviera muerto. Sterling, lentamente, con rictus de dolor, pálida su redonda faz, empezaba a erguirse en la mesa, goteando sangre en abundancia su hombro herido, con la elegante levita agujereada y rasgada.
—Yo evité un crimen, eso es todo —cortó con voz fría—. Ese infeliz debía odiar mucho al gobernador, lo mismo que el otro. No les culpo por ello. Yo no intervengo en esa lucha que afecta a ustedes. Me limito a protegerme a mí mismo. Y al gobernador, en tanto esté conmigo porque yo le haya citado, Bradwell.
—Mi hombro... —jadeó Sterling, crispado,—. Me duele... Como si tuviera fuego dentro, Josh...
—Claro. Tiene plomo dentro. Le alojaron una bala, pero nadie muere de algo así. Se la extraerán en un momento. Sufrirá, pero no gran cosa, si es valiente para ello, gobernador.
—Yo soy la ley y la autoridad en Sonora —gimió el herido—. Mis agresores serán ejecutados inmediatamente. Es una orden, Josh. Y si usted les defiende, haré que le...
—Gobernador, no hará nada —cortó Josh fríamente—.
O una carta y unos documentos llegarán a México, capital federal, recuerde. Este atentado ha sido un accidente. Averiguaré ahora por qué ocurrió estando usted charlando conmigo, eso es todo. Pueden retirarse ya. Usted, Bradwell y los demás. Mientras estén aquí, yo le protejo como si cobrara de usted, gobernador. Es cuestión de ética personal solamente, no de simpatías. En cuanto a nuestro propio asunto personal, espero su ayuda. A cambio, tendrá lo prometido. Es todo.
Bradwell fue por su jefe. Le ayudó a incorporarse, a caminar hacia la salida. En el exterior, la tensión era máxima. Los soldados no sabían qué hacer. Los mexicanos nativos les cubrían con sus armas.
—Cálmense todos —cortó Bradwell con energía, al salir—. No se alarme nadie. El gobernador sólo está herido en un hombro. Los agresores cayeron dentro. Ese gringo les hirió. Parece que en eso juega limpio, aunque no me permitió rematar a uno de ellos, y me desarmó. Vamos ya, y evitaremos problemas. El gobernador no quiere violencias.
—No, ninguna —jadeó Sterling. Miró a sus hombres—. Volvamos a casa. Debo curarme. Nada de armas ni disparos. El gringo actuó honestamente. Tenemos negocios en común, aunque no se puede decir que seamos amigos. Termine aquí el incidente. ¡En marcha, enseguida!
Partieron. Nadie lo impidió. Pedro y Marga esperaban una acción, un gesto de Josh, para acribillar a los soldados, junto con los demás hombres armados. Pero en vez de ello, el gringo hizo un gesto seco, elocuente, de que permitieran la ausencia del gobernador y los demás, sin intentar violencia alguna.
Cuando la polvareda, bajo el sol, marcó el alejamiento definitivo de la patrulla militar y su jefe, un silencio profundo y perplejo reinó en la calle principal de Fronteras.
Pedro Rosales miró a Josh con fijeza.
—¿Qué pasó realmente, Gringo? —quiso saber.
—Lo ignoro —suspiró Josh, echando andar hacia la cantina—. Tal vez ahora lo sepamos...
Entraron. Andrés Infante, el cantinero, atendía al herido del mostrador. Miró a Josh, meneando la cabeza, con pesar.
—La columna vertebral —explicó—. La tiene rota. El otro está malherido en una pierna. Tienen también dos balazos, pero superficiales.
—No tiré a matar, cuando les vi. Pero si cayeron y se lesionaron gravemente, sólo ellos son culpables. Pedí serenidad, sentido común. Y respeto a mi palabra. Yo cité a ese hombre, al gobernador Sterling.
—Pero todo el mundo le odia aquí, Josh. Tenía que ocurrir.
—Nunca debió suceder, sin embargo —replicó el americano fríamente. Estudió a los dos heridos, mexicanos de aspecto humilde, rudo y con ropas baratas y blancas—. ¿Quiénes son los dos?
—Garcés y Domingo —habló Pedro, pensativo, al reconocer a ambos. Frunció el ceño—. Son trabajadores de la hacienda Mayzán.
—Mayzán... Me habló de ellos. El matrimonio Leonor y Esteban Mayzán, ¿no?
—Eso es. Pudieron actuar por su cuenta, o enviados por sus amos. Si vieron venir al gobernador, tanto Leonor como su marido, Esteban, pudieron intentar eliminarlo. No sería un crimen, sino un acto de justicia
—Puede ser. Pero no estando aquí conmigo. No consiento trucos sucios a mis espaldas. Me gustaría hablar con los Mayzán...
—Entonces, no tiene que esperar más, gringo —sonó una voz, desde la puerta—. Aquí estamos los dos. ¿Qué quiere decirnos?
Josh se volvió, calmoso. Y vio a los Mayzán cuando empujaban los batientes, entrando en la cantina.

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—Nunca debió ir al pueblo. Fue una locura.
—No lo fue tanto —sonrió forzadamente Rubén Sterling—. Aún estoy vivo.
—Pero malherido —Lou Kelly apretó con fuerza la venda, en torno al hombro del gobernador, al tiempo que hablaba. Fingiendo no advertir el rictus de dolor en la faz de la primera autoridad de Sonora, el pelirrojo y gigantesco hombretón de manos pecosas, concluyó su tarea, añadiendo—: Si le hubieran disparado un poco más alto, ahora estaría muerto y bien muerto.
—Lo importante es que no lo estoy —contempló, sombrío, el trozo de plomo aplastado que, envuelto en sangre coagulada, yacía sobre un platillo de porcelana, en la mesa inmediata a él—. Vamos, Kelly, termine de una vez. Sé que es buen médico. Para eso terminó casi la carrera. No me venga ahora con monsergas y discursos.
—No son monsergas. ¿Qué garantía podía tener, para ir a reunirse con un yanqui desconocido, que había matado ya a seis de sus hombres? —se enfureció el gigantesco Lou Kelly.
—Ese yanqui, sin embargo, cumplió su palabra. No me engañó ni cometió traición alguna. No estaba obligado a cubrirme y defenderme, y lo hizo. Puede que tenga sus intereses privados en ello, pero lo hizo. Los autores del atentado eran otros. El nada sabía.
—¿Está seguro de eso?
—No puedo estar seguro de nada, Kelly. Pero salí vivo, y eso basta.
—Bradwell me ha contado que le desarmó de un disparo, para evitar que rematase a uno de los agresores —le recordó Lou Kelly, incisivo.
—Allá él con su raro sentido de la ética y la conciencia —refunfuñó el gobernador—. Yo no le reprocho eso. Pudo matar a Bradwell, y no lo hizo. Se limitó a desarmarle. A su modo, hizo bien. Evitó una muerte. El fue quien abatió, malheridos, a mis agresores. Eso, ni siquiera Bradwell puede negarlo.
—Es cierto —convino, de mala gana, su oficial—. Pero el tipo no me gusta.
—¿Qué ha venido a buscar a Sonora? —era la rubia, delicada, esbelta y elegante Judy Kelly, esposa de Lou, quien hablaba. Su figura arrogante, vestida de verde oscuro, se movió por la amplia sala del rancho Sterling, hacia el gobernador herido.
—¿El americano? —rió Sterling entre dientes—. A dos personas, señora Kelly.
—¿Dos personas? —se agitó ella—. ¿Quiénes, gobernador?
—Kenneth Barrow y Lola Benavídez —explicó, calmoso, el gobernador.
—Ken Barrow... y Lola Benavídez... —repitió lentamente Lou Kelly, con una mirada de sobresalto de sus claros ojos pardos—. Oí hablar de ellos... Barrow y La Bella Lola...
—Sí, ellos mismos —convino Sterling—. Dos forajidos de Arizona. Tienen la cabeza a precio. Todo el mundo lo sabe, al norte o al sur de la frontera, Kelly.
—¿Por qué los busca ese hombre? —se interesó Judy Kelly, enarcando las rubias cejas.
—No sé. Asunto personal de ese hombre. Le prometí ayuda.
—¿Usted? ¿Todo un gobernador de Sonora, pactando con un desconocido americano? —se asombró Lou Kelly.
—El tiene algo que me interesa mucho —se encogió de hombros Rubén Sterling—. Yo puedo facilitarle la entrega de los dos forajidos. Es un pacto. Un acuerdo beneficioso para ambos. No importa quién sea él o quién sea yo.
—¿Está en su mano semejante cosa, gobernador? —dudó Judy Kelly, irónica—. Ken Barrow es un asesino famoso. Cruel, violento, despiadado... Es un animal rabioso, acosado. ¿Será sencillo decirle al americano dónde lo tiene? En cuanto a La Bella Lola, la mestiza Dolores Benavídez... es una fiera, una leona furiosa. Aunque supiera dónde está esa clase de gato, ¿quién le pone el cascabel, gobernador Sterling?
—Eso es cosa de Josh, el Gringo —rió Sterling—.
Parece capaz de poner cascabeles incluso a un puñado de reptiles venenosos...
—De modo que llegaron a un acuerdo previo —reflexionó Kelly, frotándose el mentón.
—Sí, eso es —repentinamente, Rubén Sterling clavó sus ojos claros, agudos, en el gigantesco pelirrojo—. ¿Tanto le preocupa a usted la cuestión, Kelly?
—¿A mí? —se sobresaltó Lou Kelly—. ¿Por qué había de preocuparme por unos asesinos huidos de Arizona, gobernador?
—No lo sé. Pero por algo esa gente buscó refugio en Sonora, huyendo de las leyes de su país. Alguien me dijo que usted acostumbra a contratar gente poco recomendable para proteger su hacienda y sus vidas contra la enemistad y antipatía de los restantes nativos de Fronteras y su región —soltó el gobernador una burlona risita—. Me dije si no sería posible que usted protegiera a gente como Barrow o Lola Benavídez...
—Eso es casi una ofensa, señor —se irritó ahora Judy Kelly—. No tiene sentido que diga algo así. Contratamos pistoleros o aventureros, pero no asesinos como Barrow y su amante mestiza. Ni siquiera los encubrimos.
—En ese caso, nada tienen que temer, amigos míos. Bradwell, ya sabes lo que tus hombres deben hacer: busquen inmediatamente a Barrow y su amiga Lola. Quiero saber su paradero exacto. Es urgente. Deberá investigarse muy disimulada y secretamente. Eso es todo.
—Sí, señor —afirmó, de mala gana, su subordinado, Kansas Bradwell—. Así se hará...
Los Kelly se miraron en silencio entre sí. Y en silencio salieron de la estancia, tras saludar al gobernador, cuya herida estaba totalmente vendada ya.
Una vez en el exterior, se encaminaron al calesín tirado por dos caballos, con el que llegaran al rancho Sterling, requeridos por la llamada de Bradwell, para extraer quirúrgicamente la bala al gobernador.
—De modo que Barrow y Lola Benavídez... —musitó Judy, en voz baja, subiendo al carruaje.
—Sí, querida —asintió su esposo—. No me gusta eso...
—A mí tampoco. Si se entera de...
—No tiene por qué enterarse —cortó Lou Kelly con acritud.
—Pero pueden dar con ellos y...
—Confío en que no lo hagan. Ken Barrow es lo bastante listo para escapar. Y también ella. De cualquier modo, será preciso ver si podemos avisarles, antes de que sea tarde...
—¿Por qué les buscará, Lou? Me refiero a ese americano desconocido... —habló Judy, tras un largo silencio, mientras su esposo conducía el calesín a través de la llanura salpicada de pastos, entre ambas haciendas.
—No sé, Judy. Algo hicieron en Arizona, es evidente. Y ese algo es lo que indujo al americano a venir en busca suya...
—Dios mío... —Judy humedeció sus labios bien dibujados, nerviosamente—. ¿Tendrá algo que ver con nosotros y con...?
—No, Judy —negó él, rotundo—. No te atormentes más. No puede tener nada que. ver con todo eso, estoy seguro. Olvida el asunto.
—No puedo, Lou...
—¡Olvídalo! —se enfureció él, haciendo restallar el látigo sobre los caballos al trote—. Es una orden, ¿entiendes?
—Sí, Lou —musitó ella, asustada. Entornó sus ojos—. Es una orden...
Y no añadió más.

CAPITULO VI

Esteban Mayzán no tenía nada especial en su persona.
Era vulgar. Muy vulgar. Moreno, enjuto, anguloso de rostro, de ojos oscuros, de nariz halconada, de labios delgados, de cuerpo fibroso y ágil. Vestía como un elegante charro mexicano: chaquetilla corta, con botones dorados y ñecos, cubierta de bordados mexicanos. Pantalón ceñido, con cuchilleras abiertas a ambos lados, sobre las botas de trabajo charro afiligranado. Sombrero de copa alta, cónica, de alas anchísimas, de bordes cubiertos de arabescos bordados. Todo ello en color vino burdeos y oro. Camisa de seda, rizada, lazo negro. Elegante, joven, esbelto, muy latino. Pero vulgar. Muy vulgar.
Leonor, su esposa, era todo lo contrario de la vulgaridad. Ni por el color del cabello, de un rojo violento, llameante, increíble en una mexicana. Como cobre hilado; ojos de un pardo gris, bellísimos y grandes, rasgados y cuajados de sedosas pestañas rojas, cobrizas. Boca carnosa, sensual, pero delicada de dibujo. Nariz breve, graciosa, respingona. Figura altiva, media estatura, formas suaves, aunque muy femeninas y sugestivas. Ropas sobrias, con profusión de negro, gris y plata; escote acentuado, la única nota liviana en ella. Y valía la pena. Sus senos erguidos, juveniles, vitales, parecían de una escultura clásica, en alabastro puro.
Los Mayzán. Ambos armados. El, con revólver «Colt», negro, de largo cañón, en su cadera derecha. Y cuchillo en la izquierda, dentro de su funda. Ella, con un rifle en sus manos, apoyada en él. El único detalle nada femenino de total apariencia.
—Aquí estamos los dos —habían dicho, al aparecer en la puerta de la cantina—. ¿Qué tiene que decirnos?
Fue él quien habló. Y ella, con una voz ronca, profunda, personalísima, había remachado:
—Somos los Mayzán. Esteban y Leonor Mayzán, señor...
Ahora, Josh parecía pensar en todo eso, mientras contemplaba a los dos, frente a él. Hacía poco tiempo, muy poco, de su primer encuentro frente a frente, en la cantina de Andrés Infante. Se hallaban ahora en el espacio abierto, bajo el fuerte sol matinal, que ya estaba casi vertical, acortando paulatinamente las sombras y aumentando la temperatura del día, hasta un nivel insoportable, que cubría de transpiración los rostros, dándoles aquel brillo húmedo que los hacía parecer grasientos a la cruda luz solar.
Enfrente, un herrero mexicano, mestizo, de blancas ropas flotantes, herraba los caballos de un lujoso carruaje de tiro de cuatro animales, y el repiqueteo de su martillo en el yunque era como un cadencioso, pausado, ritmo bajo el sol.
Josh se sentaba, indolente, en una cerca de tablas mal claveteadas. Frente a él, Esteban Mayzán esperaba a que terminasen la tarea en su carruaje y sus caballos. Ella, Leonor Mayzán, su pelirroja y bellísima esposa, se cubría, con una sombrilla de color gris perla, del fuerte reverbero solar, sentada en el estribo del calesín sin caballos. Estudiando, curiosa, al americano alto, de pelo plateado y expresión inmutable.
—Ahora ya saben lo que quería decirles —habló, calmoso, el americano.
Los Mayzán se miraron entre sí. Esteban carraspeó entre dientes y asintió.
—Sí, entiendo —admitió—. No somos responsables de lo que puedan hacer aquellos que trabajan en nuestra hacienda. Domingo y Garcés quisieron tomarse la justicia por su mano. No puedo reprochárselo tampoco. Destruir a ese tirano sería un bien para Sonora.
—O un gran mal —suspiró Josh, el Gringo.
—¿Por qué un mal, señor? —quiso saber Leonor Mayzán, desde su asiento.
—El presidente del país no estaría muy de acuerdo con el asesinato de su gobernador. Enviaría tropas para sofocar cualquier revuelta. Esto sería una carnicería, señora.
—Pero el tirano habría caído —sentenció Esteban.
—Hay muchos modos de que caiga un tirano, sin recurrir al asesinato. Pero ese problema me tiene sin cuidado. No me he mezclado en la política de este Estado por gusto, sino por simple accidente.
—Entonces, ¿por qué se mete en ello?
—Escuche, Mayzán. Yo cité a ese hombre en Fronteras. El acudió. No porque sea su gusto, sino porque presentía que un hombre que llegaba de Estados Unidos, traía algo que a él le preocupaba.
—¿Qué, exactamente?
—Ese asunto es nuestro, Mayzán. Pero lo que no tolero es que, aprovechándose de mi presencia, alguien pretenda cumplir sus propios designios. Por eso intervine.
—Y dejó lisiado a nuestros dos hombres. Quizá para siempre, amigo.
—Quizá sí. No fue culpa mía, sino de ellos. Me limité a defender al que conversaba conmigo, igual que luego defendí a uno de ellos de ser asesinado.
—Sí, hemos sabido eso. Es usted un tipo extraño, créame. ¿Cuál es su postura aquí?
—Ninguna.
—Eso puede ser peligroso... para usted.
—Lo ha sido desde un principio. Soy un americano. Un gringo, como dicen ustedes. Sólo por eso, debe aborrecerme todo mexicano. Pero maté a los hombres del gobernador, y eso me hace enemigo de Bradwell y de Sterling. Todo un problema. Estoy entre dos fuegos, pero no me quejo. Actúo como mi conciencia me dicta.
—Y todo eso..., ¿por qué? ¿Qué espera ganar?
—Ya se lo dije: es asunto mío.
—¿A discutir con el gobernador solamente? —puntualizó, irónica, Leonor.
—Pues..., sí, señora —sonrió Josh, glacial.
—No tiene sentido práctico. Ofrézcase a Sterling para protegerse con sus armas. Le pagaría como no puede ni soñar.
—Ya me lo ofreció. No busco dinero.
—No busca dinero ni política —se quejó Esteban Mayzán, arrugando su ceño moreno. Meneó la cabeza, desorientado—. Eso sí que lo entiendo menos aún. Sonora está lleno de gente que desea ser rica, poderosa o influyente. Buscan dinero, autoridad o impunidad a algún delito cometido más allá de la frontera. Usted no parece estar en ninguno de esos casos.
—No, en ninguno exactamente, diría yo —rió entre dientes Josh, el Gringo.
—Que me ahorquen si veo claro en usted —refunfuñó Mayzán—. Pero no me disgusta su modo de obrar. Ni su aspecto. Parece noble, honrado... y muy duro. Hace falta gente como usted en Sonora. Yo no puedo ofrecerle ni la décima parte de lo que un Sterling, o sus amigos, los ricos Kelly, le darían por una soldada de un mes o un año. Pero me gustaría tenerle al lado, la verdad.
—Ya le dije que no tengo bando elegido. Actúo como me conviene a mí. Pero hábleme de los Kelly, Mayzán. ¿Son enemigos de ustedes?
—Mortales —suspiró Leonor.
—Mi esposa tiene razón. Al menos, por lo que a ellos respecta. Nos odian. Quisieran vernos aniquilados. Lo harían por sí mismos, si fueran capaces. Pero tenemos bien guardada la hacienda. Tenemos gente armada, aunque no tanta como ellos.
—Los Kelly apoyan al gobernador Sterling, lo sé. ¿Y ustedes?
—A la libertad, se llame como se llame. Incluso prestamos apoyo y protección a un bandido como el general Chihuahua. Es un libertador. Alguna vez arrasará a los tiranos. Hasta entonces, luchamos como un gato panza arriba, amigo.
—Me dijeron que el juez Camargo hizo ejecutar a su familiar, Rudolph Mayzán...
—Es cierto —encajó las mandíbulas Esteban—. Fue obra de los Kelly. Sobre todo, de Stuart, el hermano menor de Lou. Ellos tres y Bradwell son muy buenos amigos.
—Sí, entiendo —suspiró Josh—. Creo que iré a hacerles una visita.
—¿A los Kelly? —se escandalizó Leonor—. Si lo hace, sabiendo ellos que ayudó a los mexicanos locales contra los soldados de Bradwell... son capaces de asesinarle.
—Estaré prevenido contra esa posibilidad, señora.
—¿De qué le serviría estar prevenido, si le tienden una emboscada donde nadie pueda ayudarle?
—Siempre tuve por norma ayudarme yo a mí mismo, sin confiar en nadie más —objetó él, con un encogimiento de hombros—. El día que eso falle, no tendré ocasión de lamentarme. Significará que estaré muerto.
—Cuidado, entonces —Leonor suspiró, poniéndose en pie, al venir el herrero con los caballos ya a punto—. Puede ocurrirle aquí.
—Puede ocurrir en cualquier parte, señora Mayzán —asintió Josh, el Gringo. Se inclinó respetuoso—. Les deseo feliz regreso a casa. Lamento lo ocurrido a sus hombres, pero les recuerdo que fue culpa de ellos. No permitiré que nadie intervenga en mis propios asuntos.
—Lo malo de sus asuntos, amigo, es que tal vez se crucen con demasiados intereses ajenos, en una tierra que, por naturaleza, es hostil a los gringos —le recordó Esteban Mayzán, subiendo al pescante de su vehículo.
—Sí, eso es cierto —convino Josh—. Sólo que yo soy un gringo que no ha venido a Sonora para lucrarse de un vergonzoso estado de cosas.
—Lo sé... —Mayzán le contempló, pensativo—. Me gustaría saber la verdad, a qué ha venido usted aquí... Tal vez entonces pudiera serle útil.
—Tal vez. Es posible que se lo diga en alguna ocasión, pero sólo si mi pacto con el gobernador Sterling llega a fallar.
—Fallará. No se fíe de ese hombre —dijo Leonor, preocupada—. Es el diablo en persona. No es leal a nadie.
—Claro que no lo es. Pero en esta ocasión, se ve obligado a serlo. Hay demasiado en juego y, como todo bribón sin conciencia que ha llegado muy alto, podrá ser un canalla, un ser abominable..., pero no es tonto. Y sabe lo que le conviene.
Tras esas enigmáticas palabras, Esteban Mayzán se encogió de hombros, agitó su brazo, en gesto de despedida, y se alejó, entre una polvareda, con su carruaje tirado por los cuatro caballos al trote.
Leonor Mayzán, desde el pescante, se quedó mirando atrás. Fijos sus hermosos ojos parduzcos en el misterioso americano llegado de Arizona, cuya presencia en Sonora era todo un enigma para todos..., menos para el gobernador Sterling.
El gobernador, en cuyas manos estaba la mayor posibilidad de que dos asesinos fugitivos de la justicia americana, pudieran ser encontrados por el enigmático personaje que había llegado a México en busca suya...
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Lola Benavídez cubrió sus opulencias morenas y apasionadas con un sencillo vestido de tela burda, estampada, que se amoldó a sus prominentes caderas, sus fuertes muslos y sus pechos de bronce, exuberantes y fuertes.
Luego, se incorporó, mirando con ojos turbios a su compañero.
—¿Y ahora, Ken? —preguntó.
Kenneth Barrow pestañeó, mirándola preocupado. Se frotó el barbudo mentón rojizo.
—No sé —dijo con aspereza—. No sé qué hacer, Lola...
Paseó por la estancia, miserable y angosta. Ella se incorporó, dejando caer la tela de saco que cubría, como una burda cortina, el camastro con olor a perfume intenso, al aroma lujurioso de su cuerpo sinuoso y lascivo. Se puso una falda burda, sobre el vestido, por encima de sus piernas de bronce, de muslos poderosos. Caminó descalza, agitando su negra cabellera espesa.
—Tenemos que irnos a alguna parte —dijo ella.
—Sí, claro. Hay que ir a alguna parte. Pero, ¿adónde, cariño?
—Tienes el dinero, ¿no? Es todo lo que necesitamos. Hay dos caballos, armas... y tiempo por delante.
—¿Crees que nos perseguirán, que darán con nosotros... aquí, en Sonora?
—Sólo sé una cosa: ese hombre siempre termina por dar con nosotros.
—Ese hombre... —Ken Barrow apretó los, puños, macizos y nervudos, con los nudillos desiguales, deformados. Apretó también sus mandíbulas hasta chascar sus dientes con ira. Soltó un salivazo a tierra—. ¿Quién es él? ¿Por qué nos persigue?
—No lo sé, Ken —Lola se encogió de hombros, con un centelleo belicoso en sus oscuras pupilas—. Pero lo hace. Siempre viene detrás. Siempre hay un gringo tras nuestros pasos. Y siempre es el mismo. El. Un hombre de pelo blanco, como plata hilada. Un hombre que no tiene expresión, que no altera el gesto, que no habla, que no dice nada. Pero que pregunta por nosotros. Por nosotros, Ken. Y que lleva la muerte en los ojos. Nos sigue. Por todo Arizona. Por todas partes. A través de la frontera, a través de México... Siempre detrás.
—¿Qué le hicimos nosotros, maldito sea él? —aulló Ken Barrow con fría ira en sus claros ojos, pálidos y crueles.
—Siempre se hace algo —suspiró ella, meneando la cabeza. Tiró de una cinta de seda rosa, ciñendo algo el amplio escote sobre los senos enhiestos y vibrantes—. La gente como nosotros siempre hace algo malo a alguien...
—¡Ese hombre no es familia de nadie! —rugió con enfado Ken—. ¡Ni siquiera amigo de ningún tipo a quien hayamos liquidado, amor! Lo sé, me consta... Lo averigüé bien... A no ser...
—A no ser que él lo oculte a todos —repuso ella suavemente. Meneó la cabeza, en sentido suavemente afirmativo—. Pudo ser así, Ken. Lo importante es que nos sigue. Debemos irnos. A Chihuahua, a cualquier parte. A México, la capital...
—Sí, debéis iros —masculló la voz tras la otra cortina de saco que formaba como una pared débil y absurda con su cuartucho—. Y cuanto antes mejor.
Se revolvió sobresaltado, Ken desenfundando su negro revólver de interminable cañón, un viejo «Colt» Frontier, calibre 45, que amartilló con celeridad. La celeridad de quien está habituado a tenerlo que hacer inesperadamente. Con desesperación casi. Con angustia.
—Oh, cielos... —masculló con ira. Volvió a enfundar, con un juramento soez—. Ya ni siquiera la voz de mi futuro cuñado la identifico. Perdona, Cristóbal...
—No tiene importancia —Cristo Benavídez, hermano de Lola, sonrió meneando la cabeza melenuda, negra, El rostro, muy moreno, de mestizo mexicano e indio, reflejó ansiedad—. Largaos hoy mismo, Ken. Cuanto antes.
—¿Ya te estorbamos tanto aquí— dijo él, sarcástico.
—No digas tonterías. Cristo Benavídez no es de ésos, y vosotros lo sabéis.
—Entonces..., ¿ocurre algo? —le miró fijamente.
—Sí —afirmó Cristo—. Ocurre algo, Ken.
—¿Qué es ello, hermano? —preguntó Lola con avidez, moviéndose hacia él y aferrando sus brazos fuertemente.
—Estuve en el pueblo. En Fronteras. Las cosas andan agitadas allá, desde hace dos días.
—¿Por qué?
—Se sublevaron contra el gobernador Sterling. Hay jaleo. La gente lleva armas, y se teme que Sterling haya telegrafiado a la capital del Estado, pidiendo refuerzos militares para arrasar la población.
—Eso no nos incumbe —rezongó Ken Barrow—. El gobernador no se mete con la gente como nosotros.
Sonora es buen sitio para los que huimos de Estados Unidos, tú lo sabes.
—Claro. No me refería a eso. Todo el lío lo armó un hombre. Un forastero.
—¿Un forastero? —Ken y Lola se miraron, inquietos—. ¿Qué clase de forastero?
—Un gringo. Mató a varios hombres del gobernador. Pero tampoco está contra él o con el pueblo. No quiere saber nada con nadie. Sólo va a lo suyo.
—Y..., ¿qué es lo suyo? —indagó Lola, tensa.
—Busca a alguien —Cristo Benavídez les miró, pensativo—. Viene de más allá de la frontera buscando a alguien... Pensé que podía ser a vosotros dos, hermana.
—Cielos... —tembló ella, parapetándose contra el pecho de Barrow.
—Dicen que ha pactado con el gobernador, a cambio de algo. Es un hombre extraño. Alto delgado, sin expresión...
—Con la muerte en los ojos verdes y el pelo blanco como la nieve o la plata —remachó ella, sombríamente.
—Sí, eso es —Benavídez miró a su hermana, ceñudo. Asintió despacio—. Veo que sois vosotros dos. Largaos pronto. No lo he visto. Pero aseguran que logra cuanto se propone. Le temen o le respetan.
—Es él —habló Barrow con acritud, ronca su voz—. Maldito sea... Vamos, Lola. Hay que largarse de aquí. Cuanto antes.
—El teniente Bradwell anda batiendo la zona con sus hombres —explicó Benavídez—. Busca también algo. O a alguien. Pudiera ser a vosotros. Ese sería parte del pacto entre el gringo y el gobernador.
—Sí, entiendo —afirmó Barrow. Recogió su manta, su rifle, su lazo enrollado. Miró a Lola—. En marcha.
—Id lo más lejos posible. Más adelante, cuando esto se olvide y el forastero ya no esté merodeando por aquí, podréis volver los dos —abrazó a su hermana fuertemente—. Cuídate, Lola, cariño.
—Sí, Cristo, no temas por mí —suspiró ella, besándole, Luego, echó a andar hacia la salida, siguiendo a Barrow—. Nos volveremos a ver, hermano. Ken, no olvides darle a mi hermano lo prometido. Gracias a él hemos vivido estas semanas tranquilos.
—Oh, claro —asintió él, pensativo—. Sube al caballo. Me reuniré contigo enseguida...
Lola subió a su montura, allá fuera. Se movió bajo el sol. El otro caballo, ensillado previamente por su hermano, aguardaba a Ken.
Este entró en otro cuartucho de la miserable casa, con Cristóbal Benavídez. Los dos hombres se contemplaron en silencio un momento. El sol entraba por un angosto ventanillo y caía sobre la mesa, donde aparecían tortas de maíz, carne en salazón y una botella de tequila.
—Bueno, dame el dinero —masculló Ken—. Y recoge tu parte.
—¿La mitad, como me ofreciste al venir a pedirme cobijo con Lola? —humedeció sus labios Cristo Benavídez.
—Sí, claro —afirmó Ken Barrow—. La mitad. No hubieras hecho esto por menos, ¿verdad?
—Bueno, soy pobre. Y os di cuanto tengo. Corrí riesgos. Es justo que, ya que te pagaron tu dinero, yo vea algo de ello —se encogió de hombros—. Sabe Dios cuándo podré recibir una suma parecida.
—Aun así, he reflexionado estos días. Cinco mil es mucho dinero para ti, Cristo.
—Cuando veníais cansados, tú herido, hambriento, buscando refugio, te pareció justo.
—Eso era entonces. Yo te podría dar ahora... mil dólares. Es una suma respetable.
Cristo Benavídez se había agachado ante su camastro para sacar algo. En vez de mover el colchón de paja, como esperaba él, levantó unos ladrillos cocidos de la pared, tras el camastro, sacando la bolsa de cuero con los billetes enrollados dentro. Meneó negativamente la cabeza Benavídez.
—Es poco —dijo—. No estaría bien. Se lo diré a Lola. Ella me dará mi parte, tú lo verás, Ken. Sin regatearme nada, seguro. Incluso he venido a advertiros de la presencia de ese gringo, y todavía tú...
—Está bien, no discutamos —le miró con ira. Recogió la bolsa—. Serías capaz de delatarnos a ese gringo, si no tapara bien tu sucia boca con dinero.
—No, Ken. No soy de tu ralea, aunque la miseria me haya hecho egoísta —rechazó Benavídez tristemente—. Nunca os delataría a Lola y a ti...
—Claro. Con cinco mil en tu mano, tal vez no. Pero te embriagarías, charlarías demasiado en la cantina... —Ken había abierto la bolsa, empezando a contar billetes. Cristo sé inclinó hacia él, ávido, extendiendo sus manos temblorosas de codicia. Rápido, añadió el forajido—: Esto será más seguro, Cristo. Y estarás bien pagado...
Fue muy veloz. Soltó la bolsa en la mesa. Y los billetes. Empuñó con su zurda el ancho cuchillo de caza de su cintura. Cristo Benavídez estaba inclinado hacia él, sobre la mesa.
Fue fácil sepultarle hasta la cruz misma de la empuñadura la hoja de acero en la nuca, entre sus vértebras, con un golpe seco, de durísimo impulso preciso. Lo había hecho otras veces. No le fallaron esos impactos.
Cristo Benavídez se estremeció. Balbució algo, con horror. Sus ojos dilatados miraron al asesino, al amante de su propia hermana. Quiso gritar, hablar, moverse. No pudo. Cayó de bruces en la mesa, arrastrando billetes que salpicó la sangre que, dificultosamente, brotaba por los filos de la herida y que, al retirar Ken su cuchillo del profundo tajo, manó gorgoteante, hirviendo copiosa, invadiéndolo todo.
Sereno, frío, Ken Barrow recuperó su dinero, que guardó en la bolsa. Metió la mitad del dinero en el interior de la bota. Limpió el cuchillo en una manta, y lo enfundó. Al salir, Cristo Benavídez era un cadáver encogido, abatido junto a la mesa, con una botella de tequila quebrada junto a su rostro petrificado, de ojos dilatados y vidriosos.
—Adiós, hermano —dijo cordialmente Ken, ya en la salida, agitando su mano al interior, donde nadie podía atender su despedida—. No, no necesitas salir. Cuenta tu dinero, Cristo. Nos veremos otra vez, muchacho... Suerte.
Salió. Lola le había oído hablar. Sonreía, bien ajena al crimen acaecido. Ken subió a su silla, sin revelar emoción alguna. Sus manos no temblaban.
—¿En marcha, Ken? —musitó la mestiza.
—En marcha, cariño —rió Barrow, satisfecho—. Tu hermano es feliz ahora. Nunca le vi tan contento...
—Es lógico. Nos ayudó, y se merece ese dinero —miró a la casucha perdida en el yermo—. Pronto volveremos para verle, ¿verdad?
—Sí, muy pronto —asintió Barrow, sonriente.
Y se alejaron a galope, siempre en dirección al sur.

CAPITULO VII

—Muerto... Le dieron una buena cuchillada, Gringo.
Asintió despacio Josh, el Gringo. Contempló el cuartucho en derredor. Recogió dos billetes del suelo. Eran de veinte dólares. Empapados en sangre. Sangre de Cristo Benavídez.
—Hubo dinero por medio —comentó. Y llegó hasta el camastro. Otro billete arrugado, salpicado de sangre, apareció junto al jergón de paja. Vio los ladrillos de adobe, arrancados del muro. Observó el hueco interior, al descubierto—. Dinero escondido. Ese dinero le costó la vida a Benavídez.
—Es raro —comentó Kansas Bradwell, frotándose el mentón con el cañón de su «Colt»—. Si estuvieron aquí, sería encubiertos por él. Era hermano de Lola. No sé que la traicionara jamás. Ni a ella, ni a Barrow. Cristo era un borrachín y un miserable, pero también un hermano amante. No entiendo lo que pasó.
—Yo lo imagino—suspiró Josh—. Dinero por medio. Tenían que pagar la ayuda. Lola estaría de acuerdo. Ken Barrow, no. Y pagó a su modo. Como él sabe hacerlo.
—¿Con la complicidad de la hermana? —dudó Bradwell.
—Tal vez, no. Ella pudo ignorarlo, quedarse fuera —se encogió de hombros—. De todos modos, poco importa. No busco a Cristo Benavídez, sino a su hermana. Y al hombre que va con ella.
—Ya ve que mis informes eran buenos, Gringo —habló Bradwell—. Pero llegamos tarde.
—Sí, casi siempre se llega tarde —comentó entre dientes Josh—. Hasta que un día, uno llega a tiempo... y todo termina.
Hubo un silencio, Salió de la estancia. Dos soldados de Sterling, fusil en ristre, guardaban la salida. Josh contempló el sol que descendía hacia el horizonte. Se frotó el mentón.
«Demasiado fácil —se dijo—. Me temía algo así... Ellos saben que estoy aquí. Huyeron otra vez. Dejando sangre y muerte detrás. Como siempre.»
—Me gustaría saber por qué los persigue —habló la voz de Bradwell tras él—. ¿Seguro que no es usted un rural, un policía o un alguacil americano?
—Seguro que no —rechazó él, seco—. Ya se lo dije antes.
—Tendrá una fuerte cuenta pendiente con ese Barrow, para seguirle implacablemente.
—La tengo, sí.
—Personalmente, Barrow me cae bien —rió entre dientes Bradwell—. Fuimos amigos una vez, en Arizona. Casi nos matamos los dos, pero me cae bien.
—Seguro —masculló Josh—. Son de la misma ralea ambos. Pistoleros, asesinos, forajidos de la peor calaña, Bradwell.
—Cuidado —jadeó el oficial—. Aquí soy el teniente Bradwell. Un militar, no un bandido. No me insulte, Gringo.
—No diga tonterías. Le llamo lo que es. Eso no es un insulto.
—¿Se ha dado cuenta de que podría matarle? —rió Bradwell de repente, a sus espaldas.
Había amartillado súbitamente su «Colt». Se volvió lentamente Josh. Los dos soldados le estudiaban, hostiles, con una sonrisa insultante. El arma de Bradwell le encañonaba.
—No me gustan esas bromas —silabeó Josh, brillando al sol su pelo blanco, largo y liso, en contraste con su oscura piel curtida.
—Imagine que no es broma —adelantó Kansas Bradwell, la mano armada, con malévola expresión—. Estamos solos aquí. Puedo dar orden de disparar a mis hombres. O hacerlo yo. Esta vez no engañará a nadie con el truco de su pistolita escondida en la manga. Si mueve un solo de sus brazos una simple pulgada, le coso a tiros antes de que pueda hacer nada.
—¿No bromeas, Bradwell? —preguntó él, tenso.
—Pudiera ser que no —rió Bradwell, irónico. Y sus dos soldados rieron con él—. Usted no me cae bien, Josh, y lo sabe. Me huelo que es pájaro de mal agüero para mí. Me gustaría verle tan muerto como a ese pobre infeliz mestizo, Cristóbal Benavídez.
—Seguro que le gustaría. ¿Va a hacerlo, o solamente fanfarronea un poco?
—¿Usted qué cree? —la voz maligna, sibilante, del oficial de Sterling, sonó acerada, inquietante, enigmática.
—Es capaz de todo lo peor, como el propio Barrow. Pero le detiene el miedo a su jefe. El gobernador pactó conmigo, y le ha ordenado ayudarme. Eso le frena. ¿Qué explicación le daría sobre mi muerte?
—Ya se me ocurriría algo. Diría que vimos huir a Barrow. Que usted fue reconocido por él, que hubo disparos... y usted cayó. Convincente, ¿no? —agitó el arma, amenazadoramente—. Tan convincente, que estoy persuadido de que esto va a ser lo mejor.
—Será un error —silabeó Josh, frío e inexpresivo.
—Deje que corra el riesgo. Usted no vivirá para contarlo, si yo disparo este revólver. Mis hombres serán unos testigos fieles a su jefe. No revelarán nada a nadie.
—Seguro, patrón —afirmó uno, con su mexicano cadencioso—. Mate al gringo en buena hora y santas pascuas. Eso será una buena cosa. Yo soy sordo, mudo y ciego.
—Lo mismito que yo, jefe —convino el segundo soldado—. El gringo me cae gordo. Ande no más, y ventílele un poco la cabeza con un par de agujeros...
—Ya ha oído, Gringo —suspiró Bradwell, moviendo la cabeza con una mueca burlona—. Son los consejos que recibo. Creo que debo seguirlos de una vez, amigo...
Y adelantó el arma un poco más. Daba la impresión de que iba a disparar de un momento a otro. Josh, el Gringo, no quitaba sus verdes ojos taladrantes del rostro del teniente de las tropas arbitrarias del gobernador Sterling.
Nada pareció moverse en Josh. Todo era como una imagen petrificada bajo el sol de la tarde, en el páramo donde se alzaba la casucha de Benavídez, con su cadáver allí dentro, rígido y frío.
Sin embargo, la pierna derecha de Josh, el Gringo, se había movido levemente, un instante antes de que sucediera. Bradwell sólo se preocupaba de los brazos inmóviles de su rival. Mover las piernas era señal de nerviosismo o de incomodidad, eso era todo. La distancia entre ambos era demasiado grande para temer un puntapié o un golpe con la bota del americano.
Por eso, cuando Josh agitó su pierna, alzándola con seco impulso, Bradwell siguió calmado, tranquilo, incluso sonriente. Un momento después, hacía fuego, pero ya era tarde, y la bala se perdía por encima del cuerpo súbitamente agazapado de Josh.
El americano contempló, impávido, la espuela de acero, hincada profundamente en la mano armada de Bradwell. Este soltó su «Colt» humeante, sintiendo correr la sangre y el dolor por sus dedos. La estrella de acero rotatorio de la espuela, se hundía, profunda, en su carne, desgarrándola.
—¿Qué mil diablos...? —masculló uno de los soldados mexicanos, bajando su fusil.
Josh disparó dos veces, violenta y secamente. Un fusil voló de manos de su dueño. El otro se quedó con la bayoneta partida en dos, al recibir un potente proyectil de calibre 45 en la hoja de acero.
—Pude haber matado a los tres ahora —jadeó Josh, con uno de sus dos «Colt» en la mano, humeando, y amartillado de nuevo—. Pero no lo hice, por si todo era una broma, Bradwell.
—Su espuela... —jadeó el teniente, lívido, apretando los labios con ira y dolor—. Me ha destrozado la mano...
—Eso le enseñará a no bromear con ciertas cosas —dijo heladamente Josh—. Aunque dudo que todo fuese una broma...
—¿Cómo lo hizo? Sus espuelas van sujetas, no pueden dipararse así...
—Ya ha visto que sí pueden dispararse. Basta que mi otro pie deje libre el cierre de seguridad de la trabilla. Entonces solamente la frena un cierre de muelle que la dispara como un proyectil, a poco impulso que dé a mi pierna. Es un juego, una diversión inventada por un comerciante de Tucson. Le compré su única pieza fabricada, a buen precio. Dijo que era una idea, un truco muy eficaz, cuando uno no tiene otro arma a mano. Acertó. Hoy he podido comprobarlo.
—Es usted el diablo en persona, Gringo...
—Soy solamente un hombre que no se fía de nadie, Bradwell.
—Alguna vez se le terminarán sus trucos malditos.
—Todavía conservo algún otro, que, naturalmente, no le revelo —sonrió el americano con ironía—. Ahora, será mejor que volvamos a Fronteras, teniente...
—¿Va a contarle lo sucedido al gobernador? —los ojos del pistolero venido a soldado, brillaron inquietos—. Solamente era una broma para verle asustado, y usted se la tomó a mal. Al sentirme herido, se disparó el arma, es todo. Lo juro.
—Su juramento no vale gran cosa, Bradwell. Pero quiero creerle. Es posible que no diga nada aún, sobre su comportamiento, al gobernador Sterling. Pero a cambio de eso, deberá ayudarme... y sin trucos ni nuevas bromas de ese tipo. ¿Convenido?
—Convenido —dijo, de mala gana, Bradwell—. ¿Qué quiere que haga ahora en su favor?
—Primero, vendarse esa mano. Sangra como un cerdo, Bradwell. Después, decirme dónde pudieron recibir dinero en billetes de veinte dólares Ken Barrow y Lola Benavídez, al llegar a Sonora.
—¿Cómo diablos puedo saber yo eso? Tal vez lo traían ya desde Arizona. Son dólares americanos, ¿no?
—México está lleno de moneda americana, y usted lo sabe. Me consta que no traían un solo dólar consigo. En la frontera tuvieron que robar caballos y comida, arma en mano. Hay testigos en Nogales y en Tombstone de que no llevaban más de unas monedas de plata, mucho hambre y necesidad. Aquí, de repente, reúnen dinero. Usted algo habrá oído. Barrow no habrá estado siempre escondido, teniendo como tenía, al ser americano y fugitivo de la ley, la protección tácita del generoso gobernador Rubén Sterling...
—Bueno, oí decir que se les veía por el rancho Kelly a veces, trabajando para los dueños de la hacienda —refunfuñó Bradwell—. Nunca lo comprobé, pero allí no ganarían mucho.
—No, claro. Si se trabaja honestamente, siempre se gana poco. Pero hay trabajos sucios, que reportan dinero. Y de eso, los Kelly puede que sepan algo. Al menos, valdrá la pena probarlo…

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—He oído hablar de usted —afirmó fríamente Lou Kelly—. Lleva sólo tres días en Fronteras, pero es como si llevara tres meses. Mucha gente habla del gringo de pelo blanco.
—No me halaga demasiado —replicó él—. No me gusta ser popular en ninguna parte.
—Lo es, aun contra su deseo —le invitó a entrar—. ¿A qué debo este honor?
Josh contempló fríamente a su anfitrión. Caminó hacia el porche de la hacienda. A su alrededor, caballos y reses en movimiento, hablaban de actividad y de riqueza ganadera. Algo más allá, una mujer rubia domaba un potro, en una cerca. Lou siguió su ojeada hasta la amazona.
—Es Judy, mi esposa —explicó—. Le gusta ese juego. Monta a caballo mejor que muchos hombres. Sabe domar potros. Y hombres. Hasta me domó a mí...
Rió su propia gracia. Josh no dijo nada. Había observado la arrogancia de la rubia dama, su modo de montar, su bella figura esbelta, sus bonitas piernas, enfundadas en un pantalón vaquero. Demasiado bella y atractiva, demasiado elegante y altiva para un hombretón tosco y rudo, como aquel pelirrojo Lou Kelly, de facciones ásperas y ojos desconfiados.
—Yo no he venido a hablar de mujeres —dijo Josh, de repente—. Al menos, no de su esposa, Kelly, sino de otra mujer: Lola Benavídez.
—¿Lola Benavídez? —se frunció el rojo ceño de Kelly—. ¿Quién es ella?
—Trabajó en su hacienda, creo. Con su amante, Ken Barrow, un fuera de la ley de Estados Unidos.
—Oh, ésos dos. Ya recuerdo. Estuvieron poco aquí. No me gustaban mucho ninguno de los dos. Mala gente. Los despedí, tras un par de semanas a prueba.
—No les pagaría mucho por ese tiempo.
—No mucho, claro —le miró, pensativo—. ¿Por qué me pregunta eso? ¿Hicieron algo malo?
Han hecho muchas cosas malas, los dos. En Sonora y en otros sitios. El asesinó al hermano de Lola, a un tal Cristo Benavídez.
—Le conocía —pestañeó Kelly—. Un vaquero desocupado. Borracho, haragán... ¿Por qué le mató?
—Por dinero. Bastante dinero, sin duda, para justificar un crimen. Por eso le pregunté si usted le había contratado y le pagó bien.
—De aquí no se llevó más de quince o veinte dólares cada uno. Eso no justifica un crimen. ¿O tal vez sí?
—No, no creo. Hay más dinero por medio, aunque no sé cuánto.
—Tal vez lo robaron.
—Tal vez. Pero nadie denunció un robo. ¿Ustedes echaron algo en falta?
—No. No se hubieran atrevido tampoco —rió Lou—. Yo impongo mi propia ley aquí. Si un tipo me roba o me engaña, le juzgo a mi modo. Si es culpable, le hago ahorcar. Nadie me lo censura.
—Claro. Para eso es buen amigo de Sterling, tiene influencia sobre Bradwell... Su posición en Fronteras es privilegiada, Kelly. Muy distinta a la de los Mayzán, ¿no?
—Esos cerdos mexicanos... —jadeó Lou Kelly, apretando las mandíbulas, reflejando odio y cólera en sus ojos acerados—. Usted y yo somos yanquis, amigo. Entenderá lo que pienso de gentuza como los Mayzán.
—No, no lo entiendo. Para mí, un mexicano y yo, somos iguales. Como un indio y un mestizo, un negro o un chino. Nada nos hace mejores o peores, salvo nosotros mismos y nuestros instintos, Kelly. Yo siempre sostuve que en todas partes hay gente buena y mala. No es cuestión de razas, pueblos, lenguas o color de piel.
—Es su modo de pensar. Yo tengo otro. Los Mayzán quisieran ver muerto a Sterling. Y hundida mi hacienda.
—Mucha gente aquí desea eso, sin ser los Mayzán —rió acremente Josh—. Yo mismo no les tengo mucha simpatía. He visto cosas repugnantes hechas por Bradwell, por el gobernador y sus esbirros. Pero vine a mis propios asuntos, no a meterme en los ajenos. Y me conviene ser amigo de Sterling, como a él puede convenirle serlo mío.
—Sí, hablé con el gobernador de usted. Parece que tienen negocios en común... ¿Cómo lo hizo? Sterling no es fácil de manejar, amigo.
—Tampoco yo —cortó Josh, incisivo. Sacudió la cabeza—. Me voy, Kelly.
—¿Tan pronto? Quédese a cenar. Judy cocina muy bien, y...
—No, gracias —rechazó Josh, el Gringo—. Otro día puede que sí. Solamente vine a conocerles a ustedes. A saber cómo son los Kelly, en realidad. Y si ustedes pudieron pagar a Ken Barrow y a Lola Benavídez por algo sucio y poco recomendable.
—¿Qué impresión sacó, al fin? —sonrió Kelly.
—Que serían capaces de ello —suspiró Josh—. Pero que no puedo estar seguro de que lo hicieran. Aquello por lo que Barrow cobró, es demasiado sucio. Y debió valerle mucho dinero, sin duda. Si supiera que usted, Lou Kelly, fue quien lo hizo, también yo actuaría conforme a mi propia ley, no lo dude.
Saludó, caminando hacia la salida de la hacienda. Se cruzó con la rubia y hermosa Judy Kelly, que le contempló, altanera, sobre una sonrisa fría e inteligente.
—Parece muy arrogante —dijo—. Oí hablar de usted a varias personas ya, yanqui. Pero veo que es más belicoso aún de lo que dicen, Lou, ¿es que ahora permitimos que se nos insulte o desafíe en nuestra propia casa?
—Deja que hable a su gusto —cortó Lou, tajante—. Tiene negocios con Sterling, y eso le hace un hombre importante... de momento. En cualquier momento, puede caer en desgracia. Y entonces, querida, el altivo señor americano, de nombre desconocido, podría terminar sus días ante un piquete de ejecución o colgado de una soga...
—Conozco los riesgos que corro, Kelly —sonrió Josh, heladamente. Luego, se inclinó, cortés, ante la dama rubia, vestida de vaquero, jadeante aún por el esfuerzo hecho en la doma del potro, y acaso también algo por su arrogancia malparada ante el visitante del pelo plateado. Añadió, incisivo—: De todos modos, le pido disculpas, señora, si le molestó mi tono. No trato de ofender a nadie, sino de encontrar a unos asesinos.
—¿Alguna cuenta pendiente de su país, yanqui? —preguntó su compatriota de rubia cabellera y femenina altivez.
—Algo así, señora —convino Josh, caminando hacia la salida del rancho—. Buenas noches, y disculpen. Si soy bien recibido en otra ocasión, posiblemente pruebe su excelentes guisos, señora. Siempre que quiera concederme ese honor, por supuesto...
Se alejó, montado en su caballo blanco, de nevada crin. Judy Kelly le miró, con ojos fulgurantes. Su seno joven y erguido se agitaba con su respiración.
—Es un hombre peligroso —musitó.
—Muy peligroso, sí —convino su marido, pensativo, pasando un brazo sobre los hombros de ella.
—Me pregunto si Sterling sabrá lo que hace, al tener tratos con él...
—Sus motivos tendrá. El gobernador nunca hace nada por nada. Esperemos, querida. ¿Qué quería exactamente?
—Preguntaba por esa pareja: Ken Barrow y Lola Benavídez.
Judy le miró, con profunda expresión de inquietud.
—Ellos... ¿Se marcharon ya de esta región, tal vez?
—Parece que mataron a Cristo, el hermano de ella. Y sabe que hay dinero por medio. Bastante dinero.
—Ya —Judy humedeció sus labios, pensativa—. ¿Sabes una cosa? Empiezo a tener miedo, Lou.
—No temas nada. Aún no ha encontrado a esos dos. Y aunque así ocurra... siempre seré yo el más fuerte, Judy. Siempre...
Y la apretó con fuerza, como para reforzar esa afirmación rotunda, que ella aceptó en silencio.

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Josh, el Gringo, se detuvo.
Olfateó el aire del anochecer, azul oscuro y levemente frío. Como siempre sucede en los páramos, el calor ardiente del día era sustituido ahora por una brisa seca y helada, del desierto. Había luna menguante. No era ya redonda ni amarilla, sino pequeña, blanca distante y fría.
El aire olía a artemisas, a tierra con resol, y a flores silvestres. También a peligro. A muerte.
Esa clase de olores solamente era asequible a ciertas personas. A gente como él, familiarizada con el aroma indefinible de la violencia y del riesgo. Era algo que se intuía, que flotaba en el ambiente, pese a su aparente calma.
Escudriñó en torno. Luego, rápido, se tiró de la silla de su blanca montura.
Muy a tiempo. Muy oportuno.
El estampido de los rifles fue simultáneo a su caída vertiginosa. Hubo algunas llamaradas, cosa de tres o cuatro, entre las siluetas rígidas y erguidas de los cactus gigantes.
El caballo emitió un relincho agudo, alejándose al galope, como un blanco fantasma plateado en la noche de luna menguante. Hubo un soplo de brisa que agitó la figura tendida en tierra. Josh no se movió. Estaba de bruces. Había dado la impresión de caer cuando estallaba el tiroteo, recibiendo las balas en su cuerpo.
Al menos, eso debieron pensar sus parapetados, ocultos enemigos. Tras un silencio tenso, emergieron dos figuras oscuras tras un cactus altísimo. Hicieron fuego dos veces más, con sus rifles. Josh sintió las balas. Una rasgó la piel de su bota. Otra, levantó polvo y piedrecillas junto a su cabeza, tras agujerear el ala del sombrero que tapaba su faz.
Se limitó a permanecer quieto, con los ojos entornados, casi cerrados, a ras del suelo, viendo venir hacia él las figuras erguidas, con los rifles en ristre. Ya no eran dos, sino cuatro. Dos delante; dos detrás. Todos de uniforme. Verde oliva. Sin galones, salvo en un caso. Recordó a Bruno Bautista, cuando agonizaba Clem Calder, el federal americano.
Otro sargento. Recordó asimismo al personal de Bradwell. El sargento navajo Muzquiz. No había otro. Un mestizo indio-mexicano, peligroso y solapado. Dirigía al grupo. Oyó su voz de charro:
—Vamos, cuates. Liquidamos al sucio gringo del pelo canoso. Es pura carroña ahora. Rematemos al tipo, para no dejar dudas. Luego lo entregaremos al teniente, para que pueda celebrarlo con champaña del caro. Adelante con cuidado. Dice que tiene trucos. Muchos trucos. Si se mueve, disparad. Si no se mueve, también. Cosedlo a tiros. Es la orden.
—Claro, sargento —afirmó uno de los soldados rasos—. No hay cuidado con él. Está listo ya el asqueroso gringo, palabra. Lo dejaremos hecho un colador, por mi madrecita.
Estaban bastante cerca. A tiro de revólver, ciertamente. Se disponían a descerrajarle una serie de balazos a aquella distancia. Cuando le vieran hecho una criba, se acercarían más, para recoger sus sangrantes restos.
No les dio ese placer. Ya era tiempo de hacer algo. Y lo hizo.
No precisó moverse un ápice. Había caído con la posición justa, medida. De bruces sobre sus dos brazos. Y con los «Colt» en ambas manos. Amartillados al caer. A punto de hacer fuego, alzados levemente a ras del suelo, por debajo de su torso.
Empezó a apretar los gatillos. Sin reposo. Un doble disparo, otro, otro, otro...
Ocho balas en menos de tres segundos. Dos revólveres llameando, iluminando espasmódica, violentamente, su rostro crispado, inexpresivo, con los fogonazos cárdenos, virulentos. Atronando el aire, retumbando en sus oídos hasta ensordecerle, quemando sus manos y su mentón con la pólvora, acre y caliente.
Uno, dos, tres, cuatro... Cuatro cuerpos humanos iniciando una danza siniestra y fúnebre. Tres soldados y un sargento, rebotando entre cactus y mesquites, cayendo dando volteretas sobre las piedras, gimiendo o aullando, jurando o maldiciendo. Todo en medio de un caos de sangre, de borbotones violentos, de hirviente hemorragia por las heridas que abría el plomo en la carne humana, cribada a mansalva.
La hecatombe, el alud de muerte sobre los soldados de uniforme verde oliva. Ocho estruendos, ocho balas, ocho llamaradas. Humo maloliente. Sangre caliente y de agrio aroma en la brisa de la noche. Cuerpos estremeciéndose, ya en la agonía, sobre la tierra reseca, aún tibia por el sol diurno.
Se levantó despacio la altísima figura del hombre de pelo blanco. Los verdes ojos se fijaron en los cuerpos. Caminó hasta ellos. Cuando llegó, eran cuatro cadáveres nada más. Sin un soplo de vida. Contemplando, asombrados, petrificados, el cielo estrellado de Sonora, con ojos desorbitados y vidriosos. La sangre corría copiosa, manchando ropas y tierra.
—Asunto concluido —dijo Josh duramente, entre dientes. Pensó en Kansas Bradwell—. Al menos, por el momento...

CAPITULO VIII

—¿Por qué prefirió mi cocina a la de Judy Kelly? Ella tiene fama de ser extraordinaria en esta materia, Josh...
—Tal vez porque los Kelly no me sean simpáticos. Prefiero una cocina sencilla, pulcra y sabrosa como la suya, señora Mayzán.
—Puede llamarme Leonor —dijo ella, halagada. Sonrió a su marido—. Esteban, ¿más café?
—Sí, por favor. Para los dos —asintió él—. Y saca el brandy. Invitaremos a nuestro amigo a una copa. Es un viejo brandy francés, Josh. Algo especial. Pero recibirle a usted en nuestra hacienda, también es especial. Sobre todo, habiendo rechazado la invitación de los Kelly.
—Les agradezco todo —suspiró Josh, echándose atrás en el asiento—. La verdad es que el ataque me quitó algo el apetito, pero lo pude recuperar gracias a su esposa, Mayzán. No sé cómo guisará la señora Kelly, pero a mí me gusta la cocina sencilla y sin complicaciones. Y, sobre todo, la buena fe de las personas.
—Sí, entiendo. Leonor es una gran chica, aunque no sea un genio de la cocina como Judy Kelly —rió Esteban Mayzán. Contempló a su visitante e invitado, través del humo de su pipa de madera de cedro, mientras Josh fumaba lentamente el cigarro delgado, de aroma a Virginia—. ¿Qué cree que va a ocurrir ahora, amigo mío?
—Me gustaría saberlo —suspiró Josh—. Bradwell se pondrá furioso, pero también yo lo estoy. Oí claramente a su subordinado, el sargento Navajo Muzquiz. Fue orden del propio Bradwell. Quería liquidarme.
—Creí que el gobernador Sterling respetaba su vida.
—Tal vez haya cambiado de idea. O todo sea cosa personal de Bradwell. Si es así, va a costarle caro. Esta vez no era broma. Los cuatro cadáveres expuestos en Fronteras así lo atestiguan.
—Aquí las noticias vuelan. Bradwell debe saberlo ya. Y posiblemente, Sterling también.
—Entonces, veremos por dónde sale cada uno de ellos.
—Me admira su sangre fría —masculló Mayzán, inclinándose hacia él—. ¿No siente miedo?
—¿Miedo? —Josh rió entre dientes, sin alterar su rostro—. No, nunca lo sentí. Lo más que uno puede perder, es la vida. No tiene tanta importancia perderla, sobre todo cuando se arriesga con frecuencia. Termina uno habituándose a la idea. No siempre se gana.
—Lo malo de ese juego es que sólo se pierde una vez: cuando a uno le liquidan, Josh.
—Hasta ahora, eso no ocurrió. Espero que siga la buena racha, Mayzán.
—Yo desearía que así fuese —le contempló, intrigado, con admiración evidente. Leonor inclinó su hermosa cabeza de roja melena. Sonrió a Josh y a su marido, al servir dos copas de ambarino licor aromático—. Gracias,
Leonor, cariño. Si quieres retirarte a descansar, puedes hacerlo. Yo recogeré todo esto. Mañana puedes limpiar las cosas y...
—Estaba cansada antes, pero no ahora —rió ella suavemente. Se sentó ante los dos—. Creo que un hombre como usted, Josh, enerva a uno, y le quita hasta la pereza o el sueño.
—Sí, dicen que soy pura vitalidad —rió el gringo huecamente—. Pero no haga demasiado caso. Tengo la mala fortuna de que la gente hable siempre demasiado de mí, Leonor. No soy tan especial como dicen.
—Tiene que serlo, para llevar en jaque a todos, incluidos el gobernador y el teniente.
—Y los que persigue, Leonor —le recordó, reflexivo, su esposo—. Esa pareja de criminales que nos citó antes... ¿Dijo que eran Ken Barrow y Lola Benavídez?
—Sí, eso dije —asintió Josh, pensativo—. Ahora no sé dónde hallarlos. Pero mi destino es perseguirles. Lo seguirá haciendo, incansable.
Afuera, hubo ladridos de perros en la noche. Leonor miró, inquieta, a su esposo. El enarcó las cejas, preocupado. Se puso en pie, dejando colgar su pipa de los dientes. Caminó hasta un rifle colgado del muro. Josh tocó mecánicamente su revólver.
—No, deje —cortó Mayzán—. Yo saldré a hacer la ronda. Los perros ladran a veces sin motivo. Pero otras veces, no. Hay gente armada que vigila mi hacienda. No tema nada, Josh. Saboree el brandy. Estoy de vuelta enseguida.
Se quedaron solos él y Leonor. Se miraron un instante. Josh desvió su verde mirada hacia el licor. Probó un sorbo. Era un brandy muy viejo y aromático. Chascó la lengua.
—Está muy bien —dijo—. Le felicito. Excelente licor.
—Josh, usted oculta siempre algo, ¿verdad? —preguntó Leonor, de repente.
El la miró. Enarcó las cejas. La luz del quinqué, colgado sobre la mesa, hacía centellear la plata hilada de su caballo.
—¿Ocultar? —indagó—. ¿A qué se refiere, Leonor?
—Eso quisiera saber. La primera vez que nos vimos, cuando nuestros hombres cometieron el error de atacar a Sterling en su presencia, no quiso revelarnos la verdad. Pero vino a estas tierras en pos de un hombre y una mujer: esa pareja de forajidos. ¿Qué le hicieron ellos en su país?
—Es una vieja historia. No creo que le pueda interesar demasiado, Leonor.
—Las mujeres somos curiosas. Me interesa. Usted es un hombre que preocupa e intriga. ¿Es secreto su pasado? ¿No quiere revelarlo a nadie?
—No encuentro un motivo para ello, es todo —se encogió de hombros—. No es una historia agradable ni tierna, créame.
—Aquí hay pocas cosas tiernas y agradables. Todo el oeste, al norte o al sur de la divisoria, es duro, ingrato, áspero... no va a asustarme lo que cuente, puede creerlo. Y me gustaría oírlo, palabra. ¿Por qué no me dice lo que hicieron esa gente, Barrow y la mestiza, en los Estados Unidos? La causa de su viaje en pos de ellos, vayan adonde vayan.
—Muy bien. Se lo diré —habló inesperadamente el americano. Se inclinó hacia ella—. Esa pareja mató a dos personas. A dos seres, un hombre y una mujer. Ellos se llamaban respectivamente Gary y Deborah Brandon.
—¿Matrimonio?
—Sí, matrimonio. Los Brandon. En Jerome, Arizona. Bastante al norte del territorio.
—¿Eran amigos suyos? —preguntó ella.
—No. Eran algo más que eso. Yo... yo me llamo realmente Brandon. Josh Brandon es mi nombre, Leonor.
—¡Brandon! —pestañeó ella—. Entonces... eran familia.
—Sí. Éramos familia. Así es.
—Ahora entiendo...
—No. No puede entenderlo tan fácilmente —sonrió, enigmático, Josh.
—Cielos, claro que sí. Venganza. Afán de justicia, de desquite. Llámelo como quiera. Ha venido usted a vengar a sus parientes. Porque fueron asesinados y eran de su misma sangre. Eso es humano, Josh. Es tremendamente humano y comprensible...
El la miró muy fijo. Meneó inesperadamente su cabeza. En sentido negativo.
—No, Leonor —negó—. Eso es lo terrible. No es tan humano ni comprensible como usted supone. Yo... yo odiaba a mi familia. Detestaba a Gary y Deborah Brandon más que a nadie en este mundo. Iba a matarles yo mismo... de no haber sido porque antes los mataron a ellos, Ken Barrow y su amante, Lola Benavídez...
La insólita revelación dejó muda de estupor a Leonor Mayzán.
Por unos momentos, no se percibió en la casa otro sonido ni otra voz. Solamente afuera, los ladridos más apagados de los perros. Y alguna voz, acaso de Esteban Mayzán y de su gente...
—Dios mío... —atinó a murmurar ella, por fin—. No puedo entenderlo...
Josh asintió, despacio:
—Lo sé. Imaginaba que sería así, amiga mía. No es fácil de entender.
—Pero, ¡era su familia! Usted no podía odiarles... hasta el punto de desear su muerte, de intentar matarles con sus propias manos....
—Sin embargo, así era.
—Entonces... ¿tiene sentido su búsqueda de una venganza? ¿Qué quiere vengar, si usted mismo hubiera hecho lo que ellos hicieron entonces?
—No he dicho que buscara la venganza. Fue usted quién lo dijo, Leonor.
—Es que no hay otra explicación posible...
—La hay —cortó él suavemente. Entornó los ojos—. La hay, aunque parezca complicada. No lo es tanto, sin embargo.
—Me tiene aturdida. No entiendo nada de todo esto...
—Lo comprendo. Poca gente entendería, sin conocer la historia entera.
—¿Qué historia?
—La de una infamia, un expolio, una vergüenza. Mi historia, Leonor. La que hizo que mi cabello se volviera blanco en una sola noche, cuando aún era muy joven. Cuando supe que acababa de casarme con una harpía, con un monstruo de maldad y de perversión...
—No me dirá que ella... Deborah... Deborah Brandon. ..
—Sí. Ella. Era mi mujer. Se casó conmigo. La misma noche de bodas... intentó asesinarme.
—¡Dios mío!
—Lo logró casi. En complicidad con mi propio primo Gary... Me dejaron malherido, casi muerto a cuchilladas, a disparos. Mi naturaleza resistió eso. Y el frío del agua de una charca abandonada, donde me dejaron como un cadáver. Unos pieles rojas me recogieron y curaron. Casi fue un milagro. Oficialmente, yo estaba muerto. Desaparecido. Entonces quisieron recoger mi cadáver, cuando supieron que la ley les negaba el derecho a quedarse con mi fortuna personal, si no aparecía yo sin vida. No lo encontraron. Desesperados, pensando que alguien me enterró en algún sitio ignorado, buscaron otro cuerpo, lo vistieron con ropas mías, le desfiguraron... Luego supe todo eso, cuando, muchos meses más tarde, volví a la vida. Convencieron a la ley. El supuesto Josh Brandon fue aceptado legalmente. Cobraron mi fortuna, que era expoliada, que era mía. Hasta que llegaron un día Ken Barrow y Lola Benavídez. Robaron la hacienda, la quemaron. Asesinaron a los dos. Yo llegué tarde. Hubiera querido evitarlo, hacer justicia por mí mismo. Era tarde. Ya estaban muertos. Y sus asesinos habían huido.
—Pero entonces... ¿por qué no dejó a esa pareja, por qué no trató de olvidar y rehacer su vida, puesto que Dios pareció quitarle la posibilidad de convertirse en un asesino, en un homicida, más o menos justificado?
—Porque no era posible, Leonor. Porque entonces supe que había más. Algo más, escondido en toda aquella sucia historia.
—¿Qué más podía haber, Josh? Me lleva usted de sorpresa en sorpresa...
—Ya le dije que no era todo tan simple como parecía. No, no lo fue... —evocó, con gesto huraño, grave, profundo—. Ellos no estuvieron solos en su complot contra mí. Deborah, la que fingía ser dulce y hermosa amante mía, la que falseó su amor hasta unirse a mí en matrimonio, para tener la ocasión ideal de asesinarme, tenía a alguien más que mi primo Gary en el juego siniestro... Había una tercera persona. Otro hombre, socio de Gary. El que conocía de antemano el proyecto, y les ayudó en cuanto hicieron. El se marchó luego, llevándose su parte. Nunca supe quién era, ni cuál fue su nombre. Sólo supe que venía aquí, a México. A Sonora, exactamente.
—Siga. ¿Qué tuvo él que ver en todo eso?
—Mucho. Lo cierto es que engañó a los Brandon. Les dejó en la caja fuerte un montón de papeles inservibles y sin valor. Se llevó valores, acciones, obligaciones ferroviarias. Todo cuanto fue mío. La mayor parte de la fortuna. Deborah y Gary, defraudados, el descubrir el engaño, resolvieron acabar con el canalla traidor. No podían denunciarle, porque él estaba en la impunidad, al tener que guardar silencio sobre su crimen, los tres. De modo que resolvieron buscar pistoleros para asesinar a antiguo compinche. El se anticipó a eso. Envió a sus propios asesinos a sueldo: Barrow y Lola. A cambio, habría dinero, un escondrijo seguro en México...
—Ahora entiendo. Y ellos, tras matar a los Brandon, silenciándoles para siempre, huyeron, vinieron aquí, cobraron su recompensa... y usted ahora quiere saber no sólo dónde están esos asesinos... sino, a través de ellos, saber «quién» les pagó por matar a los Brandon. En suma: quién fue el tercer comprometido en su fallido asesinato. ¿Acierto?
—Sí, Leonor. Acierta —resopló Josh, pensativo—. Esa es mi idea. Como ve, tal vez tenga ribetes de venganza, de justiciero desquite. Pero no es como imaginó.
—¿Cómo espera encontrar a Barrow y su amante? Conocerán bien estas tierras, tendrán ayuda de esa persona que les pagó por matar en Arizona a sus parientes, Josh...
—Lo sé. He contado siempre con todo ello. A pesar de todo, les voy acosando, me aproximo a ellos... Es cuestión de tiempo. Y yo no tengo prisa. Nunca la tuve.
—Josh, ahora que escaparon de Fronteras... ¿dónde supone que puedan estar?
—No sé. Huyeron hoy, muy de mañana, sin duda alguna, tras matar a Cristóbal Benavídez. Acaso fueron hacia Sierra Madre, que es el mejor camino para borrar todo rastro...
—Espere —habló ella, de repente—. Si fue así, tendrán que haber acampado de noche. Y mañana, si no van muy de prisa, estarán aproximadamente en Montezuma. Allí hay un buen refugio, al que Esteban y yo hemos ido en algunas ocasiones, cuando el general Chihuahua y su banda se enfrentaban violentamente a las tropas del gobernador... Es una cueva, entre la sierra y el río, en el punto llamado Paso de la Herradura... Estoy segura de que si un buen conocedor de esta región les ayuda a huir, les habrá indicado es ruta.
—El Paso de la Herradura... —meditó Josh—. Cuando llegue mañana allí, ya será tarde, y ellos se habrán internado en Sierra Madre.
—No sería así, si pudiera cabalgar toda la noche. Serían muchas horas ganadas, y, al amanecer, aún les sorprendería en el Paso. Es muy angosto, muy difícil de recorrer, y obliga a ir despacio a los viajeros... —meditó Leonor en voz alta, brillantes sus bellos ojos.
—Creo que me ha dado una gran idea —habló Josh, incorporándose—. Me marcho.
—¿Qué? —masculló ella. Y se quedó mirándole.
—¿Cómo es eso? —indagó la voz de Esteban Mayzán, desde la entrada. Volvía, con su rifle y su aire cansado. Añadió, meneando la cabeza—: No era nada. Sólo inquietud en los perros. No había nadie... Josh, ¿ha dicho que se marcha? Es temprano aún...
—Lo sé. Pero su esposa me ha dado una sugerencia, y voy a seguirla —sonrió él, con dureza—. Voy a cabalgar un poco de noche. Tal vez sea sano.
—No le entiendo...
—No hace falta —se inclinó, besando la mano a Leonor—. Adiós, y gracias por todo. Ha sido una excelente velada.
—Josh, tenga cuidado —le avisó ella—. Procure que su paseo nocturno sea realmente sano, como ha dicho, y no sufra su salud...
—Lo procuraré, esté segura —sonrió él, abandonando la estancia, tras estrechar con calor la mano de Esteban Mayzán.
Cuando se quedaron solos los dos, Mayzán contempló, sorprendido, a su mujer.
—¿Qué bicho le picó a nuestro invitado? —quiso saber.
Leonor empezó a recoger la mesa, con un suspiro.
—Ahora te contaré, Esteban —dijo lentamente—. Es una larga y poco agradable historia, eso sí...

CAPITULO IX

El sol remontó un poco los picachos que quedaban ante él, la imponente Sierra Madre, que marcaba la agreste divisoria de los Estados Mexicanos de Sonora y Chihuahua.
Josh contempló con gesto sombrío la extensión. Ante él, las rocas formaban una herradura natural, sobre un profundo abismo. En derredor, angostos senderos bordeaban esa sima, pegados a rocosos farallones verticales, rojos y parduzcos, salpicados de matojos ásperos.
Parecían nidos de águila, donde las nubes rozaban las cimas pedregosas, formando extrañas neblinas. El aire olía a frescor, a sequedad y a vida salvaje.
El caballo blanco se quedó atrás. Josh renunció a seguir adelante con él. La senda se hacía tortuosa, estrecha, casi impracticable. Abajo, el abismo era un turbador ámbito vacío, que parecía atraer con su vértigo.
No miró abajo. Contemplaba la peligrosa senda ante sí. Esgrimía su revólver «Colt». Piedrecillas menudas caían abajo, al rozar sus botas el suelo pedregoso. Se detuvo, jadeante, tenso, apoyado de espaldas en el farallón. Esperó unos instantes. El silencio fue total.
Tanto, que muy cerca de él hubo un leve rumor bien audible. Otras piedrecillas al vacío. Cayendo, rebotando en los muros, hacia la sima...
Se puso rígido. Miró al final de la senda, al recodo del angosto paso colgante. Allí había sido. Tras ese recodo.
Los tenía. Había alguien al otro lado. Alguien a quien no podía ver. Pero no era difícil imaginar lo demás. Poca gente se aventuraría por allí, en esos momentos. Sólo el que tuviera que huir. Sólo el que tuviera que perseguir y dar alcance a alguien...
Avanzó. Paso a paso. Sin vacilar. Sin derribar piedrecillas. Cauto, en tensión. Dio vuelta al recodo. Sin arma por delante. Amartillada. A punto de disparar...
Allí estaban. Los dos, Les vio, cara a cara. Y ellos a él.
—¡Es él! —rugió, lívido, Ken Barrow.
—El gringo... —sollozó Lola Benavídez—. Nos dio alcance...
Barrow alzó su mano armada. Disparó una sola vez Josh Brandon, el Gringo. Su revólver fue más veloz y preciso que el del forajido. Le dejó inerme, su mano colgando ensangrentada. El «Colt» reluciente se perdió, ladera abajo, dando tumbos hacia el lejano abismo.
—Ya puede matarnos a los dos, cerdo —jadeó Barrow, sujetando su mano herida, con un exasperado gesto de ira.
—No, no será tan fácil, Barrow —habló Josh, con frialdad—. Antes quiero que hables, que digas cuanto sabes, cobarde.
—¿Qué espera que diga, maldito sea usted y toda su ralea? —se enfureció él.
—Me llamo Josh Brandon. Vengo desde Jerome, tras vosotros. ¿Entiendes ahora?
—Jerome... Brandon... —palideció Lola—. Es aquello, Ken. La pareja Brandon... El dinero, Ken...
—¡Cállate, imbécil! —rugió el asesino—. No sigas. El no debe saber nada...
—Yo debo saberlo todo, Barrow. Hable. Ella también debe saberlo todo —miró a Lola— Incluso lo de su hermano Cristóbal, el buen borrachín holgazán de Cristo Benavídez, que sólo intentó ayudarles...
—Cristo... Mi hermano... —ella tembló, pegada al farallón para no perder su equilibrio en el dramático, angosto sendero asomado al abismo—. ¿Qué le sucedió a él?
—Barrow podría decírtelo, Lola. Le asesinó.
—¡No!
—Le mató de una cuchillada, cuando fingía repartir dinero. No estabas presente, ¿verdad, muchacha?
—Ken... Ken, tú hiciste eso al pobre Cristo... —jadeó ella, lívida, volviéndose hacia él.
—No, no... —susurró él, angustiado, desorbitados sus ojos—. ¡No le creas, no le creas!
—No tendría por qué mentirme...
—Exacto. No tendría por qué mentirle —asintió Josh, impávido—. Ella sabe que digo la verdad, Barrow.
—¡Asesino! ¡Caín! —aulló ella, de repente.
Dio un empellón inesperado, brutal, a Ken Barrow. Él desorbitó su mirada, pretendió sujetarse a algo, aferrarse a ella No pudo ser. Se fue abajo, dando trágicos tumbos en el vacío, rebotando en las rocas, hasta ser una piltrafa sangrante, perdida en la sima.
Siguió un silencio de muerte. Lola Benavídez, descompuesta, lívida, miró al fondo, luego a Josh...
—Tenía que hacerlo, si él hizo eso con Cristo... —sollozó—. Era verdad, ¿no?
—Sí, Lola. Era verdad. No temas, A ti no te haré nada. Sólo quiero la verdad. Dime tu verdad. Es todo. Dime quién os pagaba, quién os hizo venir a Sonora, quién os envió contra los Brandon, en Jerome...
—Sí, te lo diré todo, gringo —le contempló ella, demudada—. Mereces saberlo todo. Ken me lo contó... Conocía a alguien. Trabajó antes para él. Recibió la oferta. Le vio personalmente en Arizona, adonde se había desplazado para ello... él vive aquí habitualmente. Nos indicó este camino, este lugar, la cueva de la noche pasada...
—Lo imaginaba. Pero, ¿quién es, Lola? ¿Quién es él?
—Mayzán —dijo ella—. Esteban Mayzán, el mexicano hacendado que...

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Restallaron dos disparos. Solamente dos. Uno perforó la frente de la bella y lasciva Lola, sobre sus cejas morenas y su rostro horrorizado. La lanzó abajo, dando volteretas, en pos de su amante, en trágica zambullida final... su alarido ronco se ahogó por el camino, entre sordos rebotes...
Josh, por vez primera inerme, se encontró con su mano derecha sangrante, frente a la figura que asomaba frente a él allá en las rocas, rifle en mano... La sonriente, dura, altiva figura de Mayzán, el esposo de Leonor. El asesino de Lola Benavídez, un momento antes.
Josh contempló su «Colt», perdido abajo, entre las piedras, cada vez más lejos. Estudió, glacial, al hombre vestido de charro mexicano lujoso, que emergía ante él, en el promontorio rocoso frontal, asomado también al abismo.
—Creí que era Kelly... y es Mayzán el culpable —masculló Josh.
—¿Sorprendido, Gringo? —rió huecamente el mexicano de Fronteras.
—Un poco. Leonor debió contarle todo anoche. ¿Sabe ella lo de...?
—Leonor nunca supo nada —declaró fríamente el mexicano—. Ella cree de buena fe en mi fortuna, en mi éxito en inversiones y negocios en Arizona y México. Hago frecuentes viajes...
—Y en uno de ellos conoció a mis familiares. En otro, a Barrow y a Lola...
—Sí, eso es. Así sucedió todo. Bien, Gringo. Llegó muy lejos ya. Si al menos ella no hubiera mencionado mi nombre... Usted nunca me hubiera visto así, cara a cara. Lo siento. Debe quedarse aquí. Esta vez para siempre, gringo...
—Eso es lo que espero —suspiró Josh heladamente—. De modo que el mexicano Mayzán era el peor de todos los canallas... ¿También se deja proteger, bajo cuerda, por Sterling y su gentuza?
—Desde luego, pero sólo él y yo lo sabemos. Ante todos, soy amigo de los rebeldes... El bandido, el general Chihuahua, bajará a Fronteras la próxima semana, para atacar al gobernador y a Bradwell. Yo lo sé. Lo que el «generalito» ignora es que ya informé a Sterling secretamente, y será bien recibido con su pandilla, por muchos soldados que llegarán de Hermosilla en un tren militar... Será el fin de la rebelión nativa en Sonora. A la gente como yo, le conviene un tipo como Sterling, aunque finjamos otra cosa, gringo... Es la pobre gentuza miserable del pueblo la que padece las consecuencias... Pero ésos no tienen cerebro para más. ¡Les está bien merecido lo que tienen!
—Tuvo razón. Hay gente mala en un sitio o en otro... —suspiró Josh—. No es privativo de gringos o de charros, Mayzán... Es usted el peor de los hombres que conocí.
—Si le molesta mi presencia, no tema. Ya termino —rió él—. Adiós, Gringo. Feliz viaje a la eternidad.
Y alzó su rifle, encañonado la cabeza de Josh Brandon. Su dedo tembló en el gatillo.

CAPITULO X

Ocurrieron dos cosas.
Casi simultáneas. Pero hubo entre ellas una leve diferencia. Muy leve. Sólo que bastaría para la conciencia de Josh Brandon. Y para su futuro...
Josh movió levemente su brazo zurdo, ileso. Brotó el chato revólver entre sus dedos enguantados. Vomitó una llamarada y plomo candente a través del abismo. Contra la figura altiva del charro Mayzán, erguida ante él.
La sorpresa se pintó en el rostro del mexicano. El rifle voló de sus manos. Se miró los dedos sangrantes. Luego, contempló a Josh, que amartillaba de nuevo su arma sorprendente, desprendida de la bocamanga.
—¿Qué diablos...? —jadeó.
Luego, le llegó la muerte.
Pero ya no fue una simple bala de revólver chato y trucado. Fue más, mucho más. Fue una estruendosa, terrorífica rociada de balas. Algo que convirtió la cabeza y el cuerpo de Esteban Mayzán en una criba absoluta, en un pelele sanguinolento e irreconocible que, con un ronco alarido inhumano, dio una voltereta grotesca, yéndose ladera abajo, golpeando peñascos en los que dejó regueros sanguinolentos, antes de perderse en la sima absorbente, engullido por el abismo que también tragara antes a Barrow y a Lola.
Asombrado, perplejo, Josh contempló la muerte brutal de su enemigo. Instintivamente, sabiendo el peligro en que se encontraba sin duda alguna, dejó caer su arma de cortado cañón a los pies. Despacio, alzó sus manos, goteando sangre su diestra aún.
Ante él, entre las rocas, brotaron hombres. Uno, dos, cinco, diez, acaso veinte.
Todos vestidos de mexicanos. Arbitrarios, sin uniforme. Unos con sarapes, otros con camisas charras, algunos con uniformes heterogéneos. E incluso uno, con una estridente, grotesca levita roja, muy ajada, salpicada de medallas viejas.
Todos con cananas cruzadas, con fusiles o rifles, con voluminosos revólveres, con sombreros mexicanos de anchísimas alas. Con melenas, con barba, con frondosos y lacios bigotes...
Le encañonaron, entre risotadas. El hombre gordo y grande, de la roja levita y la chatarra al pecho, le contempló, triunfal. Agitó un fusil humeante.
—Un charro traidor y renegado se fue al infierno —dijo, estentóreo—. Escuché lo que él hablaba, gringo. Mayzán hizo mal en hablar tan alto en Sierra Madre, que es mi dominio...
—¿Eres León Mapim, el general Chihuahua? —y más que pregunta, era una afirmación lo que hacía Josh Brandon.
—Sí, gringo, lo soy. Te salvó la charlatanería de ese cerdo mexicano —escupió abajo—. A veces un compadre, un paisano, puede ser también un cerdo. Y un gringo, ser buen chico, como lo eres tú... Veo que no simpatizas con cierta gentuza, yanqui... Eso me gusta. Tú vas a saber algo ahora... Pensaba ir la semana próxima a Fronteras... Pero he cambiado de parecer, escuchando a ese puerco traidor... ¡Iré «ahora» mismo! Y si no tienes nada que objetar, tú vendrás conmigo, Gringo. No como prisionero, sino como amigo...
—Acepto, general —dijo Josh, sonriente, seguro de que, de cualquier modo, no tenía ninguna otra opción—. Y te deseo suerte frente a ese gobernador Sterling y su gente.
—¿Éxito? —soltó una carcajada ruidosa, golpeándose el pecho como un gorila—. ¡Eso seguro, gringo, seguro! Tú lo verás, amigo...
Y lo vio.
Fue testigo cercano de la victoria final de los rebeldes. De la caída de Bradwell, de los soldados escasos del gobernador. Supo de la voladura del tren, con refuerzos militares de Hermosilla, capital de Sonora.
Todo obra de Chihuahua y su gente. Supo también de la caída final del gobernador Sterling, que imploraba perdón abyectamente a sus vencedores. Le vio en el proceso sumario que se le practicó, junto al juez Camargo.
No asistió al fusilamiento de ambos, en un enjalbegado paredón de Fronteras, que luego conservaría las manchas de sangre durante años, en recuerdo de una libertad ganada entre derramamiento de sangre humana.
Los Kelly huyeron de la región, no sin averiguarse que contrataban gente como Barrow y otros así, para robar reses en otras regiones, y unirlas a su hacienda. Ese era su delito más grave, y por él escaparon, para no verse ajusticiados también.
El presidente de México supo de los sucesos sangrientos de Sonora, y nombró un nuevo gobernador, honesto y digno. Josh Brandon envió al presidente los documentos de Clem Calder, el agente federal norteamericano, asesinado por los soldados de Bradwell.
Después...
Después, las cosas volvieron a su cauce lentamente. El general Chihuahua, a sus montañas, para seguir siendo un bandido, hasta que alguna bala federal mexicana terminase con él.
Y Josh Brandon se dispuso a volver a su tierra de Arizona. El gringo regresaba a su país. Despedido afectuosamente por todos los mexicanos.
Pero no por todos. No todo eran despedidas...
—Josh... ¿Puedo acompañarle?
La miró. Larga, profundamente. Inclinó la cabeza.
—No sé si será grato para usted este viaje.
—Prefiero hacerlo acompañada a ir yo sola —suspiró ella—. No me llevo nada de la hacienda de Esteban. No me pertenece. Es suyo, Josh.
—Tampoco a mí me haría ya feliz. Deje que sea de la gente buena y sencilla de este humilde lugar. Yo vuelvo a Arizona. Reharé ni vida. Aún es tiempo...
—Josh, quisiera ir con usted, viajar juntos hacia su país. También yo puedo tener mi oportunidad allí...
—Claro. Es hermosa, joven, ha sufrido mucho... —Josh Brandon meneó la cabeza—. No maté a su esposo, Leonor.
—Aunque lo hubiera hecho, bien estaría. Lo mereció.
—Pero no lo hice. Fue obra de Chihuahua. Yo solamente pude herirle, cuando iba a matarme...
—Lo sé todo —le miró dulcemente. Puso una mano cálida en el brazo de Josh, y éste se estremeció levemente, por vez primera. Como si fuese, en el fondo, igual que otro ser humano—. El propio general me lo refirió. Dijo que yo... que yo era muy bonita... muy joven... y usted era también joven y arrogante y... Y bueno, podía servir de mucho poner las cosas en claro, para que nunca pudiera reprocharle nada...
—Gran tipo, ese general —suspiró Josh, agradecido. Miró a Leonor—. Esteban, después de todo, era su marido.
—Fue un canalla. Quiero olvidar. Acaso pueda hacerlo en Arizona.
—Tal vez sí. Venga, Leonor. Iremos juntos.
—Gracias, Josh.
—No me las dé. Será un grato viaje, en compañía de una mujer como usted...
—Sí, espero yo también —le miró profundamente—. Será grato viajar a su lado. Y muy seguro. Vamos, Josh. Cuando quiera...
Partieron. Le despidieron todos los charros de Fronteras.
El gringo se iba. Con una mujer mexicana que quería otra oportunidad en su vida. Tal vez para ambos existía. Tal vez.
Y no muy lejos de ninguno de ellos.
Acaso, acaso, en ellos mismos...
Pero eso, ya lo descubrirían ambos. Con el tiempo...