sábado

EL JINETE DEL ARCO IRIS


PRÓLOGO

Con mucha frecuencia el hombre del Oeste se veía impulsado a cometer una acción violenta que le salvase de la muerte. En todas sus facetas, la muerte acechaba escondida en cualquier lugar, disfrazada de hombres cuya destreza con el revólver les dio una fama y les creó un nombre.

Cuando los primeros colonos ingleses se lanzaron a la difícil empresa de labrar un puñado de tierra, estableciendo allí su hogar, surgieron los indios que se lo impidieron. Entonces, aquellos hombres cometieron una acción violenta para salvar sus vidas; descolgaron los rifles de un solo tiro y vendieron caras sus existencias. Más adelante, con el incremento de población y los nacientes pueblos fronterizos, el hombre tuvo la completa necesidad de velar por su vida y por su hacienda. Los innumerables peligros que corría, como la llegada de un equipo de vaqueros, los fanfarrones, las luchas de dos bandas rivales, los gun-men, etc., les llevaron a adiestrarse en el empleo de las armas, y por ello pudo decirse que en el Oeste todos sus moradores sabían manejar un revólver, un rifle o un cuchillo.

Al avanzar el tiempo, cambió mucho el panorama. Con la implantación del sheriff en casi todas las ciudades y pueblos del territorio, los alguaciles, los rangers y los “pacificadores” del Estado, los primitivos ciudadanos se fueron sintiendo más y más tranquillos. Cambiaron sus armas de lucha por la comodidad de sus suntuosas casas, y se olvidaron por completo de cómo se manejaba un “Colt” de cualquier calibre. Los nacientes pueblos fronterizos en donde en otro tiempo imperó la violencia, se convirtieron en espléndidas ciudades, y sus pacíficos ciudadanos se olvidaron rápidamente de sus anteriores luchas.

Unas veces, el refinamiento llegaba a tal extremo, que se adoptaba el gusto francés de la época, y sucedía por ejemplo en New Orleáns: se oía a muchos decir: “Olalá”, “Oui”, “Monsieur”, o cosas por el estilo, siendo a veces estos mismos hombres los que no mucho tiempo antes sostuvieran violentas batallas con los iroqueses del Este.
Las bandas de asesinos se vieron arrinconadas, desmembradas, descuartizadas por la labor de los servidores de la Justicia y los caza recompensas, pistoleros que seguían a los forajidos allí donde se encontrasen para matarlos o llevarlos hasta la oficina del sheriff del pueblo más cercano, por un puñado de dólares.

¿Se resignaron estos outlaws, estos fuera de la ley a pasar el resto de sus vidas perdidos en el anonimato de una existencia oscura y sin alicientes?
No. Y la solución la encontraron emigrando más al Oeste, a los vastísimos terrenos que se extendían por los nuevos territorios colonizados y pronto incorporados a la Unión. Las bandas de pistoleros se lanzaron sobre los nacientes pueblos y la ley del Oeste cobró de nuevo vida. Los gun-men se disputaban el honor de ser los más rápidos, y por eso el Oeste cobró su fama de salvaje, cruel y despiadado.

La diferencia entre un habitante del Este y otro del Oeste era tan radical que bien podía decirse que aquella tierra no era para él, que aquella extensión no admitía hombres sin un espíritu de lucha firmemente arraigado.

Los pequeños pueblos, los más grandes, todos, vivieron las jornadas más violentas de su historia.
Una mañana llegaba un desconocido. Desafiaba al primer gatillo de la comarca y le mataba. Entonces aquel hombre ya nunca sería desconocido, porque al verle en todas partes dirían:
- Mirad, ese es el matador de…

El caso de Old Gold City, aunque semejante a los demás, tuvo una tajante faceta que lo hizo distinto. Porque el hombre que un día llegó a él no era un pistolero, nadie le conocía ni nadie supo jamás de dónde vino, ni adónde se fue. Todo lo que allí pasó comenzó una mañana de 1878, con sol, con bruma y con Arco Iris y terminó una tarde también lluviosa y con sol, con bruma y con Arco Iris.

EL JINETE DEL ARCO IRIS

- Vamos -la voz del hombre era burlona-. Repite eso Simpson. Me encanta oír tu vocecita.
Bud Simpson, un modesto granjero de Old Gold City, sintió resbalar por su frente gruesas gotas de sudor helado. Tenía miedo, y ahora se arrepentía de lo que minutos antes acababa de decir, cuando intentara enfrentarse a aquellos hombres. Miró hacia atrás. Le estaba observando el sheriff y un grupo de personas, por lo que se sintió apoyado.
- No puedo pagar, Jer –balbució-. De sobra sabes que no puedo pagar.
Jer, el más corpulento de los dos hombres que le acosaban, miró despreciativamente al granjero. Enseñó los dientes en una sonrisa de lobo.
- Pagarás, Simpson, pagarás. Te lo garantiza Jer Makley, y ¡ya se me acabó la paciencia!
El puño derecho del gigante trazó un círculo en el aire, y se estrelló acto seguido contra la frente del granjero.
- Pagarás Simpson, pagarás –se acercó a él que gemía en el suelo- ¿Verdad que sí?
Lo izó como el que levanta una almohada de plumas, y lo despidió al suelo de un terrible golpe de izquierda que hizo crujir los huesos del infortunado.
Entre el grupo de silenciosos espectadores, una voz rasgó el silencio.
- ¡Sheriff, detenga eso! ¡Esa bestia salvaje va a matar a Simpson!
Lee Baxter sabía, como sheriff, que lo que en aquel momento estaba ocurriendo en la calle principal de Old Gold City era un delito. Pero sentía demasiado miedo para detenerlo.
- Bueno –intentó mostrarse amable- déjale ya Jer. Ya te pagará cuando pueda.
- Calla la boca, viejo inútil –la voz del forajido resonó como un trallazo- ¿O es que quieres que sea a ti el que acaricie, en vez de a Simpson?
- No Jer –el miedo latía en las palabras del sheriff-. Yo no tengo asuntos pendientes con Delonney.
- ¡Pues entonces cállate!
- ¡Si él se calla es un cobarde, pero todavía queda mucha gente honrada en el pueblo que pueda insultar a Rich Delonney y a su pandilla de asesinos!
La voz que sonó fue la misma que había advertido al sheriff de la brutalidad del forajido. Salió al lugar en donde Simpson gemía lastimeramente.
- Diantre, si es Jane Hobson –esta vez el que habló fue el compañero de Jer- ¿Qué quieres muñeca?
- Que os vayáis de aquí cuanto antes, y os llevéis a la rata que tenéis por jefe lo más lejos posible.
- ¡Ea! No te embales preciosa. Sabes que Rich te mataría si te oyera decir eso.
- Sí, sería capaz, porque además de ser una rata, es un cobarde como todos vosotros.
El amigo de Jer dio un paso hacia la muchacha, pero éste le paró.
- Quieto Slim. Oye, bombón, aunque seas una mujer, y una mujer muy guapa, en cuanto se me ocurra te quito de en medio. Así que ya sabes.
Jane Hobson se quedó rígida. Sabía que aquellos criminales la matarían en el momento que se lo propusieran. Dio media vuelta y desapareció entre las casas del pueblo, impotente de hacer algo por remediar la agobiante situación. No era algo nuevo, sino algo muy corriente entre los ignotos pueblos del Oeste. Un rufián que poco a poco se iba rodeando de una buena cuadrilla de gun-men, de pistoleros a sueldo, y con los cuales se había adueñado del territorio, explotando miserablemente a sus conciudadanos. Este era el caso de Rich Delonney, y de sus camaradas Jer Maxwell, Slim Burton, Don Gellod, el tahúr “Wiskhy” Damons, los hermanos Fred y Nico Plata y Jimmy “Lento” Swasson, un gun-man cuyo apodo difería terriblemente con la rapidísima velocidad de sus manos al “sacar”.
Y apoyado por tan buena compañía, Rich Delonney había hecho fortuna en poco tiempo, expoliando, robando o simplemente “protegiendo” a los habitantes de Old Gold City, gente honrada y cobarde para echar del pueblo a semejante banda de desalmados.

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La débil luz de la habitación era tan tenue que la reunión que se estaba celebrando en ese momento parecía algo así como una conferencia secreta. La estancia era de pequeña longitud. En el centro, una mesa rodeada de sillas, y en ellas ocho habitantes honrados de Old Gold City.
- Ya lo sé, Kinsby –decía Yago Rogers, el único propietario de un almacén del pueblo-. Pero no somos fuertes y ellos sí. Son asesinos, luchadores de ventaja, están dispuestos a matar en cualquier momento.
- Puede ser, ahora fue John Triumpp el que hablaba-. Es más, se da esa circunstancia. Pero no por eso vamos a quedarnos con los brazos cruzados. Ellos son más poderosos, de acuerdo, pero en el Oeste hay muchos excelentes tiradores, que bien pagados, podrían aniquilar a la banda de Rich Delonney.
- ¿Y la ley? ¿No se puede avisar a la ley? –terció Jane Hobson.
- Imposible. Tendríamos que avisar al gobierno de Washington, que cursaran la orden del Estado al gobierno, y mientras llegaba el inspector, veía la cuestión, volvía a Washington (si es que Rich Delonney le dejaba, que lo dudo) y daba su informe, transcurrirían meses, tal vez más, años incluso.
- No queda más remedio que avisar a un “pacificador” y aún así, los pistoleros de Delonney son muchos y valiosos.
- Nuestra situación es terriblemente apurada, señores- resumió John Triumpp, con una frialdad que sobrecogió a sus interlocutores.

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Afuera llovía. A pesar del sol plomizo que barría la ardiente tierra tejana, llovía, y la lluvia descendía mansamente a tocar el suelo arcilloso. Arriba, la bella estampa del Arco Iris aparecía luminosa, como intentando desmentir el oscuro porvenir de la población honrada de Old Gold City.
Entonces llegó. Iba montado en un caballo blanco, de bella estampa, y su silueta recortada contra el cielo multicolor le daba el aspecto de una aparición. Will Dufty dejó caer el vaso que sostenía en las manos, produciendo un sonido vibrante al estrellarse contra el entarimado del poco distinguido Saloon que regentaba. Alzó mucho la vista y así pudo ver la cara del hombre que acababa de entrar. Era muy alto, y aún parecía más debido al traje que llevaba. Consistía en un pantalón negro, una camisa de igual color, chaleco y sombrero gris. No era corpulento, sino largo, y llevaba un solo revólver “Colt” del modelo 38, algo pasado de moda, de cachas gastadísimas. Se quitó el sombreo, y dijo esta extraña frase:
- Vengo a matar un hombre.
Will Dufty se quedó de una pieza. En aquel momento, el Saloon estaba vacío, exceptuando la presencia de “Wiskhy” Damon, el jugador. Dufty preguntó:
- Señor ¿cómo se llama ese hombre?
- Rich Delonney.
Lo dijo despacio, muy despacio, con un inconfundible acento del Sur. “Wiskhy” Damon alzó su mirada de buitre en la dirección del forastero. Se levantó y dijo:
- Cuidado, amigo. Matar a Rich Delonney es muy difícil, extraordinariamente peligroso.
- Tal vez –rió cansadamente el forastero- pero me gusta el peligro y amo la lucha. Supongo que usted será uno de sus esbirros.
- ¿Y si así fuera?
- Tendría que matarle también.
“Wiskhy” Damon no era un gun-man, pero no manejaba el revólver como un novato. Hizo una seña imperceptible a Dufty, mientras avanzaba lentamente.
- Nunca pierdo, -dijo- ni a las cartas ni a nada. Dígame su nombre antes de morir…
- Me “llamaban” Max.
- ¡Tira Dufty!
“Wiskhy” Damon llevó las manos a las fundas, mientras Will Dufty, desde el mostrador, hacía lo propio. El alto y enlutado forastero no se movió apenas. Movió la mano izquierda y en ella brotó como por arte de magia un pesado “colt” del 38. Hizo fuego una vez, y luego giró el brazo y disparó de nuevo. Will Dufty no asesinaría nunca ya a nadie por la espalda. En cuanto a “Wiskhy” Damon, había hecho su última trampa.
Solo dos disparos había hecho aquel hombre. Los justos para acabar con la vida de dos secuaces de Delonney.
Pegados a las puertas del Saloon, Jane Hobson y su padre habían sido testigos de la escena. Un hombre que decía venir a matar a Delonney, y que de manera tan prodigiosa había empezado la limpieza del pueblo, podía ser la salvación ¿Quién sería el forastero, que él mismo decía llamarse Max?

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La muchacha avanzaba por la calle principal del pueblo, cuando vio con sorpresa que aquel hombre, el desconocido que había llegado la tarde anterior, y que nada más hacerlo tumbó a Damon y a Dufty, se acercaba a ella.
- Jane…
- ¿Cómo sabe mi nombre?
- Dejemos eso ahora. Solo la tenía que decir que he venido porque sé lo que ocurre en este pueblo. Sé que puedo confiar en usted, Jane, y por eso le digo que si ellos me matan, envíe esto a Philadelphia.
Jane Hobson contempló de nuevo al forastero. La tendía un pequeño sobre dentro del cual había un pequeño amuleto.
- Cuando “él” lo reciba, sabrá lo que ocurrió. ¿Lo enviará, Jane?
- Sí –titubeó- sí Max…
El extraño jinete dio media vuelta. Los porches de las casas vecinas estaban repletos de gente que escudriñaba con avidez al forastero. No era para menos, pues si aquel hombre estaba dispuesto a acabar con Delonney, allí estaban los hombres de éste, Jer y Slim, cerrándole el paso.
- Alto, amigo –el que habló fue Slim-. Mataste a “Wiskhy” Damon y a Hill Dufty, y eso no le gustó al jefe. Así que ya estás empezando a correr calle arriba antes de que cuente tres, o éste y yo te agujerearemos sin contemplaciones.
Los dos hombres que Max tenía delante eran buenos pistoleros, pero no miraba entonces a aquella dirección
Vio fugazmente a otros dos hombres apostados en las ventanas del Saloon, con un rifle cada uno. Sabía que en aquella situación poco podría hacer.
- Uno.
Jane estaba a pocos pasos de él. Solo en ella podía confiar en aquellos momentos, pues la demás gente del pueblo era lo suficientemente cobarde como para quedarse inactiva ante el desigual duelo que se iba a desarrollar.
Ella llevaba un rifle en las manos. La hizo una seña imperceptible.
- Dos.
Jane Hobson apuntó el Winchister y disparó hacia las ventanas. En ese momento, Max pegó un brinco y cayó al suelo rodando, mientras de su mano izquierda parecía tomar vida un enorme “Colt” del 38. Jer sintió el balazo en el pecho, como un taponazo, mientras en su corazón se dibujaba una mancha roja. Slim se llevó ambas manos a la cara, al recibir el plomo candente abrasándole el rostro.
Max sabía que aunque la muchacha hubiera tumbado a uno de los emboscados en las ventanas, el otro conseguiría disparar. Jane hizo blanco, efectivamente, en uno de ellos, pero el otro, disparó. Max rodó vertiginosamente por la calzada, mientras su mano izquierda enmendaba la posición de disparo. Los dos tiros sonaron al unísono, pero solo uno llegó a su destino. Nico Plata el emboscado tirador en unión de su hermano Fred, abrió los brazos en una trágica pirueta. Después cayó a la calle.
Los atemorizados habitantes de Old Gold City no daban crédito a lo que en aquellos momentos habían presenciado sus ojos. Max se dirigió hacia Jane, cuyo rifle aún humeaba.
- Gracias –dijo- De no ser por usted ahora estaría muerto.
- No diga eso. Tira usted como un verdadero demonio. Nunca vi nada igual. ¡Eh! ¿Dónde va?
Pero el forastero no la oía ya. Caminaba cansadamente hacia el fondo de la calle.
- ¡Estamos con el forastero! –gritó John Triumpp. Hay que acabar con Delonney ahora que su banda está materialmente deshecha.
- Hay que ir deprisa. Max fue al rancho de Delonny hace ya mucho rato –dijo Jane.
Más de cuarenta personas se pusieron en movimiento. Había que secundar la labor que aquella exhalación de forastero había emprendido. Rich Delonney, Don Gellod y Jimmy “Lento” Swasson eran los más peligrosos de todos. Y en ese momento, el jinete se iba a enfrentar con ellos.

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- Márchese Delonney, -hablaba despacio con marcado acento sureño- Márchese de una vez y se evitará complicaciones.
Delante de él estaban Delonny y Gellod. Rich dijo:
- No sé quién demonios es usted ni me importa, pero si cree que va a salir vivo de aquí se equivoca. Ha cometido una soberana estupidez metiéndose en la boca del lobo, pero ya es tarde para volverse atrás.
- No lo pretendo, pero le repito que se largue de Old Gold City cuanto antes. Un hombre como usted que siempre juega sucio es un estorbo para la población. Primero fue Will Dufty, luego Fred y Nico Plata.
- Ahora no será sucio, amigo. Yo no le mataré por la espalda.
El que había hablado era “Lento” Swasson.
- ¿Ah, no?
- Me voy al pueblo, jefe, Para matar a esta rata se sobra usted o Don Gellod.
Swasson espoleó a su montura que se alejó rumbo a la población.
- Bien –dijo Gellod- Ya oyó lo que dijo “Lento”. Somos dos contra uno, y ahora no recibirá ayuda de su amiguita Jane Hobson. Además somos muy superiores a los hombres que usted mató…
No terminó la frase. Por enfrente del rancho, avanzaba un tropel de hombres armados. Rich Delonney comprendió como buen jugador que era, que esta vez la partida estaba completamente perdida. Su banda casi totalmente aniquilada había hecho reaccionar a los habitantes de Old Gold City, y ahora venían dispuestos a todo, a lincharle tal vez. Pero antes de morir se llevaría por delante a aquel demonio de pistolero que había aniquilado a casi toda su cuadrilla. Movió las manos a un ritmo frenético y sus dedos llegaron a tocar los revólveres.
Max vio demasiado tarde la maniobra. Sorprendido por el tumulto de los que llegaban, dejó por un segundo la atención a Delonney. Enmendó su error cuando en su mano izquierda brillaba opacamente el gigantesco cañón de su “Colt” del 38. Los dos disparos sonaron a un tiempo, pero el de Max una milésima antes. Delonney tiró el arma y se tronchó por la mitad en un loco deseo de no caer. El forastero se llevó la mano al costado por donde fluía la sangre. Entonces fue la ocasión de Don Gellod. Tiró de las fundas con rabia disponiéndose a matar a su herido enemigo.
Fue lo último que hizo.
Un verdadero enjambre de proyectiles salieron de los rifles de los habitantes del pueblo. Gellod babeó al recibir más de veinte disparos en el cuerpo. Se retorció epilépticamente durante unos segundos y luego se desplomó inerte, cosido materialmente a balazos.
La altísima figura del hombre que apareciese una tarde de Arco Iris se irguió. Su enlutada figura contrastaba con el manchón rojo de su cadera.
La muchedumbre llegó hasta él.
- ¡Ahorquemos a “Lento”!
- Alto. Me propuse acabar con la banda de Rich Delonney y seré yo quien lo haga.
- Pero ¡está herido! –gritó Jane.
- Es un rasguño. Iré al pueblo y me enfrentaré a “Lento” Swasson.

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Esta vez la calle no estaba desierta. Todos los ciudadanos de Old Gold City parecían haberse dado cita en los porches de las casas vecinas. No estaban parapetados, pues en su afán de no perderse ni una faceta del inminente duelo, se arriesgaban a ser blancos de cualquier bala perdida.
Era tarde, y el sol iniciaba su ocaso. Aún así, empezaba a caer una frágil lluvia, mansa, que refrescaba la ardiente tierra del suelo tejano.
“El” ya estaba allí. Como una estatua esculpida en mármol, dejando caer los brazos a lo largo del cuerpo.
Llevaba vendada la cadera, pero no por eso su figura perdía un ápice de su temible apariencia.
Era como si aquel hombre, aquel misterioso personaje de demoledora potencia con un “Colt” del 38 encerrase en su interior un secreto imposible de revelar a nadie. La fama de los grandes gun-men de la época recorría entonces todo el Oeste como un reguero de pólvora, lanzando los nombres a todas partes de los gigantes del “Colt”. Sin embargo, aquel hombre no venía precedido de ninguna fama, nadie le conocía, ni nadie sabía cuál era su verdadero nombre.
Jimmy “Lento” Swasson pertenecía al grupo de los primeros. Su destreza en el manejo del arma de seis tiros era muy superior a la de los componentes de la banda de Rich Delonney. Swasson no llegó al pueblo por casualidad simplemente para servir a las órdenes del magnate. Su fama en el estado de Colorado ratificaba en todo momento su habilidad con el revólver. Perteneció a la banda de Budd Fletcher, actuó por su cuenta en muchas ocasiones, y mató en duelos a conocidos gun-men. Por eso, la cotización de “Lento” subió muchos enteros y Rich Delonney lo sabía. Le contrató personalmente, le otorgó una respetable suma de dinero, y el falso “Lento” hizo todo lo demás. En un año desafió en duelo legal, provocando primero, a dos rangers venidos a investigar lo sucedido en el pueblo. La rapidez de sus manos fue lo que más intimidó a los habitantes del pueblo, aunque por si acaso, Rich se rodeó de rufianes, malhechores, o futuros “ases del Colt”, como Freddy y Nico Plata.
¿Sabía todo esto el forastero? ¿O simplemente creía que “Lento” era un vulgar truhán como los demás?
Es lo que en ese momento se estaban preguntando los ciudadanos de Old Gold City, mientras escrutaban la calle situados en los porches, esperando ver aparecer de un momento a otro la figura inconfundible del gran Jimmy “Lento” Swasson.
Y apareció.
Alguien le había avisado de lo que había hecho el forastero. Swasson no era de los tipos que se aprovechan de los errores del enemigo, o de los que hacen juego sucio para aumentar así la peligrosidad de su acción.
Confiado en sus propias fuerzas, sin menospreciar nunca al enemigo, el gun�man encontraba en sí mismo la fuerza para vencer.
Estaban frente a frente. La distancia que los separaba era de quince pasos, distancia ideal para el disparo con arma corta. La tensión del momento era máxima. Nadie parecía respirar, siendo el silencio completo, dramático, precursor de algo inevitable.
En medio de ese silencio, una voz habló. Y en medio de él, rasgándole sin romperle, una voz cálida, de un marcado acento del sur, dijo:
- Vengo a matarte, Jim “Lento” Swasson.
La sombra de duda que pesaba anteriormente sobre los silenciosos espectadores cesó de repente. El hombre aquel sabía quién era “Lento”, no le temía y venía a matarle.
- Ya. Te di poca importancia cuando vi que el jefe y Don Gellod iban a liquidarte.
- Fue al revés.
- Sí, eso parece –había tranquilidad en las palabras de Swasson- pero tú debes saber que a Don Gellod y al propio Rich Delonney les hubiese matado yo dándoles ventaja al “sacar”.
- Tal vez sí. Como mataste a “Nene” Hampton en Missouri, a Lee Mitchell en Dakota del Sur o a “Fingers” Cullb en Arizona.
- No te falla la memoria, amigo –la respuesta de Swasson carecía de un átomo de emoción. Ni siquiera la tuvo cuando dijo:
- Ahora lo haré contigo aquí mismo, en este sucio poblacho. Pero antes quisiera saber tu nombre.
El silencio, por momentos, era más cortante, más tenso, más absoluto. Fue cuando dijo:
- Yo no tengo nombre. Me “llamaban” Max.
Y entonces empezó todo. O mejor dicho, acabó lo que con tanta expectación se estaba desencadenando.
“Lento” Swasson bajó las manos con increíble velocidad y aferraron los revólveres, mientras se dejaba caer al suelo cuando “sacaba”.
El hombre enlutado no hizo nada de eso. Solo su mano izquierda se movió, pero no pareció tocar su arma.
Pues los ojos de los expectantes ciudadanos pudieron ver, lograron contemplar, cómo aparecía en su zurda la terrible silueta de un pesado “Colt” del 38, que saltaba en su mano, que brotaba de sus dedos, en un movimiento imposible de seguir con la mirada.
“Lento” Swasson sabía que había perdido antes de recibir en el pecho los insectos de plomo que aquel “Colt” le envió. Porque un pistolero sabe cuándo, y él era un buen pistolero. Por inercia disparó cuando la bala le partió el corazón. Dio un paso adelante, luego otro, abrió la boca en un último estertor, y cayó a tierra, segada su vida con una bala, solo una, disfraz de la muerte que la envolvía.

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Había una incrédula admiración en los rostros de aquellos hombres que habían presenciado el desafío. Una admiración no solo de agradecimiento, sino de verdadero hechizo ante aquel “Colt”, ante aquel hombre rapidísimo que él solo pudo limpiar el pueblo de una organizada banda de asesinos. Había admiración en los ojos de Jane, había admiración en sus grandes ojos verdes.
Llovía.
Pero la lluvia no era impedimento para que el sol, ya en la cúspide de su ocaso, brillase tímidamente.
Y entonces apareció. El Arco Iris brillando en la lejanía, con sus mil luces cambiadas derramando un chorro de belleza en el pedregoso suelo de Old Gold City .
El hombre de negro avanzó unos pasos en dirección a su caballo. Nadie se movió de su sitio, clavados materialmente en sus posiciones, incapaces de reaccionar, hechizados por la tensión del momento.
Montó. La estampa del blanco bayo resaltó contra la negra de su dueño.
Jane le vio marchar. Le vio montado en su corcel, bañado por la lluvia que fluía dulcemente del cielo.
Aquel hombre que un día, parecía ya un día lejano, llegó al pueblo de Old Gold, enmarcado en la belleza del Arco Iris. Era como si fuese el Arco Iris el que le hubiese traído de la inmensidad del espacio, y ahora volvía a envolverlo en los lienzos multicolores de su transparente luz .
Y aquel jinete, el jinete del Arco Iris, con su delgada figura enlutada, su acento cálido del sur, su mortífero “Colt” del 38, se esfumaba por momentos, penetrando más y más hasta confundirse, hasta unirse y hasta traspasar el color del Arco celestial.