martes

BARRERA DE PLOMO



CAPITULO I

Era domingo. Un domingo de radiante sol.
E iba a empezar una de las semanas más trágicas y sangrientas de la historia de Kansas, pero entonces aún nadie lo sabía.
Lorena no sabía que iba a morir el día de su boda.
Ni lo sabía el pequeño Richard.
Ni la pequeña Lucille.
Ni Clarise, madre de siete hijos.
Ni Job, que no había hecho más que trabajar durante toda su vida.
No; nadie lo sabía aún.
La semana más sangrienta de Kansas...
Sólo Barrow podía sospechar algo de eso. Barrow, que al frente de sus hombres contemplaba la marcha de la caravana desde la colina.
El sí que lo imaginaba.
Habría muchos muertos.
Pero, ¿y qué...?
—¡Prince!
Prince asomó por entre la triple hilera de jinetes, llevando el rifle en bandolera.
—¿Qué hay, Barrow?
—Mira.
Prince tomó el catalejo y miró. Sus facciones se iluminaron, y a sus labios asomó una sonrisa torcida.
—La caravana... —murmuró—. Ahí están. No nos había engañado Estrella.
—Ahora sólo falta que lleven el oro de verdad.
—Lo llevarán. Seguro que lo llevan.
Barrow tomó el catalejo de nuevo, lo guardó y consultó la hora.
—Las once —dijo—. Les seguiremos hasta el mediodía sin que lo noten. Luego determinaremos el lugar del asalto.
E hizo una seña a sus jinetes.
Estos se pusieron en movimiento lentamente.
Eran casi setenta.
Un ejército.
Una tropa de maleantes tan poderosa y bien armada como jamás se había conocido en Kansas.
—¡Adelante!
De las apretadas filas de los pistoleros partió un grito de júbilo.
Durante dos semanas enteras habían estado esperando aquella oportunidad.
¡Bueno, la oportunidad acababa de llegar!
¡Había empezado su jomada de sangre!
Mientras los forajidos se ponían en camino y la caravana seguía lentamente su avance a través de la llanura, tres hombres cabalgaban al trote, hacia el encuentro de los primeros carros.
A una distancia de media milla, y a pesar de que ya debían haber sido vistos, uno de ellos hizo dos disparos al aire.
Los primeros jinetes, que formaban como una avanzadilla de la caravana, se detuvieron.
Los rifles, que descansaban en las fundas de las sillas, se pusieron inmediatamente en línea de tiro.
Pero uno de los exploradores hizo un gesto de calma.
—Esperad.
—¿Esperar a qué? ¿A que esa sea una señal para que nos rodeen por todas partes?
—Si quisieran sorprendemos, no habrían disparado al aire de ese modo.
—¿Los conoces?
—Por el caballo blanco de uno de ellos, yo diría que es el sheriff Gurt.
—El sheriff Gurt y su ayudante estaban persiguiendo a un hombre.
—Pues quizá lo han encontrado ya. Fijaos en que son tres.
Uno de los exploradores puso la derecha encima de sus ojos, como una pantalla, para ver mejor sin que le molestara el sol.
—Exacto —decidió al cabo de unos instantes—. Yo diría que es Gurt.
—Pues dejemos que se acerquen, pero sin descuidar la guardia.
Los tres jinetes se acercaron.
Y, en efecto, ya a cierta distancia, los reflejos del sol hicieron que sobre los chalecos de dos de ellos rebrillasen las estrellas.
El tercero no llevaba estrella ni nada de eso. No. Al contrario. Llevaba las manos atadas a la espalda.
El sheriff detuvo su caballo a pocos pasos.
—¡Eh, amigos!
—¡Hola, Gurt!
—¡Celebro haberos encontrado! lEste es mi día de suerte!
—¿Buscaba la caravana?
—Sí. Esta vez os necesito.
Y señaló a su ayudante y luego al prisionero.
—La verdad es que resulta peligroso llevar a un tipo así —añadió—. Aunque nos turnamos para vigilarle, es mejor que esté en un sitio donde haya mucha gente. Por eso buscábamos la caravana.
Un hombre ya casi anciano avanzó al encuentro de los exploradores.
Habría pasado de los sesenta años, pero se mantenía erguido y fuerte como un viejo roble.
Saludó al sheriff.
—Buenos días, Gurt. Y feliz domingo. ¿Qué pasa?
—Hola, Sheridan. Tú siempre conduciendo caravanas, ¿eh?
—Esta es la más importante de toda mi vida.
—¿Has mirado ya al tipo que llevamos, Sheridan?
El guía giró la cabeza para contemplar al hombre a quien llevaban con las manos atadas a la espalda.
—¡Por todos los infiernos! —bramó.
—¿Lo has reconocido?
—¿Y cómo no? lEs Mallory!
—Lo conocen mejor por otro nombre.
—Sí. El nombre de... Siete por día.
Uno de los exploradores se echó el sombrero sobre la nuca.
—¿Y por qué ese apodo? —preguntó.
—Hum... Parece mentira que no lo sepáis. Fue en Bartlesville, Oklahoma, al sur de aquí. Liquidó a siete hombres en una sola jomada. Desde entonces le llaman así.
Y el sheriff sonrió abiertamente.
—¿Le molesta que hagamos el camino juntos, Sheridan? Sólo hasta la ciudad de El Dorado. Nosotros nos quedaremos allí y ustedes seguirán tranquilamente su camino.
—Claro que sí, sheriff.  Y hasta le dejaré un par de hombres para que vigilen mejor a ese pájaro. ¡Andando!
Gurt dio una alegre palmada en la espalda de Sheridan.
—No sabe el favor que nos hace, amigo. ¿Pero cómo están viajando en domingo?
Siempre ha sido costumbre de las caravanas descansar ese día.
—Tenemos una prisa loca, sheriff.
—¿Por qué?
—Parece mentira que no lo sepa. Claro que la cosa se organizó en Topeka, algo lejos de aquí. Sabemos que en Wichita van a ser puestas en venta magníficas tierras que hasta ahora han sido del gobierno. Nosotros nos dirigimos hacia allí, a través de Emporia y El Dorado, pretendiendo comprarlas. Nos interesa ser de los primeros, porque más arriba, en la zona de Topeka, todo está ya en manos de los poderosos. Ah, sheriff,  y otra cosa...
Por mi parte también me alegro de tener aquí un gatillo como el suyo. Hay algo que quiero decirle confidencialmente.
—¿Qué es?
—Naturalmente, para comprar tierras necesitamos dinero.
—¿Y eso es confidencial? ¡Cuerno! ¡Yo necesité dinero hasta para convencer a mi mujer de que me dejara tocarle la mano derecha!
Y lanzó una risotada.
El rostro de Sheridan, sin embargo, era grave.
—No es eso, Gurt. Verá; pese a lo enorme que es esta caravana, hemos procurado que la cosa se llevara en el mayor secreto. Cada emigrante reunió el dinero que tenía y lo depositó en una caja común que llevamos con nosotros. ¿Sabe lo que hay en ella? ¡Más de cien mil dólares! Con ellos pensamos comprar un excelente lote, que luego repartiremos entre los miembros de la caravana en proporción a lo que cada uno ha depositado. En cambio, si cada uno obrara independientemente, no tendría dinero bastante para las pujas.
Gurt cabeceó.
—Lo entiendo. Vamos. Y le prometo que yo les pagaré el favor estando atento, Sheridan.
El guía hizo un amplio gesto con su brazo, y la caravana reemprendió su marcha.
Desde la cima de las colinas, Barrow observaba todo aquello con su catalejo. Sus facciones se habían crispado.
—Maldición...
Prince estaba junto a él.
—¿Qué pasa, Barrow?
—Tres hombres se han unido a la caravana. No puedo precisarlo, pero me apostaría las narices a que uno de ellos es el sheriff Gurt. Y Gurt tiene un gatillo de primera categoría. Incluso me temo que haya querido advertir a los de la caravana. Quizá nos han visto.
Prince observaba sin el catalejo, pero su vista de halcón le bastaba para seguir a aquella distancia los movimientos de la caravana.
—Yo diría que van a hacer algo extraño, Barrow. Se dirigen a la capilla de San Telmo.
Han desviado su ruta.
—¿A la capilla? ¡Ah, cuerno! ¡esas gentes son muy creyentes y quizá quieren oír misa!
¡Hoy es domingo!
Y, con un gesto de visible placer, se pasó la lengua por los labios secos.
Porque la capilla de San Telmo era un lugar excelente para atacar.
Un lugar ideal para iniciar su jornada de sangre. La razón de que aquella caravana se desviara un poco de su ruta, no estaba fundamentada sólo en el deseo de oír misa. El alto estaba previsto para repostar y descansar (en San Telmo había abundantes reservas de agua), así como para que el ermitaño casara a dos jóvenes miembros de la caravana, Lorena y Jacques, que querían llegar a Wichita convertidos en matrimonio.
En efecto, una hora más tarde estaban esparcidos en torno a la pequeña capilla, construida por los españoles trescientos años antes.
No se habían tomado apenas precauciones para la defensa.
En Kansas ya no había tribus salvajes, y por otra parte nadie había detectado la presencia de una banda tan poderosa como la de Barrow, formada por los restos de un batallón sudista.
No era extraño.
Los hombres de Barrow se movían como una tropa ordenada y perfecta. Conocían muy bien los caminos y contaban con espías y enlaces, igual que en los ejércitos. Sus caballos eran de los más resistentes. Galopaban toda la noche y eran capaces de dar dos golpes a setenta millas uno de otro, con sólo doce horas de diferencia.
En la capilla ya estaba todo preparado para la boda.
El único sacerdote que vivía allí se disponía ya a unir en matrimonio a Lorena y Jacques, que contaban sólo veinte años.
La muchacha era muy bonita.
Se le notaba ilusionada, llena de amor y de ansias de vivir.
Jacques era un muchacho fuerte, sereno, conocido por su honradez.
—... Y yo os declaro marido y mujer...
Los dos se miraron a los ojos.
Y se dieron las manos.
Para siempre.
¡Bang!
La bala envió a la chica a la eternidad. Fue un disparo cruel y certero, hecho desde la puerta de la sacristía, que le voló la cabeza. Jacques casi se puso en pie de un brinco, mientras su derecha volaba inútilmente hacia el costado, porque no llevaba revólver.
Tampoco hubiera tenido tiempo de usarlo.
Otra bala le voló la cabeza y la mandíbula y parte de la cara.
El sacerdote fue a volverse.
También resultó atravesado por una bala. Cayó para siempre sin poder darse ni cuenta de lo que había sucedido.
En la pequeña iglesia se produjo un indescriptible movimiento de pánico.
Estaba demasiado llena. Todo el mundo se había congregado allí para presenciar la ceremonia.
Por eso apenas nadie pudo salir, aunque los pistoleros de Barrow no habían podido taponar la puerta delantera. De momento sólo ocupaban la puerta posterior —la de la sacristía— y las cuatro ventanas laterales, pero era suficiente.
Dispararon sin piedad desde todos aquellos ángulos.
Los hombres, las mujeres, los niños, empezaron a caer.
Aquello era una matanza, una salvaje masacre como no se recordaba otra en Kansas.
Mientras tanto, los que guardaban la caravana en el exterior habían oído los disparos y los gritos. Su primer impulso fue dirigirse hacia la iglesia.
Con eso contaba Barrow.
Sus jinetes aparecieron simultáneamente desde tres puntos distintos, barriéndolo todo con plomo. Se les vio descender de una colina, emerger por una vaguada y bordear el pequeño bosque que hasta entonces los había ocultado. Sus movimientos fueron precisos, sincronizados y dignos de un militar profesional.
Los vaqueros no tuvieron tiempo de defenderse.
Causaba impresión ver a los forajidos lanzarse desde lo alto de la colina. Y más aún verlos surgir de la vaguada, como si brotaran de la tierra misma.
Su aspecto era terrorífico.
Sus gritos salvajes llenaban el aire.
Y delante de ellos aullaba una auténtica barrera de plomo.
Sólo unos cuantos hombres conservaron la serenidad en aquellas circunstancias. Uno de ellos fue el sheriff Gurt.
En seguida se dio cuenta de que aquello estaba perdido.
Y trató de hacer lo único que un hombre de su clase hacía en circunstancias así: morir matando.
Sacó el revólver y buscó con la vista a Barrow, para al menos llevárselo por delante.
Pero entre tantos atacantes era casi imposible distinguir al jefe. Además él no lo sabía aún, pero Barrow estaba en el sitio menos peligroso: estaba participando en la masacre de la capilla.
Gurt jadeó:
—¡Maldición!
Y apretó el gatillo.
Un jinete que ya volaba hacia él saltó de la silla y se detuvo unos instantes en el aire, como colgado del cielo, con la cara llena de sangre.
—¡Maldición!
Otro disparo.
Un segundo jinete giró sobre la silla, como si se hubiera convertido en una peonza, y cayó por la cola de su caballo con la cabeza deshecha.
—¡Maldición!
Ahora tiró de flanco contra un nuevo jinete que iba a bordear una carreta donde sólo había mujeres. El jinete entró en la carreta. ¡Claro que entró! Pero fue para salir por el otro lado, como una bala, y aullando al sentir el plomo en el fondo de sus entrañas.
Gurt rechinó los dientes.
Tres maldiciones, tres muertos.
Y, por su parte, él estaba dispuesto a seguir maldiciendo hasta el día del Juicio Final.
Pero no le dejaron.
Uno de los jinetes ya le había rebasado, estando en situación de atacarle por detrás.
Apoyó casi materialmente el cañón de su rifle en la nuca del sheriff  e hizo fuego.
La cabeza de Gurt casi desapareció.
Mientras tanto los otros hombres —y hasta alguna mujer— también se defendían eficazmente, disparando con todo lo que podían desde debajo de los caballos y entre las ruedas de las carretas.
Los hombres de Barrow caían también como moscas.
A pesar de tener la sorpresa a su favor, no se iban con las manos vacías. Al menos una docena de ellos habían caído ya para siempre, contando los que despachó Gurt. Pero también el ayudante de éste había muerto, así como Sheridan y sus mejores tiradores. El resultado de la pelea no podía ser dudoso para nadie.
Continuamente llegaban más asaltantes.
Barrow había establecido una reserva de veinte hombres que se lanzó al ataque en el instante decisivo, cuando el resto de su tropa ya había rebasado a las carreteras y volvía grupas para atacarlas por la espalda. De ese modo los escasos defensores se vieron tiro-teados por todas partes. Por si eso fuera poco, un grupo de indios renegados que también formaban parte de la banda de Barrow, empezaron a lanzar flechas incendiarias contra las lonas.
Mientras tanto, la horrible matanza en la capilla había terminado.
Los muertos se amontonaban allí unos sobre otros, y los asesinos de Barrow quedaban libres para participar en el ataque general. Inútil es decir que ellos no habían sufrido ninguna baja.
Las mujeres empezaron a correr por todas partes, al ver sus carretas incendiadas. Los pocos defensores que quedaban trataron de protegerlas y abandonaron sus refugios.
Para los forajidos de Barrow empezó una apasionante caza del hombre, y una más apasionante aún caza de la mujer.
Todo estaba previsto.
Las jóvenes fueron reunidas todas en una carreta, que a propósito no había sido incendiada. Hubo que atarlas de manos y pies, y a algunas hasta amordazarlas, porque mordían como lobas.
Las otras... Existe un libro, en los archivos de la ciudad de Salinas, que relataba los detalles de aquella horrible masacre, de aquel domingo de sangre.
También se encuentran pormenores de aquellos en las colecciones de diarios que se conservan en las ciudades de Wichita, El Dorado y Newton. Cualquiera que tenga oportunidad de leerlos, se horrorizará ante el simple recuento de los muertos.
Por eso hay cosas que uno se resiste a explicar.
Basta con decir que aquél fue el domingo más sangriento de la historia de Kansas.
Y eso que Kansas, con las siniestras ciudades de Kansas City, Topeka, Salina, El Dorado, Winfield y, sobre todo Wichita, ha sido desde siempre uno de los territorios de la sangre...

CAPITULO II


Fue Barrow mismo el que abrió la caja de metal, conservada en una de las carretas, y contó el dinero encerrado en ella.
No estaba mal. Cien mil dólares.
Pero además había que contar con otros ingresos, desde su punto de vista nada despreciables. Por ejemplo todos los objetos personales de los muertos, que sumarían otros cinco mil dólares más. Las provisiones de la caravana, que los bandidos consumirían y que al menos valían mil dólares. Y especialmente las chicas.
Quince chicas de estupenda calidad.
La táctica de los forajidos de Barrow siempre era la misma.
Las conservaban una temporada, sometiéndolas a las más innobles vejaciones y haciéndolas desear la muerte a cada nuevo día que pasaba. Pero su suplicio no terminaba con eso. Cuando podían sustituirlas por otras, las vendían a oscuros traficantes que, fingiendo llevar un cargamento de artistas, pasaban con ellas la frontera y las situaban en México, obteniendo un beneficio con la reventa o a veces un alquiler.
Las llamadas «chicas de Barrow» eran muy buscadas por aquellos hijos de hiena, y así no era extraño que algunos traficantes siguieran a la banda más o menos de cerca.
Barrow estaba contento.
Paseó su mirada por lo que él llamaba pomposamente «campo de batalla».
Muertos y muertos, hasta que los ojos se cansaban de contemplarlos.
Prince, su lugarteniente, se acercó a él.
—Ya está todo listo, jefe.
—¿Cuántas chicas exactamente?
—Quince.
—¿Buenas?
—Hum... De primera.
—Pues entonces larguémonos de aquí. Aunque en esta zona no hay telégrafos, alguien puede haber avisado a una patrulla del ejército.
Fue a girar el caballo y entonces vio el bulto humano que estaba apoyado en las ruedas de una carreta.
No era un bulto humano muerto. No, ¡qué diablos! Era un bulto humano vivo.
Tenía una rozadura en una mejilla, pero eso era todo. Por lo visto había podido ocultarse bien durante los peores momentos de la refriega. Y no había podido intervenir en ella porque llevaba las manos sólidamente atadas a la espaldas con unas tiras de cuero.
Barrow masculló:
—¿Pero cómo está ese tío aquí? ¡Matadlo!
Prince chascó dos dedos.
—¿No lo conoce, jefe?
Barrow parpadeó.
—Infiernos... —fue todo lo que dijo.
—Es Siete por día —informó Prince.
—¿Y qué hace aquí?
—El sheriff Gurt lo llevaba prisionero.
—¡Vaya! Pues celebro que no haya muerto. Siete es uno de los mejores gatillos de Kansas, aunque no esté a nuestra altura. Creo que será un buen refuerzo para la banda.
Le hizo una seña.
—¡Ponte en pie!
Mallory obedeció, pese a tener las manos atadas, jugando sus largas y fuertes piernas.
—¡Desatadle!
Dos forajidos lo hicieron. Mallory se frotó entonces las muñecas, en las cuales se dibujaban dos largas líneas de sangre.
—¡Dadle un caballo! ¡Y que nos siga!
Mallory no había pronunciado una palabra aún. Aceptó el caballo que le daban, montó en él de un salto y se dispuso a seguir a los forajidos sin dirigir ni una sola mirada atrás.
Uno de los moribundos lo vio. Un día más tarde lo diría al jefe de una patrulla militar que se presentó en el lugar de los sucesos.
Y así fue como corrió por todo Kansas el rumor de que Siete por día se había unido también a la banda de Barrow.
He investigado en los archivos de Salina y no he podido encontrar la evidencia de hacia qué lugar se dirigió la banda, porque ese extremo parece que no ha podido ser averiguado aún. De todos modos hay claros indicios de que se reunieron en la ciudad abandonada de Wolson, por lo que deduzco que después de su golpe se dirigieron inmediatamente hacia allí.
Wolson es una ciudad que ya no existe. Y puede decirse que no existía tampoco en aquel año del Señor de 1868, aunque sus casas se conservaban enteras y aunque, vista a distancia, podía dar la sensación de una ciudad viva.
Wolson había sido abandonada por sus habitantes dos años antes a causa de la peste, y desde entonces no había vuelto a ser habituada jamás. Sus únicos moradores eran las ratas y alguna que otra serpiente, así como los buitres que ya anidaban en los tejados.
Estaba situada entre Clements y Cedar Coint, en el condado de Chase. Hacía Emporia y Newton había entonces aún un buen camino de diligencias que se usaba muy poco, y que bordeaba la ciudad de Wolson. Esta, además, quedaba oculta a la vista de los curiosos por un par de colinas muy fáciles de defender.
No era extraño que Barrow la hubiera elegido para su cuartel general mientras actuaba en aquella parte de Kansas.
Llegaron allí al atardecer del domingo. En Wolson aún había un gran saloon que conservaba en parte sus mesas y sus sillas intactas. Allí fue donde tuvo lugar el reparto del botín.
Después de eso quedaba por hacer un reparto que para aquellos tipos resultaba aún mucho más sustancioso.
El reparto de las chicas.
Para eso emplearon un método de selección que hubiera dado envidia a un empresario de variedades.
Como el saloon aún conservaba un tabladillo, las muchachas eran sacadas del carro una a una y obligadas a subir al escenario. Allí tenían que lucir sus habilidades a petición del «respetable público».
—¡Baila!
—¡Muévete!
—¡Esa falda resulta demasiado larga, idiota! ¡Nos estorba!
Algunas de las mujeres resultaban incapaces de resistir aquello.
Caían de rodillas y se ponían a llorar.
Entonces eran alzadas a puntapiés y tenían que volver a «actuar» hasta que los pistoleros quedaban bien convencidos acerca de la calidad de su anatomía.
Barrow y Prince tenían el derecho de reservarse la mejor, derecho que podían ejercitar en cualquier momento.
En cuanto a los otros granujas, como no había chicas bastantes para todos, se las sorteaban empleando un bombo que antes había servido para rifas de lotería. Aun así se producían peleas que terminaban a puñetazos y que Barrow tenía que atajar a punta de revólver.
A Mallory le habían dejado libre.
Estaba en un rincón del saloon,  observándolo todo en silencio.
Sus facciones permanecían inalterables y quietas, como si aquello no le impresionase.
Sus ojos grises helados, casi inhumanos, no reflejaban ningún sentimiento.
El no participó en las rifas, porque no se preocupó de obtener un número. Pronto las muchachas estuvieron adjudicadas y cada una de ellas fue arrastrada a la fuerza hasta los reservados del saloon.
Los pistoleros que se habían quedado sin ninguna, empezaron a jugar a las cartas y a beber. Volvieron a surgir peleas, porque todos estaban nerviosos. Hubo un muerto.
Arriba, mientras tanto, sonaban gritos de angustia.
Algunos de ellos eran desgarradores.
Mallory, que continuaba quieto y taciturno junto a una mesa, apretó al fin los labios, produjo un chasquido con dos dedos y se puso en movimiento.
No tenía revólver.
Pero tampoco pensaba usarlo cuando subió las carcomidas escaleras poco a poco.
Mejor dicho, no podía decirse en qué pensaba.
Tal vez en nada concreto.
Pero obró maquinalmente.
Abrió una de las puertas.
Y volvió a apretar los labios.
La chica sólo debía tener unos quince años.
La había visto antes abajo.
El fulano unos cuarenta.
También lo había visto antes abajo, claro.
La muchacha ya no llevaba más que unos cuantos jirones encima de su cuerpo.
Chillaba desesperadamente, dándose cuenta de lo que iba a suceder. El sicario se dedicaba a arrancar aquellos jirones con un entusiasmo digno de mejor causa.
Sus ojos congestionados miraron hacia la puerta.
Y vieron a Mallory.
Mallory estaba quieto, con las piernas entreabiertas y los brazos caídos a lo largo del cuerpo. Sin armas.
Pero con una sonrisa helada en la boca.
—Hola, tú.
Al pistolero le temblaron los párpados.
Sus ojos se congestionaron cada vez más, hasta adquirir un violento color escarlata.
—¿Qué quieres, perro? ¡Largo de aquí!
Mallory se pasó una mano por la mandíbula.
—Verás: estaba abajo y quería dormir.
—¿Y qué?
—Me molestaban los gritos de la chica.
El otro lanzó una risotada.
—¡No te preocupes! ¡Yo la haré callar!
Y tendió el brazo derecho, propinando un brutal puñetazo a la mandíbula de la muchacha.
Esta se desplomó, al borde del K. O. Quedó sentada en el suelo, con las facciones desencajadas. Y cesó de gritar, pero de sus labios escapó entonces una especie de llanto ronco.
Mallory hizo una leve mueca.
—También molesta —dijo.
—¿Tienes alguna idea mejor?
—Cierto, muchacho. Para que una mujer calle hay métodos mucho más finos.
Y la sujetó por un brazo con su hercúlea fuerza, poniéndola en pie y atrayéndola hacia sí.
Ella sólo pudo balbucir:
—Dios santo...
Porque Mallory la hizo callar.
La hizo callar besándola en la boca.
El pistolero que había tratado de ultrajarla estaba lívido, mientras la chica se desmadejaba entre los brazos de Mallory.
Se puso en pie, abandonando el diván en que estaba.
Masculló:
—Eh, amigo.
Mallory le miró de soslayo y por un breve instante dejó de besar.
—¿Qué pasa?
—La chica es mía.
—Yo sólo trataba de demostrarte que hay métodos mejores para hacerla callar. Espera.
Repetiremos.
—¡Basta de bromas!
Y el sicario sacó su revólver.
Sus facciones anchas y brutales habían adquirido también un color escarlata.
Fue a apretar el gatillo y de pronto se encontró con aquello entre las dos piernas.
Aquello era la puntera de la bota derecha de Mallory. A partir de aquel justo instante (¡qué casualidad!) el pistolero ya no tuvo el menor deseo de hacer nada con la chica.
Sólo tuvo dos deseos: que le llevasen ante un médico y preguntar por el nombre de la mamá de Mallory.
Este no le dejó tiempo.
El otro aún conservaba el revólver en la derecha.
Mallory soltó a la chica, disparó el puño izquierdo y encontró con él la mandíbula de su enemigo. El sicario disparó, pero sin puntería. La bala se clavó en el techo.
No obstante aún continuaba siendo más que peligroso.
Tanto que Mallory pensó en la conveniencia de disparar su demoledora derecha.
Y la disparó.
Al sicario le ocurrió algo que no le había ocurrido nunca. Sus pies se despegaron del suelo. Sin darse cuenta se encontró convertido en una especie de piloto de pruebas.
Con revólver y todo, tropezó con la ventana, la hizo añicos y cayó desde el saloon a la calle.
La altura era la de un primer piso. No resultaba peligrosa.
Pero debajo había un carromato abandonado con varias guadañas llenas de herrumbre. El pistolero se clavó la punta de una de ellas hasta el fondo de la nuca. Se oyó un alarido de muerte.
Mallory miró por la ventana.
Bisbiseó:
—¡Qué mala suerte!
—¿Lo has matado? —murmuró la chica.
—St.
—¿Y dices que es mala suerte? ¡Lo merecía! le ra una hiena!
—La mala suerte es para mí —murmuró Mallory.
—No te entiendo.
—Es que cuando empiezo no acabo. Me persigue una especie de maldición.
—Sigo sin entenderte.
—Cuando mato a un hombre, aquel mismo día tengo que matar a otros seis. Y no creas que es que yo lo busco. Es que las cosas vienen rodadas así. Ahora ya he empezado, maldita sea. Verás como acabo matando a siete.
—Hay cosas peores —dijo ella.
—¿Por ejemplo...?
—Que entre siete te mataran a ti.
Mallory miró con más interés a la chica. La miró desde sus demasiado juveniles curvas a sus ojos cargados de lágrimas, pero que, sin embargo, eran toda una promesa.
—No tienes un pelo de tonta, muñeca.
—Y supongo que tú tampoco. Ahora tú vas a sustituir a ese canalla.
Dijo aquello con retintín. Lo dijo como si murmurara por dentro: «¿A qué esperas, idiota?»
Mallory susurró:
—Eres demasiado joven.
—Sí.
—Y no tienes experiencia.
—No.
—Pues entonces...
—¿Pues entonces por qué no me das la experiencia tú? —preguntó ella candorosamente—. El sistema que has empleado para hacerme callar me ha parecido muy aprovechable.
Mallory pensó que la muchacha tenía razón.
—La que estás aprovechable eres tú —dijo.
Y fue a emplear el mismo sistema para que la chica no gritase. Pero sólo eso. Por su propia dignidad y por la edad de la chica, Mallory no pensaba ir más allá.
Aunque ni eso pudo hacer.
De pronto se oyeron pasos. El ruido de unas recias botas se iba aproximando hacia la puerta.
Mallory bisbiseó:
—Huye... Salta por esa misma ventana. Ahora todos están ocupados o borrachos. Con un poco de suerte, ni se darán cuenta de tu falta.
Ella tembló.
—Nunca podré agradecerte lo que...
—Ya me lo agradecerás cuando tengas diecinueve años, nena.
Y tuvo que empujarla, porque la muchacha estaba perdiendo unos segundos preciosos.
Los pasos ya estaban junto a la puerta.
Esta se abrió.
Mallory se dejó caer en el diván, junto al cinto canana del muerto. Este se había despojado del mismo para moverse mejor, apoderándose de un revólver para la pelea con Mallory. Pero el cinto tenía dos fundas, o sea que había otro «Colt».
Un tipo armado con un rifle apareció en la puerta.
Una barba gris y pestilente le ensuciaba la cara. Sus ojos sanguinolentos miraban con una fijeza obsesionante.
—Ha sonado un disparo aquí —dijo—. ¿Dónde está Bradford?
—Se ha ido.
—¿Y la chica?
—Con él.
—No acabo de creerlo. Este era un sitio ideal para los dos. ¡Y yo quiero saber dónde está la chica!
Mallory bisbiseó:
—Mala suerte la mía... Estoy viendo que ya ha llegado el segundo.
—¡Yo no me llamo Segundo! —bramó el barbudo.
—Me temo que tienes un nombre mucho más breve, amigo.
—¿Qué nombre?
—R. I. P.
El barbudo lanzó un alarido.
Fue a disparar.
Tenía todas las ventajas, puesto que ya estaba apuntando con su rifle al interior de la habitación. Pero Mallory había puesto la mano sobre el cinto-canana.
Susurró:
—Que te afeiten.
Y disparó a través de la funda.
A su enemigo le brotó una mancha roja entre la barba gris. No se dio cuenta de que le habían destrozado la mandíbula. Aún intentó desesperadamente apretar el gatillo, pero una segunda bala le hizo caer hacia atrás, con el corazón atravesado.
Mallory se ciñó el cinto mientras recargaba el revólver.
—Bueno —murmuró—, ya es el segundo. Continúa mi mala racha...
Y salió al pasillo.

 CAPITULO III


Aquel pasillo era realmente digno de observación. Las paredes, que antaño habían estado tapizadas de terciopelo rojo, aparecían ahora cubiertas de pingajos. Las puertas carcomidas no encajaban, dejando ver lo que ocurría en el interior de los reservados. Y las ratas se paseaban por todas partes, mirando intranquilas a aquellos extraños seres que habían venido a aposentarse en sus dominios.
Mallory pasó por delante de una de las puertas.
Algo chocó contra su cabeza y le detuvo.
Era un zapato de mujer.
Se oyó una voz pastosa que gritaba:
—¡Ahí va un zapato!
Mallory pestañeó.
Una cosa suave y fina le resbaló por la cara.
—¡Ahí va una media!
Mallory la tomó entre sus dedos antes de que cayera.
—¡Esta chica está la mar de bien vestida! ¡Ahí va la otra!
El pistolero debía estar pasándolo en grande, pero la mujer chillaba desesperadamente.
Mallory empujó la puerta con el pecho.
Lo que vio le hizo lanzar un gruñido.
Era peor que lo del otro reservado.
La chica, en este caso, se hallaba en situación mucho más desesperada aún.
El pistolero giró la cabeza hacia Mallory.
No se fió de él.
Supo leer una especie de sentencia de muerte en sus ojos.
Echó mano al revólver. Aunque se había quitado el cinto-canana, lo tenía sobre la mesa.
Mallory susurró:
—Estás de suerte, muchacho. Los del número tres siempre la palman sin darse cuenta.
Y disparó instantáneamente a través de la funda, arqueando el cuerpo. Tuvo razón, porque el pistolero ni se enteró. Soltó el «Colt» mientras una mancha roja se marcaba en su camisa, a la altura del corazón atravesado.
Mallory soltó el «Colt».
La chica le miraba pasmada.
Según como marchasen las cosas, podía resultar bastante más peligrosa que el pistolero que acababa de morir.
La chica tensó el busto.
¡Y qué busto!
—Me has hecho un gran favor, amigo —musitó.
—No hace falta que me des las gracias.
—Ese tipo era repugnante.
—Y que lo digas, hermana.
—En cambio tú...
Mallory se pasó otra vez la mano por la mandíbula.
—Más vale que huyas, muñeca. Salta por la ventana. No creo que ahora esos tipos estén para perseguir a nadie.
—¿Tú no me acompañas?
—No puedo, nena.
—¿Por qué?
—No lo entenderías.
—De verdad trataré de entenderte —murmuró ella, poniéndose muy modosita.
—Es que me faltan cuatro —susurró Mallory.
—¿Cuatro mujeres?
—No. Cuatro tíos.
Ella parpadeó.
—Oye, nene, ¿tú en qué lado estás?
—Ya te he dicho que no me entenderías.
—Si a mí mi novio me dice que le faltan cuatro tíos, lo mato.
—Justo. Eso es lo que voy a hacer, preciosa: Matarlos.
—Todo eso son excusas. ¿Me acompañas o no?
—Lo haría con mucho gusto, pero no me dejarán.
En efecto, a Mallory no iban a dejarle.
Se oían gritos en los otros reservados, indicando que los pistoleros empezaban a darse cuenta de que algo raro ocurría.
Uno de ellos asomó por la puerta, «Colt» en mano.
—¡Eh...!
Mallory gruñó:
—No quieras ser el cuarto, muchacho.
—¿Que me meta dentro del cuarto?
—¡Qué me metas dentro de tus narices!
El pistolero no estaba para broma. Veía aparecer una pierna de su compañero muerto por debajo de la puerta del reservado. Hizo un gesto rápido, adelantando la cadera para disparar.
No llegó a tiempo.
Mallory le clavó dos balas entre las cejas con una velocidad fulminante, instantánea.
Luego señaló la ventana a la chica.
—¡Huye...!
Ella saltó.
Y Mallory hubiera huido también, pero si lo hacía por el mismo lugar comprometía a la muchacha. De modo que trató de camuflarse por algún otro sitio. Por el reservado del pistolero que acababa de morir —el cuarto— había asomado una mujer que era quizá la menos apetitosa de todas. Tendría unos treinta años. Pero algo desconocido brillaba en sus ojos. Se adivinaba que con todo aquel ambiente, había empezado a animarse.
Miró a Mallory.
—¡Tú me has salvado! —gritó—. ¡Ven a mis brazos!
—Mira, chata, si no te importa lo dejaremos para otro día.
—¡Te pido que me salves! ¡No lo hago con ninguna mala intención!
—¡Te salvaré, nena!
Y Mallory fue a sujetarla para arrojarla también por la ventana.
Era la única forma de sacarla de allí antes, de que el asunto se estropease del todo.
Pero ella resultó ser una chica agradecida.
La mar de agradecida.
—Hum... ¡Tú sí que eres distinto de todos esos buitres! ¡Guapo, guapo, guapo...!
Y no le permitió ni respirar.
Por poco le deja sin labios.
Mallory (cuando pudo) bisbiseó:
—Eres una palomita, nena.
—Me gusta eso. ¿Por qué me llamas palomita, chato?
—Porque vas a volar.
Y la echó por la ventana.
Había que reconocer que no era un sistema de lo más fino. Pero no tenía otro remedio si quería sacarla de allí.
El estrépito de cristales atrajo a otro de los pistoleros.
Mallory se volvió instantáneamente.
Acababa de oír detrás suyo el ruido cantarino de unas espuelas.
Esta vez ni se miraron. Las cosas estaban tan claras que no valía la pena perder un solo segundo. Los dos dispararon con unas décimas de segundo de diferencia, uno desde la puerta y otro desde la ventana.
¡Chask!
El ruido lo había producido la cabeza del pistolero al partirse en dos. Fue tan extraño y siniestro que incluso dominó el estampido de los revólveres.
La bala del sicario se había desviado ligerísimamente, porque cuando fue disparada la cabeza de su dueño ya acababa de volar. Mallory no sintió más que una leve rozadura en su hombro.
Miró los dedos de su mano izquierda.
No lo hizo porque pasara nada raro en ella. Simplemente los miró porque quería llevar la cuenta.
—¡Demonios, ya son cinco! ¡Y aún me quedan dos! ¡Yo esto no lo aguanto!
No quería matar más.
No porque no odiase lo bastante a los buitres de Barrow, sino porque se daba cuenta de que, si no se largaba pronto de allí, le matarían a él.
Intentó saltar también por la ventana, pensando que la mujer que acababa de huir ya estaría lejos.
Pero no pudo.
Oyó una especie de aullido en la puerta.
—¡Robert!
Robert debía ser el último muerto. Y el fulano que acababa de gritar, por la expresión que tenía, debía ser su hermano o algo parecido.
Mallory balbució:
—Lo siento. Hazle compañía.
No dejó al otro ni tocar el revólver.
Cuando llevaba la derecha a la funda, le clavó una bala entre las cejas.
Mallory no se molestó en mirarle caer. Recargó el revólver febrilmente porque sabía que ahora le acosarían desde todos los rincones.
Cuando ya tuvo seis balas en el cilindro, salió al pasillo. Una legión de ratas aterrorizadas corrió de un lado para otro. Por una de las vigas descamadas del techo, una serpiente asomaba su repulsiva cabeza.
Mallory saltó hacia adelante.
—¡Huid, muchachas! ¡Huid, por todos los diablos!
Un par de chicas, con muy poca ropa encima y sus cuerpos llenos de arañazos, huyeron precipitadamente.
Un forajido salió tras ellas.
Vio apenas a Mallory.
—¡Maldito...!
El forajido alzó el rifle que tenía apoyado en la puerta. De pronto aquella sombra que era Mallory se iluminó con dos resplandores color naranja. El rifle saltó por los aires, mientras su dueño lanzaba un alarido de horror.
—Aaaaaaggggg...
Otra bala le atravesó la columna vertebral.
Mallory suspiró:
—Bueno, éste era el séptimo. Supongo que ahora me dejarán de una vez en paz.
Pero no se dio cuenta de que tenía un nuevo enemigo a su espalda.
Este no había salido de ningún reservado. Acababa de subir las escaleras llegando desde el saloon,  al notar que algo anormal ocurría arriba. Llevaba un rifle de cañones aserrados con el que podía deshacer materialmente la espalda de Mallory.
Y éste no lo sospechaba siquiera.
El forajido apuntó.
—Maldito hijo de hiena... —dijo con un soplo de voz.
Pero de pronto aquel soplo de voz se transformó en un alarido de muerte. Mallory, al volverse, supo que nunca olvidaría lo que estaba viendo. La serpiente, entre asustada y enfurecida, se había lanzado desde la viga contra la cabeza del pistolero. Le atacó por la nuca y se enroscó a su cuello con insólita fuerza. Cuando el sicario bramó de sorpresa y de horror, la cabeza de la serpiente se le introdujo materialmente en la boca.
Sus dientes ponzoñosos le estaban mordiendo la lengua.
Mallory hizo una mueca de sorpresa y de asco, mientras le acometía una náusea. Pero no podía olvidar que aquella serpiente le había salvado la vida, por lo que murmuró: —Tú no eres peor que ellos, hermana.
Y saltó hacia el interior de uno de los reservados. Allí no había nadie. La ventana estaba abierta.
Mallory se encontró de pronto dando una vuelta de campana en el aire, mientras caía.
Todo el saloon se veía iluminado por las lámparas de aceite, pero no había nadie en la calle. Los hombres de Barrow no sabían aún exactamente lo que sucedía ni hacia dónde tenían que dirigirse.
El joven buscó con los ojos un caballo, pero los caballos no estaban allí. Debían haberlos situado todos en un apartadero que se encontraba en el lado opuesto del saloon.
No tenía tiempo de llegar hasta allí, de modo que echó a correr. Confiaba en que las sombras le protegerían.
Bordeó la ciudad en ruinas, tratando de ganar una de las colinas, lo que le ocultaría a la vista de sus perseguidores. Pocas veces Mallory había corrido con tal velocidad. Se situó a media milla de Wolson en un tiempo verdaderamente récord.
Luego siguió corriendo colina arriba. Los pulmones le quemaban. Había elegido el lugar más difícil porque sabía que sus perseguidores no le buscarían por allí.
Casi en lo alto de la colina había una choza semiderruida. Se apoyó en una de las paredes para descansar unos minutos, mientras respiraba afanosamente.
Las paredes de la choza estaban a punto de hundirse. Y había en ellas huecos por los que podía pasar cómodamente la mano de un hombre.
Como la que se apoyó suavemente en la espalda de Mallory, llevando empuñado un revólver.

CAPITULO IV


Mallory sintió que se le cortaba la respiración.
Llevaba una funda con un «Colt», y ese «Colt» estaba cargado. Pero ni soñar en tratar de empuñarlo, porque el tipo que estaba tras él dispararía antes de que moviese un dedo.
Y tenía que ser uno de los hombres de Barrow. Tenía que ser a la fuerza un centinela puesto por éste en la zona de las colinas.
Mallory susurró:
—Bueno, muchacho, ¿a qué esperas para darle gusto al dedo?
Una voz desconocida dijo ásperamente:
—Tú eres Siete por día.
—Pues..., pues sí.
—Desabrocha tu cinto. Desabróchalo con una sola mano y envíalo bien lejos de aquí.
El joven obedeció.
Arrojó el cinto a unos diez pasos, quedando completamente desarmado.
La voz dijo:
—Adelanta una yarda con las manos en alto.
—De... de acuerdo.
A poca distancia se oían gritos.
Los hombres de Barrow habían encontrado a sus compañeros muertos, pero aún no sabían muy bien quién era el culpable y a quién tenían que buscar.
Mallory pensó: «Ahora ese buitre que está a mi espalda le da gusto al dedo y me liquida...»
Pero de pronto oyó un formidable estrépito a su espalda.
La pared en que antes estuvo apoyado, acababa de derrumbarse, y toda la choza se estaba derrumbando con ella. Lo curioso era que aquello lo había hecho un solo individuo, valiéndose del sencillo procedimiento de empujar con su abdomen.
Claro que no era una barriga cualquiera.
¡Amigos, qué mole!
Mallory se volvió sorprendido, aun sabiendo que quizá con ello buscaba un balazo antes de hora. Y lo que vio le hizo lanzar un gruñido de sorpresa.
No imaginaba ni remotamente que aquel tipo pudiera estar allí.
Con sus ciento treinta quilos largos de músculo y hueso.
Con sus dientes de jabalí.
Con su cara de bestia.
Con su «Colt» del 45 extralargo que ya había matado a varias docenas de hombres.
Con su estrella de sheriff.
Mallory balbució:
—¡Buntrop!
—Sí, Buntrop, el Gordo.  Y tú eres Mallory, el Siete por día.
—Dos apodos que nos cuadran.
—¿Qué haces aquí?
—Estaba con la banda de Barrow.
—¿Unidos a ellos?
—Yo no diría exactamente eso.
—¿Pues entonces qué?
—El sheriff Gurt me llevaba prisionero y ellos me liberaron. Pero me temo que no les he pagado el favor demasiado bien.
—¿Por qué?
—Acabo de matar a siete de sus hombres.
—¿Siete?
—La ración no daba para más.
—Nunca lo he entendido, Mallory.
—¿El qué...?
—Por qué matas siempre a siete.
—No sé qué ocurre... Siempre se me ponen siete hombres por delante, sheriff.  Siete, ni uno más ni uno menos. No es que yo los busque. ¡Qué va! Pero yo me los encuentro delante del gatillo y, ¿qué quiere que haga? Lástima no se haya inventado el «Colt» de siete tiros. Terminaría el trabajo con una sola carga.
—Eres una bestia inhumana, Mallory.
—Y usted es un humano con aspecto de bestia. ¿No ha probado de presentarse nunca a un concurso de ganado vacuno? Seguro que se llevaba el primer premio.
—¡Te voy a...!
—No lo haga aún, sheriff.  Puede convertirme en un colador, pero seguro que los disparos llamarían la atención de los que están ahí abajo.
Y señaló al pie de la colina, donde el estrépito era más formidable cada vez.
—¿Son los hombres de Barrow?
—Claro que sí, sheriff.  Están ocupando ahora la población abandonada de Wolson. Y si nos encuentran no creo que ni usted ni yo lo pasemos demasiado bien.
Buntrop rechinó los dientes. Produjeron un crujido que dejó pequeño al del roce de una docena de limas.
—No te hagas ilusiones, Mallory.
—No me las hago.
—Tú eres un criminal reclamado. Vas a venir conmigo a la ciudad de Mac Pherson.
—¿Es que le han nombrado sheriff del condado?
—Sí.
—Ha tenido suerte, Buntrop. Es la primera vez que le veo convertido en un hombre importante y con un empleo fijo. Antes era usted un pistolero a sueldo.
—Los ciudadanos de Mac Pherson han depositado su confianza en mí. Y voy a decirte una cosa.
—Dígala, caramba. No se la quede dentro porque aún le engordaría más.
—¡Maldito seas, Mallory! En mi oficina tengo un pasquín así de grande y así de sucio.
¿Y sabes lo que hay en ese cochino pasquín?
—Ni idea.
—¡Pues tu cochina cara!
—¡Hay que ver! ¡Quién lo hubiera dicho!
—Y debajo hay una cifra con cuatro ceros.
—Eso ya no es tan cochino, sheriff.
—Justo. Los cuatro ceros van a ser para mí. ¿Y sabes, lo que voy a hacer cuando los cobre? Ir a Nueva York y ponerme a comer en un restaurante de esos de lujo.
Voy a hincharme. Hace tiempo que no como de la manera que Dios manda. ¡Me voy a poner a modo!
—Eso no lo necesita, sheriff.  Y tampoco le aconsejo que vaya a Nueva York. En cuanto el maître del restaurante de lujo le vea, lo incluye a usted en la carta. Filetes de vaca flameados con whisky.
Los dientes de Buntrop rechinaron otra vez.
No aguantaba aquella clase de bromas.
Estuvo a punto de disparar.
Pero al fin se impuso su buen sentido y masculló: —Vas a acompañarme, Mallory.
—Claro que lo haré. Con el argumento que usted lleva entre los dedos...
—Avanza a tres pasos delante mío.
—No me dirá que ha venido hasta aquí sólo para buscarme.
—No, claro que no. Ignoraba que estuvieras por estos contornos y hasta que el sheriff Gurt te hubiera apresado. Me han dicho que la banda de Barrow había dado un golpe y yo he realizado una inspección con tres de mis hombres. Ellos están ahora alineados e identificando a los muertos. ¡Ha sido horrible...!
—Tanto que no me arrepiento en absoluto de haber liquidado a mis siete hombres de la ración de hoy —dijo Mallory.
Y echó a andar tal como el sheriff le indicaba.
Sabía que no podía arriesgarse con un tipo como Buntrop.
Buntrop jamás gastaba bromas. Le liquidaría si notaba el menor gesto que no le gustase.
A poca distancia de allí había dos caballos.
Era normal que Buntrop llevase un corcel de repuesto mientras galopaba.
Porque con un solo animal para aguantarle, el pobre penco hubiera pedido la jubilación al cabo de diez millas.
—Sube a ése.
Mallory subió. Buntrop hizo lo mismo en el otro animal, que empezó a gruñir al ver la mala suerte que había tenido.
—¡Abajo!
Los dos descendieron la colina por el otro lado, alejándose de Wolson. En la ex ciudad abandonada continuaba el barullo, pero los hombres de Barrow no se atrevían a hacer una descubierta por temor a que aquello fuese una trampa.
Hacia la medianoche, los hombres llegaron a la ciudad de Mac Pherson.
Todo estaba tranquilo.
Unos cuantos borrachos durmiendo en los porches. Un viejo fumando su última pipa.
Una chica en una esquina esperando su última oportunidad.
Lo de siempre.
En la puerta de la oficina del sheriff montaba guardia un ayudante.
Abrió unos ojos como platos al ver a Mallory.
—¡Cuerno! ¡Menuda cacería, sheriff!
—No es eso lo más importante, maldita sea —masculló Buntrop—. Tú, corre. Tienes trabajo.
—¿Qué clase de trabajo?
—Vete al telégrafo y envía un mensaje a Fort Lauren. Es la guarnición militar más cercana. Explicas que la banda de Barrow ha hecho la peor masacre que se recuerda en Kansas. Docenas y docenas de muertos.
Hombres, mujeres y niños. Una salvajada. Si la caballería se mueve pronto, aún podrá cazarlos en Wolson. Hace poco les he dejado allí celebrando una fiestecita.
El ayudante palideció.
—Claro que sí, jefe. Voy en seguida.
—Oye.
—Sí, jefe.
—Añade una frase al final: «Renuncio a hacer juzgar a esos buitres. Pido como favor especial que a todos los pasen a cuchillo». Y firmas: Buntrop.
—De acuerdo, jefe.
El ayudante se largó.
Buntrop pegó un terrible empujón a Mallory, lo situó delante de la única celda y luego le atizó un gancho que por poco le hace pasar por entre los barrotes. Las mandíbulas de Mallory crujieron. Si llega a poder defenderse, allí hubiera habido mucho que hablar.
Pero Buntrop tenía todas las ventajas, puesto que conservaba el «Colt» en la izquierda mientras atizaba con la derecha.
A Mallory le zumbaba la cabeza.
Se sentía al borde del K. O. Y se encontró sentado en el suelo de la celda sin saber bien cómo.
Buntrop cerró secamente.
Y se sentó en su silla reforzada, poniendo los pies sobre la mesa, que crujió lastimeramente.
Bebió un trago de whisky. Dos tragos. Tres tragos.
Luego la pasó por entre los barrotes, poniéndola al alcance de Mallory.
—¿Quieres?
—Después de lo que acabo de recibir no me sentará mal.
—Pues bebe hasta hartarte.
—¡Si sólo quedan un par de gotas!
—Hombre... Chupando la botella bien aún le puedes sacar sustancia.
Luego se acomodó bien en la silla, que ya se tambaleaba, y murmuró: —Espero que los de Fort Lauren reciban el mensaje a tiempo. Es lo único que puedo hacer. Con mi ayudante no podría ni soñar en atacar a esa banda. Tampoco reuniría voluntarios en la ciudad para enfrentarse a unos gorilas como los de Barrow.
Sacó otra botella de whisky, la destapó con los dientes y escupió el tapón, que dio de lleno en un cuadro del presidente de Estados Unidos que adornaba una pared. El pobre presidente de Estados Unidos aterrizó en el suelo, con el marco descoyuntado.
—Y a ti, ¿cómo te pudo capturar Gurt? —preguntó.
—No lo va a creer, Buntrop.
—Yo creo cualquier cosa excepto que un hombre puede adelgazar.
—Gurt y yo tuvimos un encuentro y nos enfrentamos a tiros en un rancho abandonado. La batalla duró una hora sin que nos alcanzásemos. Al final ya no se sabía si él me tenía acorralado a mí o yo a él. Como no parecía haber salida, resolvimos jugamos la cuestión a las cartas.
A Buntrop se le atragantó el whisky.
—¿Qué me dices?
—Los dos actuamos como hombres de honor. Salimos sin armas, nos reunimos en un rincón neutral y usamos un mazo de cartas.
—Fuiste un inocente, Mallory.
—¿Por qué?
—¡Infiernos! ¡Gurt era un tramposo! ¡Hasta su mujer lo sabía!
Mallory chascó dos dedos.
—¡Cuerno, por eso me ganó!
—¿Y tú te entregaste?
—¿Qué iba a hacer? Puede que Gurt tuviera alguna carta falsa, pero también tenía un revólver escondido dentro de la bota.
—¿Y vas a hacerme creer que tú no tenías ninguno?
—Sí, pero él lo sacó antes.
—¡Pues vaya par de hombres de honor!
—El caso es que tuve que acompañarle —murmuró Mallory—. Como ve, fue el colmo de la buena suerte.
—Hum... Pues no creas que ahora estás mejor. Dentro de un par de días serás juzgado, dentro de tres te ahorcaremos, dentro de cuatro yo cobraré, dentro de siete yo estaré en Nueva York, y dentro de ocho tendrán que sacarme del restaurante en carretilla.
—Pues sí que es todo un problema... —refunfuñó Mallory.
Procuraba mantenerse animado, pero se daba cuenta de que su situación era desesperada.
Buntrop no sólo tenía los dientes de jabalí. También tenía los instintos. Buntrop no perdonaba jamás.
El sheriff se puso en pie, mientras la silla, aliviada, parecía exhalar un suspiro.
—Voy a la oficina de Telégrafos —murmuró Buntrop—, a ver qué mensaje ha escrito el bestia de mi ayudante. Es capaz de haber puesto que pido por favor que me pasen a mí a cuchillo...

CAPITULO V


Mallory durmió a gusto en la celda. En realidad hacía tiempo que no podía dormir así.
En sus largas galopadas con el sheriff Gurt, éste le había obligado siempre a dormir atado a un tronco. Ahora disponía de una litera para él solo y de un techo que le libraba de las inclemencias del tiempo. Así no es de extrañar que a las nueve de la mañana siguiente aún estuviera durmiendo como un bendito.
El sheriff le zarandeó.
—Eh, tú.
Mallory abrió un ojo y vio aquella mole muy cerca.
—Por favor, sheriff,  apártese. No vaya a cogerle un mareo y se me caiga encima.
—Te he traído el desayuno.
—Dios se lo pague. Y para pagarle yo también, voy a darle un consejo.
—¿Un consejo tú?
—No se burle, porque puede serle útil. Ahora me he dado cuenta. Usted tiene un sistema infalible para que ninguno de sus prisioneros huya.
—¿Qué sistema?
—Les pisa un pie, y yo le aseguro que los pobres no corren en tres meses.
—Ya me estás jorobando. Voy a emplear el sistema contigo.
—No, Buntrop, yo no pienso huir. Estoy la mar de bien aquí. ¡Si hasta me traen el desayuno a la cama!
Tomó la bandeja de latón que le ofrecían.
En ella había unas tortas de maíz, tocino frito, dos huevos y una taza de café.
Ni en el hotel.
Mallory despachó todo aquello con buen apetito mientras el sheriff volvió a cerrar la puerta.
—Oiga, Buntrop, ¿después de desayunar podré lavarme?
—Claro que sí —masculló el sheriff—. Aquí el único que no se lava soy yo. Dicen que el agua se lleva las vitaminas.
—¿Qué se ha sabido de Fort Lauren?
—Contestaron que salían en seguida, pero luego no he vuelto a saber nada más.
—Quizá han aniquilado ya a la banda de Barrow.
—Eso espero. De todos modos no puedo tardar en tener noticias.
Como si aquellas palabras hubieran sido una premonición, en aquel momento entró en la oficina un cabo de Caballería. Venía cubierto de polvo y se notaba que había pasado la noche sin pegar un ojo.
—¿Sheriff Buntrop?
—Soy yo mismo.
—Me envía el coronel Donovan. Salimos anoche y hemos llegado al amanecer a Wolson.
—¿Y...?
—Malas noticias. O por lo menos no son buenas. Los forajidos se habían marchado ya.
—¡Infiernos! ¿Cree que olieron el peligro?
—Tal vez, porque se notaban síntomas de una marcha precipitada y en todas direcciones. También encontramos a unas cuantas chicas procedentes de la caravana, que habían podido salvarse.
Mallory se puso a silbar una cancioncilla.
Bueno, al menos aquella era un noticia optimista.
Parte de las chicas se habían salvado. Y en cuanto a la fuga de los sicarios, no era tan extraña. Habrían temido lo peor al darse cuenta de que había huido, él, poniéndose en condiciones de dar el chivatazo.
—El coronel quiere que sepa que perseguimos a esos hombres, sheriff —dijo el cabo—. Aunque se han dispersado, realizamos un movimiento envolvente y pensamos atraparlos en las cercanías del Kanopolis Lake, hacia donde se dirige el grueso de nuestras fuerzas.
—Gracias, cabo. ¿Vuelve usted con los suyos?
—Ahora mismo.
—¿No quiere una copa?
—No puedo. Muchas gracias. He de llevar otro mensaje para que se sitúen puestos de observación, y cada minuto cuenta para mí.
—Como usted quiera. Buen viaje.
—Gracias.
El cabo fue a salir.
Y en aquel momento, al ir a atravesar la puerta, casi tropezó con una mujer.
Con la mujer más pistonuda que había visto desde que empezó a andar a gatas.

CAPITULO VI


Perdonen, amigos.
Uno no quisiera ponerse a hablar de chicas.
Y es que cuando uno se pone a hablar de chicas, se le hace la boca agua, y en resumen, al fin y al cabo pasa mal rato.
Pero es que ésta era especial.
De mil pares de narices.
Una diosa.
¡Una tía buena!
Vamos a hablar claro, para que nos entendamos todos.
¡Una tía buena!
La señora en cuestión estaba en la puerta, apoyada en una de las jambas. Llevaba un vestido negro. Un vestido que se pegaba a sus curvas como si les hubiese tomado cariño.
Llevaba también unos zapatos altos, que la hacían estar como sobre un pedestal. Y lo más admirable era su juventud; no llevaba ningún maquillaje porque no lo necesitaba. Su piel era tersa y fresca como la de una fruta madura.
El cabo murmuró:
—Hola, señorita, ¿usted aquí?
—Acabo de llegar.
—¡Qué sorpresa!
—Quedé muy agradecida a todos ustedes, pero ahora voy a permanecer unos días en la ciudad. ¿Quiere tomar una copa conmigo, cabo?
Al otro se le hizo la boca agua.
Hubiera tomado no una copa, sino un barril.
Pero era un hombre que tenía unos deberes casi sagrados que cumplir. Hizo un gesto de contrariedad que no tenía nada de fingido.
—Lo siento, señorita —musitó—. Lo siento de veras. Aceptaré su compañía con mucho gusto si tengo la suerte de volver a encontrarla al regresar aquí. Pero ahora he de entregar unos mensajes urgentes.
—Lo lamento, cabo. Como no me moveré de la ciudad, es seguro que volveremos a encontrarnos.
Y sonrió.
El cabo, antes de salir, se cuadró como si estuviera ante un general.
Y es que con generales así, ¡demonios!, uno ganaría todas las guerras.
Porque el enemigo iba a desertar de tal manera que en las trincheras habría que poner «Reservado el derecho de admisión».
Cuando el cabo se hubo ido, la chica sonrió al sheriff.
Al sheriff le temblaba la mandíbula.
Y el estómago.
Ya no sabía ni dónde tenía la mesa.
—Hola, señorita —bisbiseó—. Muy buenas... ¡pero que muy buenas!
—¿Qué ha dicho usted? ¿Muy buenas o muy buena?
—Las... las dos cosas.
—Usted es el sheriff Buntrop, supongo.
—Para servirla. Para servirla en lo que quiera.
—Me han dicho que cuando una persona pensaba instalarse en la ciudad debía inscribirse en una lista de residentes que lleva usted.
—Eso era antes, señorita. Con motivo de la guerra, hace más de un año, se aplicó esa norma, pero ahora ya no se usa. Puede usted instalarse en la ciudad el tiempo que quiera, sin cumplir ningún requisito. Por mi parte estaré encantado de tenerla entre nosotros.
—Es usted muy amable, sheriff.  Siento haberle molestado.
—Molestias como ésta quisiera yo veinte al día, caramba.
La chica salió.
El sheriff se volvió hacia el preso.
—¡Canela fina, muchacho! ¡Qué mujer! ¡Lástima que tú no la hayas visto!
—Claro, sheriff,  usted se lo lleva todo.
—¡Sensacional, chico, sensacional! ¡Qué tía!
—Bueno, hombre, encima no me dé envidia. ¡Cállese de una vez!
El sheriff se zampó media botella de whisky y luego extrajo un mazo de cartas disponiéndose a hacer solitarios.
Pero le seguía temblando el estómago.
—¡Qué tía...! —murmuraba—. ¡Qué tía...!
Mallory se apoyó en las rejas.
—¿Qué? ¿Puedo ir a lavarme o no?
—Sí. Mi ayudante te acompañará. Pero no hagas bromas porque le he dado orden de tirar a matar.
Le abrió la puerta y Mallory salió al patio posterior, sin que dejaran de encañonarle un momento.
Cuando regresó, el sheriff aún estaba con los solitarios.
—Oiga, Buntrop.
—¿Qué pasa?
—Me han dicho que usted es un fullero.
El sheriff enseñó sus dientes de jabalí.
—Sí, ¿eh?
—Me han asegurado que incluso se hace trampas usted mismo en las partidas de solitarios.
—Eso son los envidiosos. Me critican porque gano a todo el mundo.
—A mí no me ganaría.
—Menos humos, muchacho. Contigo no tengo ni para mancharme los dedos.
—También dicen por ahí que las trampas las hace mal. Que una vez se le cayó un as de la manga y fue a parar dentro del vaso de ron del tipo que jugaba contra usted.
—¡Repito que son calumnias! ¡Te voy a...!
—¿Sería capaz de derrotarme, sheriff?
—¡Claro que sí! ¡A la carta más alta! ¡Soy capaz de jugarme hasta las botas!
—¿Se jugaría mi libertad, Buntrop?
El otro parpadeó.
Pero era un fulano que nunca se volvía atrás, y Mallory lo sabía. Por eso le estaba provocando.
—¡Una cosa que hizo el sheriff Gurt yo la hago también! —aulló Buntrop, golpeándose el pecho como un gorila—. ¡Siéntate ahí! ¡Y baraja! Pero ahora que lo pienso, ¿tú qué juegas, borracho?
—Lo que he ganado como pistolero a sueldo en más de una docena de ciudades. Diez mil dólares. Los tengo depositados en el Banco Federal de Dallas. Ahí va el resguardo.
Se lo mostró.
El sheriff lo miró, lo olió y luego pareció afilarse los dientes con las uñas.
—Conforme. ¡Baraja!
Los dos jugaron una sola partida.
A la carta más alta.
Y un par de minutos después Buntrop lanzaba una salvaje imprecación, mientras hacía temblar la mesa de un puñetazo.
—¡Infiernos! ¡Has hecho trampas!
—No podía, sheriff.  Llevo las mangas subidas y además acabo de salir de la celda.
Y disimuladamente Mallory guardó las otras tres cartas falsas que llevaba remetidas en la caña de la bota.
—De modo que... que estás libre... —balbució el sheriff.
—Usted ha perdido. Un jugador no puede faltar a su palabra.
—¡Infiernos! ¡Vete de aquí! ¡Vete! ¡No quiero verte!
—Primero devuélvame mis cosas.
—¡Las tienes en aquel armario!
—Y prométame que no va a tratar de detenerme de nuevo mientras esté en la ciudad.
—¿Es que vas a quedarte? ¿Tendrás tanta cara dura?
—Sí, de momento. Y por una razón.
—¿Cuál?
—La chica.
Buntrop lanzó un rugido.
—¡Vete, maldito! ¡Vete o te mato!
Mallory recogió sus cosas y salió.
Casi no podía creerlo.
¡Libre!
Lo primero que hizo fue comprar un cinto-canana con un revólver y entrar en una barbería a afeitarse.
Luego recorrió de arriba abajo la ciudad buscando a la muchacha del vestido negro.
Pero no la encontró.
Y es que a uno, en un mismo día, no le llega dos veces la buena suerte.

CAPITULO VII


Había anochecido ya cuando decidió largarse a otro sitio.
No le convenía estar más en la ciudad. Ya que no había encontrado a la chica, era inútil estar allí. El sheriff podía arrepentirse y volver a ponerle la zarpa encima.
Resolvió comprar un caballo con el dinero que llevaba encima.
Pero antes entró en un saloon a beber un par de copas. Las. últimas.
El saloon estaba delante de la oficina del sheriff.  Desde allí veía a Buntrop sentado en la silla, con las patas en la mesa y el sombrero echado sobre los ojos. Dormía soñando en su mala suerte. Cada vez que exhalaba aire, se levantaba el ala mugrienta de su sombrero y temblaba la lámpara del techo.
Y en aquel momento ocurrió algo que le despertó.
Un jinete entró al galope en la ciudad.
No era un jinete cualquiera. Se trataba de un hombre de unos treinta años, joven y fuerte, vestido con el uniforme de la caballería. Una espantosa mancha de sangre cubría enteramente de rojo el azul de su guerrera.
Al llegar ante la oficina del sheriff,  se dejó caer del caballo. Tanto él como el animal estaban al borde de sus fuerzas. El soldado intentó gatear para subir al porche, pero no pudo.
Buntrop le ayudó. Claro que lo hizo con tanta fuerza que por poco lo sacude y lo mata.
—¿Qué pasa, soldado?
—La banda de... de Barrow.
—¿Ha sido aniquilada?
—Qué demonios... ha de serlo.
—¡Pero si el ejército tenía que rodearla!
—Se nos han escabullido. No sé cómo, pero se nos han escabullido. Nosotros éramos tres... Hacíamos una patrulla cuando... cuando hemos encontrado al grueso de la banda.
El sheriff se había vuelto de color amarillo.
Barbotó:
—¿Os han aniquilado?
—Sólo yo he podido... llegar hasta aquí... para avisarles.
—¿Cuántos son ellos?
—Me ha parecido contar... unos sesenta.
Entre la gente que se había acercado y escuchaba la conversación, se produjo un murmullo de miedo y de asombro.
El soldado añadió:
—Pónganse... a salvo... Vienen hacia aquí... Quieren aniquilar esta ciudad y saquearla...
como han hecho con otras.
Entre la gente se produjo un remolino de pánico.
Buntrop alzó los brazos.
—¡Malditos! ¡Nada de miedo, idiotas! ¡Para eso está el ejército! ¡Nada menos que toda la guarnición de Fort Lauren!
El soldado cabeceó pesadamente.
—Lo siento, sheriff,  pero en Fort Lauren apenas quedan diez hombres para los servicios indispensables. Toda la guarnición ha salido a perseguir a esos hijos de perra...
—Bueno... De la guarnición estoy hablando.
—Están desorientados. Buscan a la banda muy lejos de aquí.
—¿Y no se les puede avisar?
—Por telégrafo imposible. Pasarán por zonas en las que no hay tendido de la línea.
Además... además, los hombres de Barrow habrán tumbado ya los postes y roto los cables. Siempre lo hacen.
El sheriff había pasado del color amarillo al color ceniza.
—¡Enviaré jinetes a localizarlos! —barbotó.
—No llegarán a tiempo. Están a un día de distancia de aquí. Y los hombres de Barrow están apenas a tres horas...
Las últimas palabras parecieron correr por la población como el fuego corre por un reguero de pólvora.
¡Tres horas!
¡Dentro de tres horas la ciudad sería destruida!
Demasiado sabían todos cómo las gastaba la banda de Barrow, cuyo ataque nadie podría frenar. Varias ciudades de Kansas habían sido aniquiladas ya, a pesar de la resistencia de sus habitantes. Y cuanto más resistían éstos, peor era luego.
Además, lo ocurrido poco antes con la caravana se sabía ya en toda aquella parte del Estado.
La gente empezó a correr.
Era una ola de pánico.
Resultaba incontenible.
En el saloon las mesas eran volcadas. La gente se apretujaba en la puerta para salir antes. La calle se había convertido de repente en una torrentera humana.
El sheriff trataba inútilmente de contener el pánico.
—¡Idiotas! le n los otros sitios vencieron porque atraparon a la gente por sorpresa, pero aquí no! ¡Si todos nos defendemos no va a quedar ni uno! ¡Yo me juego la cabeza a que mato al menos a ocho! ¡Y si cada uno de vosotros se carga a uno, no van a quedar ni para muestra! ¡Somos más de doscientos!
Pero a la gente, cuando está presa del pánico, no se le puede ir con razonamientos.
Los hombres sólo pensaban en el peligro que iban a correr sus mujeres y sus hijos. Y en que tenían tres horas para ponerse a salvo.
Buntrop intentó detener a la gente con su abdomen.
Y derribó a más de media docena.
Pero no podía luchar contra aquella oleada humana. Tuvo que subir de nuevo al porche cuando un carro en el que ya iban fugitivos estuvo a punto de arrollarle a él.
Llamó a su ayudante.
—¡James!
Pero James no aparecía. Había huido también.
El sheriff rezongó:
Y entró en la oficina como un toro.
—No se ponga así, Buntrop —dijo la voz desde la puerta—. Más vale que huya usted también.
Buntrop se volvió.
Tropezó con la mesa.
Y la mesa se hizo polvo.
Mallory estaba negligentemente apoyado en una de las jambas de la puerta, llevando aún en la mano un vaso de whisky que, por supuesto, no pensaba pagar.
—Huya, sheriff —repitió—. Tiene tres horas. Bueno, ahora ya deben ser tres horas menos cuarto.
Buntrop lanzó una especie de ladrido.
—Yo no me marcho.
—Le liquidarán. ¿Qué trata de hacer? ¿Enfrentarse usted solito a sesenta hienas?
—De todos modos, no huyo.
—¿Paro por qué?
—Porque en esta cochina ciudad es donde-yo me gano la comida, y para mí la comida es sagrada.
Mallory lanzó una carcajada que hizo temblar la puerta.
—¿Sabe una cosa, Buntrop?
—¡No quiero saberla!
—De todos modos se la diré: Me cae usted simpático.
—Pues es raro. Porque, por lo general, a la gente le caigo mal.
Y lanzó él a su vez una risotada, como si acabara de decir una gracia inmensa. La risotada fue acompañada de un amistoso codazo al estómago de Mallory, que por poco estropea a éste la digestión de las tres últimas semanas.
Luego Buntrop se puso serio.
—Lárgate, Mallory.
—¿Y si no lo hago?
—¡Lárgate! le s una orden!
—Yo no acepto órdenes de un sheriff mamarracho. No olvide que soy un ciudadano libre.
—¡Libre porque has hecho trampas!
—¿Yo?
Mallory dio un taconazo y en aquel momento saltaron de la caña de su bota dos de las cartas falsas.
El sheriff barbotó:
—¡Maldito...!
—Calma, Buntrop.
—¡No quiero ni verte!
—Voy a quedarme aquí, Buntrop, aunque no le guste.
—¿Pero por qué razón?
—Por dos razones: una porque es usted una bestia valiente, y las bestias valientes me caen bien. Dos, porque he visto actuar a la banda de Barrow y nunca podré olvidarlo. No sé si recuerda que yo estaba en la caravana asaltada. Entonces marqué a unos cuantos fulanos para matarlos cuando pudiera, y no he podido aún. Ahora voy a tener la oportunidad.
—Antes de que te maten a ti.
—Antes de que me maten a mí... —dijo Mallory lúgubremente.
Pero sin ni una chispa de miedo.

CAPITULO VIII


Buntrop dio un salvaje puñetazo al aire.
Con voz ronca masculló:
—Lo que no entiendo es cómo el ejército se ha despistado. A esos tipos les dan títulos en West Point, les llenan de galones y, sin embargo, cualquier pistolero se ríe de ellos.
Cada día son más idiotas.
—No lo son, Buntrop. Hay una razón por la cual han resultado engañados.
—¿Qué razón?
—Aquella mujer. La del vestido negro.
El sheriff pestañeó.
—¿Qué dices...?
—Ahora me doy cuenta de todo. Ella estaba aquí cuando el cabo habló con usted. Lo escuchó todo desde la puerta, y luego inventó una excusa para justificar su presencia aquí. No olvide que el cabo le dio detalles. Dijo por dónde se desplegaría el ejército y en qué zona pensaba sorprender a los forajidos.
—Diablos, es verdad. Lo dijo.
—Ella tuvo medio de avisarles. Sin duda es la espía que los hombres de Barrow siempre han tenido. La que llega a las ciudades antes que ellos, busca los puntos flacos y señala los sitios por donde se debe atacar. No hay duda de que dispone de uno o dos rápidos enlaces a caballo.
—Cierto. Tiene que ser así.
—Además ya había estado en Fort Lauren. Todo encaja, sheriff.  Recuérdelo: el cabo la conocía. Ella debió pedir permiso para pasar la noche en Fort Lauren, y naturalmente no se lo negaron. Así se enteró del despliegue de las tropas y pudo avisar a sus amigos antes de que éstos llegaran a Wolson. Por eso habían huido ya.
—Pero el cabo dijo que tenía que llevar mensajes para establecer unos puntos de vigilancia y...
—Esos mensajes no llegaron nunca, sheriff.  Los hombres de Barrow se han podido mover a sus anchas sin que nadie les controlase, y si se han encontrado con una patrulla militar de tres soldados ha sido por pura casualidad. El pobre cabo a quien vimos esta mañana aún no ha debido moverse de aquí.
—¿Qué trata de insinuar, maldito Mallory?
—No quisiera pensarlo, pero lo estoy pensando.
Y salió.
En el porche aún estaba tendido el soldado herido. Seguía perdiendo sangre y su estado parecía desesperado, porque nadie se había ocupado de él. Mallory lo alzó en sus brazos y lo llevó a la casa del médico, pero éste también había huido de la ciudad. Tuvo que improvisarle él un vendaje con el material que encontró, administrarle un calmante y tenderlo en una de las camas, con la esperanza de que su fuerte naturaleza le ayudaría a superar las horas más difíciles.
Luego volvió a salir a la calle.
Esta aparecía espantosamente desierta.
Causaba un efecto fantasmal ver las tiendas y las casas con las luces encendidas, pero sin nadie dentro, como si todos sus habitantes hubieran muerto de pronto y no quedaran ni sus cuerpos. De tarde en tarde algún último rezagado salía con su carreta llevándose lo que podía. Incluso en el saloon no había un alma. Las botellas se alineaban en los anaqueles como mudos testigos de la vergüenza más grande por la que había pasado la ciudad.
Mallory penetró en los almacenes, en las cuadras y en todos los lugares donde normalmente no hubiese gente durante el día.
Estaba seguro de que encontraría lo que buscaba.
Y lo encontró.
El cuerpo del cabo se hallaba bajo unos sacos de grano en un almacén. Lo habían apuñalado por la espalda. El pobre muchacho aún tenía impresa en el rostro una expresión de sorpresa y horror.
Mallory chascó dos dedos.
—Perra maldita... —farfulló.
Y en aquel momento sonó una voz lenta y suave a su espalda: —¿Me llamabas a mí...?

CAPITULO IX


Mallory se volvió poco a poco.
No intentó tocar el revólver, porque sabía que se la jugaba. En efecto, lo estaban apuntando ya. Lo notó al mirar un poco de soslayo e intuir el brillo de un revólver.
—Vuélvete.
El conocía aquella voz.
Por eso no se sorprendió en absoluto al ver a la chica del vestido negro. Pero ahora no lo llevaba largo, como antes, sino un vestido con la falda muy cortita. Sus piernas eran de lo más escultural con que se había tropezado Mallory. Tanto que apenas se fijó en el fulano que estaba al lado de la muñeca y que era el que le apuntaba con un revólver.
Ella musitó:
—Veo que has adivinado lo ocurrido.
—No era tan difícil.
—Otros no lo han descubierto.
Mallory señaló con el mentón hacia el cadáver.
—Parecía un buen muchacho. ¿Lo has matado tú?
—No. Ha sido este amigo.
Y la chica señaló a su vez con el mentón al hombre que estaba a su lado y que empuñaba un «Colt» 45.
Era un sucio y viscoso pistolero. Mallory conocía bien a aquella clase de reptiles. Pero éste vestía muy bien, porque para su modo de actuar necesitaba infundir confianza.
Siete por día barbotó:
—Tú te llamas Estrella, ¿no?
—En efecto.
—Pues eres una sucia hiena. Y tu amigo, el del «Colt», huele peor que una rata muerta.
El pistolero rechinó los dientes.
—¿Por qué no lo mato de una vez, Estrella?
—Claro que sí. Mátalo. Nadie va a oír la detonación en esta ciudad vacía. ¿A qué esperas?
El otro enseñó los dientes en una sonrisa venenosa.
—Quítate el cinto, amigo. Quítatelo con una sola mano.
—Claro... —dijo Mallory.
Y se lo jugó todo a una carta.
Su vida estaba, llena de situaciones así.
Mientras bajaba la izquierda, simulando llevarla a la hebilla del cinto, adelantó la cadera y bajó la derecha.
El revólver pareció ir al encuentro de su mano en lugar de ir la mano al revólver.
Sonó un solo disparo.
El pistolero no se dio cuenta de nada. Tuvo esa suerte. De repente el almacén, su enemigo, el aire, desaparecieron para él. La bala le acababa de atravesar el frontal, volándole la cabeza.
Estrella estaba petrificada.
No podía creerlo.
Con toda su agilidad de gata joven trató de ganar la puerta, pero fue inútil. Mallory le disparó a uno de los zapatos, rompiéndole el tacón. Estrella dio un brinco extraño y quedó paralizada.
El se acercó poco a poco.
—Qué hermosa eres... —balbució.
—¿De... de veras?
—¡Qué piel más maravillosa!
—¿Te gusta?
—Me enloquece.
Estrella empezó a pensar que las cosas, después de todo no se le ponían tan mal.
—Tú y yo podríamos llegar a un acuerdo... —bisbiseó.
—Seguro.
—Salgamos de aquí.
—Claro. Tú delante, preciosa.
Y del gancho que le clavó en la mandíbula, la mujer salió fuera.
Quedó sentada en el suelo, con las piernas abiertas, la boca torcida y una expresión nublada en los ojos.
Mallory la sujetó por sus hermosos cabellos.
La levantó a pulso y la estuvo abofeteando hasta que tuvo la sensación de que se le iba a romper la mano derecha.
Estrella cayó al suelo, desencajada, con la cara llena de sangre.
Mallory barbotó:
—Debería llevarte ahora ante el sheriff Buntrop para que te ahorcase, pero vas a tener una oportunidad. La última oportunidad de tu vida, aunque no la merezcas. Lárgate de la ciudad y no trates de volver a ella. No vuelvas tampoco con los hombres de Barrow, porque si lo haces... ¡si lo haces te aplastaré sin piedad, perra!
La empujó brutalmente con el pie, haciéndola rodar por el suelo.
Ella gateó hasta alejarse.
Mientras lo hacía barbotó:
—¡Seré yo la que te mate! ¡Dentro de una hora esta ciudad no existirá! ¡Y entonces yo vendré a buscarte! ¡Haré que te arrastren los caballos! ¡Sólo quiero saber tu cochino nombre para ponerlo en tu cochina lápida!
Mallory saltó hacia ella.
La sujetó reciamente por el vestido.
La puso de un tirón en pie.
Y la besó brutalmente en la boca.
Una. Dos. Tres veces.
—Me llamo Ma-llo-ry.
Y la dejó apoyada en el único árbol que había cerca del almacén. Ella jadeó. Sus ojos estaban vidriosos.
No tenía fuerzas ni para hablar.
Dio media vuelta y se alejó velozmente.
Mallory permaneció quieto un rato, hasta que desapareció, mirándola con una mezcla de desprecio y admiración a la vez.
Mallory fue a volverse, decidido a olvidarla.
Tenía otras cosas en qué pensar.
Pero a partir del minuto siguiente ya no pensó en nada.
Porque cayó de bruces, sintiendo como si mil estrellitas brillaran en sus ojos y como si su cráneo se hiciera pedazos.

CAPITULO X


No estuvo demasiado rato sin sentido. Apenas un minuto. Cuando fue volviendo en sí y se sentó pesadamente en el suelo, se dio cuenta de que tenía pequeñas esquirlas de cristal clavadas en la frente y en la cabeza.
Miró pesadamente ante sí.
Y entonces la vio.
Menos mal que todos los dientes eran suyos, porque si llega a llevar dentadura postiza se la traga.
Tanta fue su sorpresa.
Aquellas piernas, ¿eran mejores que las de Estrella?
Aquellas curvas, ¿resultaban más seductoras aún?
Aquel busto, ¿era más agresivo?
¿Y qué decir de la cara? ¿Qué decir de los labios? ¿Qué decir de los ojos?
Mejor no decir nada.
O mejor sí. Una sola cosa:
—¡Qué señora!
Y Mallory fue a lanzarse a fondo, olvidándose del trompazo que acababa de recibir, y a pesar de que la muchacha aún empuñaba en su derecha parte de la botella que le había roto en la cabeza.
—¡Quieto!
Le amenazó con clavarle en el cuello las aristas de los cristales.
Sabía moverse. Era una fierecilla.
Y de unos veinte años. Las fierecillas que le gustaban a Mallory.
Pero se estuvo quieto.
—¿Quién eres tú, muñeca?
—Soy la amiga de Estrella.
—Ah, cuerno...
—He visto cómo la tratabas. Peor que a una fiera.
—Lo que es.
—Tú no la conoces.
—Y tú tampoco por lo que veo, muñeca.
—Estrella me sacó de la cárcel. Iban a condenarme por algo que yo no había hecho.
—¿Desde entonces la acompañas?
—Sí.
—¿Y no sabes a qué se dedica?
—Tiene dinero. Viaja siempre.
—Y tú eres algo así como su doncella, ¿no?
—En cierto modo.
—¿De veras no sabes a qué se dedica? No puedo creerte.
Y Mallory se pasó la mano por la mandíbula mientras pensaba en voz alta: —Sí, sí que debo creerte... Si fueras de su ralea, ya me habrías matado al tenerme sin sentido.
—¿Qué dices?
—Que debes ser muy poco observadora, nena. O quieres mucho a esa pájara y eso te impide darte cuenta de las cosas.
—¡Hablas de ella como si fuese una perdida! ¡Y nunca le he visto dar confianza a los hombres!
—No, no es eso. Sus «habilidades» van por otro lado. Pero aún estás a tiempo de dejarla, preciosa.
—¡No pienso dejarla!
—¿Sabes lo que va a ocurrir ahora?
—He visto que toda la gente huía. Supongo que la ciudad será asaltada.
—Cierto, lo cual es obra de tu amiguita.
—¿Qué... dices?
Mallory hizo un gesto de hastío, tendiendo la derecha como si espantara una mosca.
—Mira, nena, vete al cuerno. Y si quieres seguir a tu amiguita, hazlo. Será el único modo de que te salves.
Volvió la espalda.
Ella farfulló:
—¿Tú te quedas?
Pero Mallory ya no la oía. Estaba metiendo la cabeza en un abrevadero de agua limpia para librarla de esquirlas de cristal y huellas de sangre.
—¿Quién eres? —insistió la muchacha.
—Sólo un pistolero. Y tú sólo una idiota. ¡Lárgate!
Y le dio un empujón.
La chica se tambaleó. Su busto agresivo pareció afilarse peligrosamente.
—Eres un... un...
—¡Bah...!
—¡Espero que te maten!
—Debiste hacerlo tú, preciosa. ¿Y sabes qué te digo? Ya ha empezado mi mala suerte.
—¿Por qué?
—Porque ya he matado a un hombre, y la cosa acabará mal para otros seis. Por lo menos. Pero el que haga ocho o nueve, me liquidará a mí.
Y se alejó definitivamente.
Pero no llegó lejos. De pronto se detuvo en el centro de la calle, mientras sus ojos entornados reflejaban la tensión a que sometía todos sus sentidos.
Oía algo.
Era como una tempestad lejana.
La tempestad de la muerte, que estaba más cerca cada vez.

CAPITULO XI


Sí. Aquella era la auténtica tempestad de la muerte.
Docenas y docenas de hombres lanzados a un galope que ya no trataban de disimular.
Unidos como hienas para el asalto de los despojos de una ciudad indefensa.
Mallory pareció olfatear el aire.
Y calculó la distancia a que se hallaban sus enemigos. Más o menos una milla.
Volvió la cabeza y se encontró solo en la calle. Nunca había tenido una tan angustiosa, tan intensa sensación de soledad. Ahora el ruido de los jinetes al galope parecía un tam-tam obsesionante que lo llenaba todo.
Volvió a la oficina del sheriff.
Buntrop estaba levantando una barricada.
Amontonaba sillas, mesas y toda clase de muebles delante de la puerta, para hacerse fuerte.
Alzó la cabeza al oír a Mallory.
—¿Qué? ¿Has encontrado al cabo?
—Sí. Estaba muerto. A ella la he encontrado, pero no he podido arrancarle la piel. El trabajo ha sido para que no me la arrancaran a mí. De todos modos he podido vengar al hombre que mató al cabo. Ya ha sido vengado.
Buntrop colocó otra silla delante de la puerta.
Y pareció olfatear el aire también.
—¿Has oído...?
—Sí. Ya tienen que estar a las puertas de la ciudad.
—Son una hermosa cuadrilla, ¿eh? El ruido de sus caballos hace temblar la tierra.
Mallory parecía la mar de tranquilo.
Sabía que iba a morir aquella noche, pero eso no parecía importarle.
Miró la barricada y susurró:
—Ha perdido el tiempo, Buntrop. Si se encierra ahí, está listo. Le acosarán por todas partes.
—¡Maldita sea! ¡Pero no puedo enfrentarme a ellos a cuerpo descubierto! ¡Me alcanzarían en seguida! ¡estoy muy gordo!
—Haga una cosa: sitúe ahí tres rifles cargados y acribille a todos los hombres que pasen por delante de la barricada. Pero cuando haya agotado las balas, se escabulle por la parte trasera. No deje que le rodeen en ningún momento.
—¿Y luego qué?
—Haga de francotirador todo el tiempo que pueda. Mátelos uno a uno desde puertas y ventanas, mientras yo les acribillo desde los tejados. No sé lo que duraremos, sheriff, porque es seguro que nos matarán. Pero haremos una buena escabechina antes de que nos manden al otro barrio.
Buntrop lanzó una salvaje risotada.
Su estómago y su panza se movían otra vez.
—¿Sabes qué te digo, muchacho? Jamás me había visto en un jaleo tan enorme. Y
nunca me había divertido tanto.
—Lo que no sé es cuánto va a durar el jaleo, sheriff.  Y empiece a situarse, porque ya los tenemos aquí.
En efecto, los primeros jinetes entraban en la ciudad por el lado opuesto de la calle.
Lanzaban alegres gritos, mientras tiroteaban puertas y ventanas.
Su táctica había sido siempre la misma.
La del terror.
Paralizar la voluntad de los defensores para que nadie se atreviese a hacerles frente.
Buntrop ya tenía los tres rifles cargados.
Se situó detrás de la barricada.
Mientras tanto Mallory había subido ágilmente a uno de los tejados del lado opuesto de la calle.
Conforme los forajidos avanzaban, sus gritos de júbilo sé hacían más intensos y su tiroteo más nutrido.
Pero también lanzaban los primeros gritos de asombro.
—¡Eh, chicos! ¡Aquí no hay nadie!
—¡De esta ciudad se han ido hasta las moscas!
—¿Quién cuerno les habrá avisado?
Mallory suspiró con alivio.
Al menos los pistoleros no habían encontrado a la larga columna de fugitivos, entre los cuales podían haber hecho una masacre peor que la de la caravana.
Los primeros jinetes ya estaban cerca de la oficina del sheriff,  en la cual brillaba una luz.
Alguien gritó:
—¡Muchachos! ¡La oficina del sheriff Buntrop! ¡Y a lo mejor el tío está ahí dentro!
Pronto salió de dudas.
Buntrop aulló:
—¡Si estuviese fuera te pisaría un callo, idiota!
E hizo el primer disparo.
La cabeza del pistolero que acababa de gritar saltó flecha pedazos. El sheriff no se andaba con bromas y tiraba con un «Sharp» del calibre doce. Su segundo rifle era un «Winchester», y por último había dispuesto una escopeta de dos cañones aserrados bien cargados de metralleta, con los cuales podía hacer una verdadera mortandad en cuanto sus enemigos lo atacaran en masa.
Un grito unánime partió del grupo de pistoleros.
—¡Cuidado! ¡está ahí!
Buntrop disparaba como una ametralladora.
Sabiendo que iba a morir, no le importaba sacar medio cuerpo por encima de la barricada, moviendo el rifle en abanico. Los movimientos de la palanca y el disparo eran casi simultáneos. Cinco hombres más de los que estaban ante él cayeron como plomos de sus caballos.
—¡Atrás! ¡Desmontad! ¡Desmontad, malditos!
Era la voz de Barrow.
El sheriff soltó el «Sharp» y tomó el «Winchester», mientras trataba de encontrar al jefe de la cuadrilla. Pero Barrow había desmontado ya y estaba tras la columna de un porche. Su bala se llevó por delante el sombrero del sheriff,  causando a éste una leve herida en la cabeza.
El sheriff pensó que, si su sombrero caía encima de alguien, lo infectaba.
¡Tenía tanta mugre encima!
Otra vez empleó la misma táctica de sacar medio cuerpo por encima de la barricada, mientras disparaba como un diablo. El «Winchester» aún era más rápido que el «Sharp», y se había convertido en una auténtica ametralladora. Las balas rompían como latigazos el aire.
¡Chask! ¡Chask! ¡Chask! ¡Chask!
Otros cuatro hombres cayeron como muñecos. Los otros se retiraron desordenadamente.
¡Chask! ¡Chask!
Dos aullidos más y dos pistoleros que cayeron a tierra para siempre.
Barrow rugió:
—¡Imbéciles! le s un hombre solo! ¡Atacadle en masa!
Eso era lo que quería Buntrop.
Soltó el «Winchester» ya vacío y tomó la escopeta de cañones aserrados.
Al menos cinco hombres venían a pie hacia él. Los cinco se lanzaron materialmente sobre la barricada.
Buntrop aulló:
—¡Aquí hay salsa de tomate, amigos! ¡Tomadla!
Los dos disparos fueron como dos cañonazos. Una verdadera nube de metralla salió al encuentro de los atacantes. Estos se contorsionaron, mientras la sangre saltaba en todas direcciones. Giraron como peonzas. Un par de ellos se estrellaron contra la barricada, pero para entonces ya estaban muertos.
Buntrop arrojó la escopeta también.
Ahora contaba con su revólver, pero decidió no seguir más tiempo allí. La sorpresa le había dado el éxito hasta entonces, pero la cosa no duraría. Se escabulló por el suelo, gateando como pudo, para escapar por la puerta trasera.
Dos pistoleros de Barrow trataron de seguirle.
Y entonces fue cuando intervino Mallory, que hasta entonces había observado los acontecimientos en silencio.
Disparó dos veces desde el tejado.
Fue sencillo.
Los dos hombres cayeron sobre la barricada, retorciéndose de dolor. Antes de que los otros se dieran cuenta de por dónde brotaban los disparos, Mallory saltó ágilmente al tejado contiguo.
—¡Allí!
Alguien le había visto.
Mallory disparó materialmente desde el aire, mientras se contorsionaba.
El que acababa de gritar cayó con la frente atravesada, mientras sus compañeros se dispersaban de nuevo.
Mallory cayó de rodillas sobre el tejado y miró el revólver.
Había matado a cuatro hombres con aquel «Colt» y aún no habían sonado las doce.
Estaba seguro de que le quedaban al menos tres más antes de que lo matasen a él.
Pero ahora ya no se distinguía a ningún pistolero.
Todos se habían dispersado, arrastrándose como lobos en la noche.
Mallory se pasó el dorso de la mano izquierda por la boca.
Mejor.
Todo consistía en esperar que fuesen apareciendo.
Pero no contaba con que uno de ellos aparecería tras él. En efecto, el tipo que apareció en el borde del tejado, a sus espaldas, le miró con ojos brillantes como los de un tigre.
Alzó el revólver poco a poco, mientras sonreía.
¡Bang!
Los dos ojos de tigre se convirtieron en tres.
La bala había penetrado entre las cejas del pistolero. Este lanzó un grito y resbaló poco a poco, mientras Mallory se volvía.
Se dio cuenta de que acababan de salvarle la vida. Y por el sonido de la bala, que había llegado desde abajo, no podía haber sido más que el sheriff Buntrop.
Mallory resbaló del tejado poco a poco.
Cayó exactamente encima del cadáver para no hacer ruido. Luego corrió agazapado por entre las casas, cuyas puertas y ventanas estaban abiertas.
Entró en una de ellas para atravesarla y salir por el otro lado, a la calle paralela.
De pronto vio al pistolero. Había entrado también con el mismo propósito, pero al revés. Distinguió un fogonazo y la bala le pasó rozando la cabeza.
Mallory Se lanzó contra una de las butacas, deseando protegerse tras ella.
Pero detrás de la butaca estaba ya alguien. Una mujer. Era una dama de unos cuarenta años, bien conservada, aunque no lo bastante apetitosa para despertar las ansias amorosas de Mallory. Y mucho menos en aquel momento.
Pero a ella debía ocurrirle todo lo contrario.
Quizá pensaba que estaba viviendo la última noche de su vida y pensaba aprovecharla.
Gritó:
—¡No te muevas de aquí, cariño!
—Si me matan te juro que no me muevo, nena.
En efecto, eso era lo que iba a suceder.
El pistolero ya estaba encima.
Y fue la mujer cuarentona la que salvó a Mallory, aunque en aquel momento no pensaba en eso. Estiró una de sus piernas y dio a la butaca un puntapié que la envió dos yardas más lejos.
El pistolero tropezó con ella, sus rodillas vacilaron y su bala se perdió en los aires.
Ya no tuvo oportunidad de disparar otra vez.
Mallory, tirando desde abajo, le voló la mandíbula.
Dijo maquinalmente:
—Cinco.
La mujer le sujetaba por el brazo. Bisbiseó: —Eres un guapo mozo. Tú no te largas de aquí aunque nos maten.
—Pues tus deseos se verán satisfechos muy pronto, nena. ¿Cómo es que no te has largado tú?
—¿Piensas que iba a hacer eso? La ciudad se está llenando de hombres, ¿y yo voy a irme?
Sujetó a Mallory por el cuello.
—Ven, muchacho, te enseñaré cómo besa mamá Betty.
Y se lo demostró.
Mallory no pudo librarse esta vez.
La cuarentona por poco le ahoga.
Aquello era peor que un cañonazo.
Mientras tanto los pistoleros de Barrow le buscaban por todas partes. Se habían diseminado de un lado a otro de la ciudad. Aquí y allá se oían disparos, porque los tipos estaban nerviosos y tiraban contra las sombras.
Mallory susurró:
—Vamos a hacer una cosa, muñeca.
—¿Qué vamos a hacer, cariño?
—Nos bebemos juntos una botella en una de las habitaciones de arriba.
—¡Estupendo! Pero con media botella tenemos bastante. ¿Para qué perder tiempo? Lo que yo quiero es seguir demostrándote cómo besa mamá Betty. Tengo cinco o seis sistemas más. Lo que ocurre es que nadie me deja ensayarlos.
—Yo te dejaré, preciosa. ¿Ves aquella botella? Voy a buscarla.
Ella le soltó.
La botella de whisky, milagrosamente entera, se encontraba junto a una ventana.
Mallory pasó por encima de la botella sin tocarla.
Y atravesó la ventana mientras gritaba:
—¡Libreeee...!
La matrona vino tras él.
—¡Todos los hombres sois unos malditos perros...!
Pero ya no pudo encontrar a Mallory, que se había agazapado entre las sombras. Ahora ya no sabía a quién temer más; si a los pistoleros de Barrow o a la matrona que quería demostrarle cómo eran sus besos.
La ciudad apareció silenciosa ante sus ojos.
Silenciosa y negra.
Agazapado en un porche, esperó a que alguien se moviera. De pronto le pareció ver una mole que se desplazaba poco a poco.
El sheriff Buntrop.
Como le había aconsejado Mallory, buscaba disparar a quemarropa desde puertas y ventanas. Pero otra sombra se deslizaba tras él.
Mallory preparó el revólver.
—¡Seis!
El grito y el disparo fueron simultáneos. La sombra que iba detrás de Buntrop se retorció en el aire.
Buntrop masculló:
—¡Por cien mil buitres!
—No grite tanto, sheriff.  Van a oímos.
En efecto, alguien le había oído. Estaba tan cerca suyo que le atacó en silencio y con un cuchillo. Buntrop comprendió que no tenía tiempo de girar el revólver.
Pero en cambio sí que tenía tiempo de mover la tripa. Dio a su enemigo un terrible golpe de abdomen, enviándolo despedido contra la pared.
El otro trató de adelantar el cuchillo.
Buntrop le clavó la bota en el bajo vientre.
Luego le sujetó por el brazo, se lo sacudió y se lo rompió en tres pedazos.
El alarido del pistolero debió oírse en toda la ciudad.
Antes de que gritara de nuevo, Buntrop le dio dos golpes en la nuca.
Su enemigo ya no se movió más. Los dos golpes acababan de darle el pasaporte para el Más Allá.
Mallory había contemplado todo aquello sin intervenir, porque sabía que el sheriff se bastaba para liquidar a un solo enemigo.
Pero de pronto se volvió.
Dos jinetes atravesaban al galope la calle.
Venían hacia ellos.
Mallory y el sheriff dispararon casi a la vez. Los dos jinetes brincaron de sus sillas y se contorsionaron extrañamente en el aire.
El joven contempló el revólver.
—Siete... —dijo pensativamente—. Siete...
Y en aquel momento, en el reloj del Banco, que seguía marchando como si tal cosa, sonaron las doce campanadas de la medianoche.

CAPITULO XII


El sheriff gruñó:
—Bueno, por lo que veo has acabado tu ración de ayer. Pero a partir de este mismo momento ya puedes empezar la de hoy.
—Creo que no será posible, sheriff.
—¿Por qué?
—Yo diría que se han ido.
El sheriff miró en torno suyo con ojos escrutadores.
Tenía un buen olfato para aquellas cosas.
—La ciudad está vacía —masculló.
—Esos tipos se han ido. No saben cuántos somos y quieren tomar precauciones antes de atacar otra vez.
—Barrow siempre ha sido un cobarde —barbotó el sheriff—. Se ensaña con los débiles, pero retrocede cuando le plantan cara.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—Esperar.
Mallory guardó unos momentos silencio.
Luego entró en el saloon,  que aún estaba con todas las luces encendidas y con el piano y el tablado intactos, como si la función fuese a empezar de un momento a otro.
Había botellas para elegir, de modo que lanzó por los aires una al sheriff y él destrozó el cuello de otra, bebiendo a chorro hasta que tuvo la sensación de que el whisky le iba a salir por las botas.
Buntrop, que también había bebido como un pirata, barbotó: —Este whisky es muy bueno, amigo. Lástima que nos resulte caro. ¡Jo, yo, jo!
Sus carcajadas hicieron temblar el cristal en el que estaba pintada una chica luciendo unas suculentas piernas enfundadas en medias negras. Unas cuantas botellas empezaron a temblar también.
Mallory susurró:
—Yo haría otra cosa, sheriff.
—¿Qué harías?
—Dejar que se pudran los muertos.
—No te entiendo.
—Quiero decir que me iría. No tocarla nada de aquí. Vigilaría cerca de la ciudad y esperaría a que mañana por la mañana los hombres de Barrow volvieran a acercarse.
Porque lo harán en cuanto se den cuenta de que no hay nadie. Y entonces...
—Hum... Quieres decir que le s atacaremos por sorpresa y nos largaremos otra vez.
Actuar así. Cansarles con picaduras de avispa hasta que el cuerpo les reviente.
—Esa es mi idea. En cambio, si nos quedamos aquí, nos atacarán en masa a la luz del día. Y entonces, no podremos ocultamos.
—Hum... No está mal pensado. Vamos a pie.
Los dos hombres abandonaron el saloon y se pegaron de nuevo a las sombras de la calle. Había muertos esparcidos por todas partes. Aunque no los contaron, no cabía duda de que el castigo infligido a los hombres de Barrow había sido terrible.
Pero la banda seguía siendo tan numerosa que sólo el ejército podría luchar contra ella.
O tal vez dos locos... como los que estaban allí.
Mallory distinguió a la cuarentona que parecía buscarles por el otro lado de la calle.
—Vamos, sheriff,  vámonos antes de que sea tarde.
—¿Qué te pasa?
—Si ésa nos atrapa nos liquida...
El sheriff la miró de soslayo.
—Ah, sí, es Betty... ¿Y qué pasa? ¿Da facilidades?
—Demasiadas.
—Pues a mí siempre me ha gustado. Está... ¿cómo la diría? Está en su punto. Es un buen calibre, como ya
E hizo un expresivo gesto, como marcando esas dos partes delanteras con las que las señoritas se adornan y con las que las mamás contribuyen a la nutrición humana.
—Pues ojo, amigo. Si se casa con ella van a necesitar una casa reforzada... Desde la gruta en que estaban, el amanecer les dio una triste visión de la ciudad. Todo estaba vacío, y los buitres ya planeaban sobre ella. Las luces de las casas continuaban encendidas, produciendo una sensación fantasmal.
El sheriff se tocó la barba, que ya empezaba a crecer.
Como además no se había lavado en la última semana, no estaba lo que se dice muy presentable. Cada vez que sonreía, sus dientes de jabalí parecían ir a morder a alguien.
—Esta noche ya empezará a enrarecerse el aire —musitó—. Hay demasiados muertos...
—No se preocupe. Los hombres de Barrow llegarán antes.
—Míralos...
Dos jinetes descendían una colina, a menos de cincuenta yardas de donde ellos estaban.
—Van a observar —susurró Mallory—. Sin duda se han jugado a suertes el trabajito.
Cuando vuelvan diciendo que no hay nadie, entrará el grueso de los pistoleros.
El sheriff volvió a acariciarse la barba.
—Tengo una idea —dijo.
—Me parece que es la misma que tengo yo, Buntrop.
—Hum...
—Hum...
—¿Vamos?
—Vamos.
Los dos hombres se deslizaron por un declive del terreno, gateando ágilmente. El sheriff,  a pesar de su corpulencia, se pegaba a la tierra como un topo. Daban por descontado que Barrow vigilaría con un catalejo las inmediaciones de la ciudad, por lo que no podían arriesgarse.
Llegaron a unas diez yardas de las primeras casas.
—Ahora habrá que saltar —dijo Mallory—. Yo primero. Usted sígame dentro de un minuto.
Brincó como un gamo. Apenas tres segundos más tarde ya estaba entre las casas.
Buntrop le siguió.
Tropezó con una pared y estuvo a punto de derribarla.
—¡Cuidado, sheriff,  o esto va a parecer un terremoto!
—¡Maldita sea! ¿A quién se le ocurre poner una pared ahí?
Los dos pistoleros ya habían entrado en la ciudad. Los buitres, inquietos, empezaban a graznar y a abandonar sus posiciones, para trazar espirales de nuevo.
Mallory susurró:
—Necesitamos cuchillos.
—En la armería los hay. Nadie la ha saqueado todavía.
Se deslizaron sigilosamente por los porches, hasta llegar a un pequeño establecimiento en cuyo cartel negro se leía sencillamente: «Guns». Los dos hombres entraron y eligieron la mercancía.
Dos largos cuchillos con mango de plomo, ideales para el lanzamiento.
—Vamos al tejado.
Treparon por una escalerilla hasta un tejado que estaba a inferior nivel que los otros, y por tanto no podía ser observado desde fuera de la ciudad. Pero a ellos les permitía vigilar la calle, por la que pronto vieron pasar a los dos jinetes.
—Tú al de la derecha; yo al de la izquierda —barbotó el sheriff.
Cuando los tuvieron a la distancia conveniente, lanzaron sus cuchillos a la vez.
Se vieron como dos rayos de luz.
Y se oyeron dos alaridos.
Los dos jinetes cayeron pesadamente, sin saber ni por dónde les había venido la muerte.
Buntrop barbotó:
—¿No hay más?
—No sea bestia, sheriff.
—Es que me sabe mal haber desperdiciado un cuchillo para un solo muerto.
—¿Y para qué quería el cuchillo?
—Podía haberme afeitado con él.
Y lanzó una risotada salvaje mientras saltaba desde el tejado a la calle.
—De todos modos para eso está la barbería —dijo—. Bien vacía. Y no tendré que dar propina... Barrow había estado mirando con el catalejo sin observar en la ciudad nada que se moviera, excepto los dos hombres a quienes había enviado a explorar.
Les había dicho: «Os quiero aquí de vuelta antes de diez minutos».
Pero ya había pasado un cuarto de hora y los tíos no volvían. El jefe de pistoleros más famoso de Kansas sentía como si le quemase la silla de su propio caballo.
—Malditos... —barbotó.
Prince se acercó a él.
—Estarán saqueando alguna casa —dijo—. Tratarán de quedarse lo mejor para ellos.
—Si es así, les coseré a balazos en cuanto vuelvan.
—Tal vez hayan dado con alguna mujer.
—De un modo u otro, ya tendrían que estar aquí.
—¿Por qué no enviamos a otros hombres?
—De acuerdo. Selecciona un grupo de cuatro.
Prince eligió a los cuatro que le resultaban más antipáticos, pensando que, después de todo, la misión era peligrosa.
El pequeño grupo se dirigió a la ciudad.
Buntrop, que se estaba afeitando en la barbería, vio a través del cristal las cuatro nubecillas de polvo.
—Ya vuelven —dijo—. Y esta vez han doblado el número.
—Mejor.
—Con este truco los podemos ir liquidando por partes —masculló el sheriff—. No resulta aburrido.
—La suerte se nos acabará en seguida, amigo. En cuanto Barrow vea que ésos no vuelven, atacarán otra vez en masa o decidirá largarse de las inmediaciones.
—Lo sentiría —susurró Buntrop—. Porque, aunque sé que voy a perder la piel, me he jurado acabar con la banda de ese cerdo.
—Yo también lo sentiría. Muertos por muertos, no volveremos a tener otra ocasión como ésta.
El sheriff se palmeó el estómago.
—Ahora que me acuerdo... Hace siglos que no he comido.
—Déjelo para cuando hayamos liquidado a esos cuatro. Pero ahora necesitaremos cuatro cuchillos... y mucha suerte.
Buntrop murmuró:
—Nada de eso. Sólo dos cuchillos y dos navajas de afeitar.
Mallory comprendió.
—Vamos.
Cada uno de ellos se apoderó de una navaja. Luego entraron en la armería y eligieron otros dos cuchillos para lanzar.
Subieron al mismo tejado, que era un lugar ideal para lo que se proponían.
Los cuatro jinetes ya entraban en la ciudad.
Mallory susurró:
—Vamos a por los dos de este lado.
—Bien...
Prepararon los cuchillos.
Ssssggg... Ssssggg...
Otra vez brillaron los dos rayos de luz. Otra vez se oyeron los dos aullidos.
Pero ahora ni Buntrop ni Mallory se entretuvieron en ver caer a sus enemigos. Los dos se lanzaron, buscando cada uno un jinete.
Cayeron materialmente sobre las grupas. Buntrop quería matar al jinete, pero por poco mata al caballo.
Las navajas de afeitar rebrillaron en el aire unas décimas de segundo.
Al instante, todo había terminado.
Cuatro cadáveres más yacían en las calles de la ciudad, que se estaba convirtiendo en un atroz cementerio.
Mallory soltó la navaja.
Sentía una especie de vértigo.
—Necesito un trago —masculló.
—Y yo otro. Pero esperemos un momento. Quiero ver desde aquí qué es lo que sucede con la banda de Barrow.
Los dos hombres se mantuvieron quietos en la calle, desde donde podían ver sin ser vistos. Y observaron que, al cabo de unos quince minutos, los jinetes de Barrow, que estaban en una colina cercana, empezaban a caracolear por ella.
—Están nerviosos —dijo Buntrop.
—Mucho.
—¿Tú crees que van a atacar en masa?
—Hum... Me gustaría, con tal de que tuviéramos una ametralladora de las que ya se usaron en la guerra civil.
—No te hagas ilusiones. Sólo podemos responderles con rifles, y siguen siendo más de cuarenta.
Mallory les señaló.
—Mira. Se marchan.
—Pero dejan a unos cuantos hombres observando. Yo creo que no piensan ir muy lejos.
—De todos modos no podemos seguirles. Hala, echemos un trago.
El sheriff lanzó un gruñido.
—Les seguiré vigilando desde aquí. No quiero perderles de vista, ¿sabes? Mientras tanto tráete un par de botellas del saloon,  amigo.
—De acuerdo.
Mallory fue hacia el local, que estaba exactamente igual a como lo dejaron la noche anterior.
Dirigió al conjunto sólo una mirada superficial, pero ello le bastó para darse cuenta de todos los detalles.
Las luces estaban encendidas.
El piano intacto.
El escenario preparado para que las girls saliesen a él.
El gran cristal del saloon con su adorno más sugestivo: la chica de las piernas suculentas adornadas por medias negras.
Mallory fue a dirigirse hacia los anaqueles donde estaban las botellas.
Y entonces la chica de las piernas... ejém, ejém... ¡se movió!
¡Pareció despegarse del cristal!
¡Y le clavó en mitad de la frente un «Colt» del 45!

CAPITULO XIII


Cuando uno ha estado ya en un sitio y éste le resulta familiar, mira las cosas por costumbre, sin fijarse. Y así Mallory no se había dado cuenta de algo muy importante: la chica del espejo, de tamaño natural, estaba tapada por otra chica igualmente suculenta, vestida de parecida manera (bueno, uno se fijaba sólo en las piernas, y no en lo demás) y también de tamaño natural, claro.
Era una trampa, pero al menos le quedaba a Mallory el consuelo de ser la trampa más bonita en que había caído jamás.
Bisbiseó:
—Has sido muy ingeniosa, Estrella.
—Pensaba cazarte de otra manera, pero he visto que llegabas y no me ha quedado tiempo para más.
—Pues ha valido la pena por tus piernas, muñeca. Y ahora, ¿a qué esperas para disparar?
—Antes he de averiguar unas cosas.
—¿Te ha enviado Barrow para eso?
—Sí. Y he de informarle detalladamente de todo lo que ocurre aquí. En primer lugar, ¿cuántos sois?
—Te vas a sorprender, chata.
—¿Doce, ¿Catorce?
—Sólo dos.
Estrella rechinó los dientes.
—¡No es posible!
—El sheriff Buntrop y yo.
—Condenados buitres. Habéis hecho una carnicería. —Y pensamos seguir haciéndola.
¿Por qué no lo evitas? ¿Por qué no disparas de una vez?
—Llama a Buntrop. Dile que venga.
—Para matarle a traición, ¿no?
—Eso es cosa mía. ¡Llámale! le s la única oportunidad que tienes de salvar la vida!
Mallory hizo un gesto de resignación.
—De acuerdo, voy a llamarle. No me queda otro remedio.
—Antes suelta tu revólver. No quiero bromas. Pero, ¡ojo!, sácalo con dos dedos y envíalo lejos. ¡Debajo de aquella puerta!
Mallory obedeció.
Sacó el revólver y lo envió cuidadosamente al sitio que le indicaban. Pero hubo unas fracciones de segundo, mientras el «Colt» volaba por los aires, en que estuvo seguro de que la muchacha seguía con los ojos el revólver y no le miraba a él.
Aprovechó esas décimas.
Movió la mano izquierda con la fuerza de un salvaje y la precisión de un relojero.
El canto de su mano golpeó en la muñeca de Estrella. Esta no tuvo tiempo ni de disparar.
El «Colt» cayó al suelo.
Estrella lanzó un quejido, mientras sentía que los brazos de Mallory la sujetaban brutalmente.
—¡Maldito...!
El dijo:
—Maldita.
Y la besó en la boca.
La estuvo besando hasta que ella quedó sin respiración, hasta que sus brazos cayeron sin fuerzas a lo largo del cuerpo.
Estrella estaba desmadejada.
Sin fuerza para hablar barbotó:
—Ahora deberías matarme tú.
—Te di una oportunidad y no la aprovechaste. Haré que el sheriff te encierre en su celda. Cuando esto se normalice, serás juzgada y más tarde ahorcada.
—¡Cuando esto se normalice! ¡Qué tontería! Tú sabes que los hombres de Barrow me sacarán de aquí.
—No les va a ser tan fácil.
—¿Sabes cuántos son aún? Treinta y ocho.
—Pues con otra juerguecita como la de anoche, te juro que no quedan ni los esqueletos.
—Más vale que me sueltes, Mallory. Si yo estoy prisionera aquí, todo será aniquilado.
Vendrán como lobos rabiosos. Caerán sobre vosotros.
Mallory sonrió secamente.
—Que vengan —dijo.
Y en aquel momento —justo en aquel momento, cuando ya creía tenerlo todo ganado— una voz masculló desde la ventana:
—Ya estamos aquí...
Mallory se volvió un poco, llevando instintivamente la mano a la funda. Pero estaba vacía. Allí no había nada.
Mientras que, por el contrario, desde la ventana frontera, tres hombres le apuntaban con sus rifles.
—Acércate, muñeco...

CAPITULO XIV


Mallory alzó un poco las manos.
Dirigió a sus tres enemigos una sonrisa desafiante.
—Lo siento —dijo—. No hacéis el completo.
—¿Qué pasa? —farfulló uno de ellos, no entendiendo bien lo que Mallory quería decir.
—Hoy he matado a tres hombres, y mi cupo es siete por día —dijo al joven aburridamente—. Necesitaría que vosotros fuerais cuatro para liquidaros, pero como sólo sois tres os dejaré vivir.
Los forajidos se miraron fugazmente unos a otros.
No sabían si Mallory hablaba en broma o en serio. Aunque hablar en broma en aquellas circunstancias...
Al fin los tres lanzaron al unísono una carcajada.
—Tiene gracia el tío. Nos perdona la vida... Está bien, muchacho, acércate. Dinos si quieres acabar de espaldas o de frente.
Mallory balbució:
—Me liquidaréis cara a cara.
—Estupendo. Dentro de unos segundos no te ya a conocer ni tu pobre mamá.
Le apuntaron directamente a la cabeza.
Mallory sabía lo que le esperaba. Su caja craneana volaría en pedazos. Lo único bueno de todo aquel asunto era que no llegaría a sentir ningún dolor.
Los dedos fueron a cenarse sobre los gatillos. Mallory seguía mirando a sus enemigos con una sonrisa de desafío.
Fue entonces cuando Estrella musitó:
—Un momento.
Los dedos detuvieron su movimiento, aunque los rifles no dejaron de apuntar a la cabeza de Mallory.
—¿Qué sucede? —preguntó uno de los forajidos.
—Es posible que Barrow quiera tener vivo a ese hombre. Que quiera prepararle algo especial.
—Bah... Le bastará con que se lo traigamos muerto.
—No tan aprisa. El debe saber por dónde huyeron los habitantes de la ciudad con todas sus pertenencias. Y ése es un dato que interesa mucho a Barrow.
Uno de los pistoleros hizo un gesto de contrariedad, mordiéndose el labio inferior, pero al fin accedió.
—De acuerdo, lo llevaremos junto a Barrow. Tú, sal por la ventana.
El joven obedeció.
Sabía que el destino que le esperaba iba a ser peor que tres balas en la cabeza.
Pero tenía que dejarse llevar por las circunstancias. Saltó por la ventana sin dejar de estar amenazado ni un momento. La muchacha saltó tras él, acaballándose sobre el alféizar y sin tener el menor inconveniente en mostrar sus seductoras piernas.
Los pistoleros estaban fascinados.
Mallory pensó que aquella era una buena oportunidad para atacar, y hasta estuvo a punto de saltar jugándoselo todo a una carta, como había hecho tantas veces.
Pero los forajidos salieron pronto de su marasmo.
Uno de ellos le clavó en los riñones el cañón del rifle.
—¡Tú, quieto...!
Ahora la única esperanza que Mallory consistía en que el sheriff se diese cuenta de que ocurría algo extraño e interviniera. Pero el sheriff debía estar muy tranquilo, creyendo que la ciudad seguía vacía. No ocurrió absolutamente nada.
Los pistoleros tenían preparados caballos a cierta distancia de la calle. Para no hacer ruido, los cascos de esos caballos iban envueltos en trapos.
Le hicieron montar en uno de ellos y le llevaron por un sendero tortuoso hacia la colina donde estaba Barrow.
Cuando éste vio a Mallory, sus facciones sufrieron una sacudida.
Sus mandíbulas produjeron un lúgubre chasquido.
Tres hombres sujetaron al joven al descender éste del caballo, dejándolo completamente indefenso.
Barrow aulló:
—¡Maldito perro...!
Con las dos manos unidas, le golpeó salvajemente en la cara.
Pero las facciones de Mallory ni se crisparon.
No había pestañeado tan siquiera.
Eso enfureció más a Barrow. Unió ambas manos de nuevo, golpeando otras dos veces con toda su saña.
Zaaaasss... ¡Chask!
Ahora las facciones de Mallory se cubrieron de sangre, pero tampoco escapó de sus labios una sola queja.
El forajido estaba más rabioso cada vez.
Nunca se había encontrado con un enemigo así, que a la vez parecía de corcho y de piedra.
Le descargó los puños repetidamente en el estómago, hasta que Mallory se dobló hacia adelante, todavía sin quejarse, pero vencido por el dolor.
Y luego hizo volar su puño derecho en forma de gancho.
Nunca había tenido un gancho tan fácil.
Mallory quedó desmadejado, colgando de los brazos de sus enemigos, mientras la sangre goteaba poco a poco hasta el suelo.
Prince se había acercado contoneándose.
Sucio tipo aquel Prince, que a veces tenía los gestos y los ademanes de una señorita.
—¿Qué vas a hacer con él, Barrow? Supongo que algo especial.
—Primero quiero saber cuántos hombres hay en Mac Pherson.
—Muertos, muchos; vivo, sólo uno —contestó Estrella.
—¿Quién es?
—El sheriff Buntrop.
Barrow hizo un gesto, señalando a un grupo de sus jinete.
—Diez hombres —dijo—. Vais a entrar en la ciudad por dos direcciones. Lo quiero muerto antes de media hora.
—Estupendo, jefe.
—Imagine que ya tiene delante su cadáver.
Y los diez hombres se despegaron del grupo principal, dirigiéndose a la ciudad. También los cascos de sus caballos, como precaución, habían sido envueltos en trapos.
Mallory no estaba K. O. del todo. Se daba cuenta confusamente de lo que ocurría.
Y por un momento ya no le importó su propia muerte. Pensaba sólo en el sheriff Buntrop.
—Lo siento —susurró como si el otro pudiera oírle—. La aventura tenía que terminar así. Lo siento, amigo...
Los diez jinetes se dividieron a la entrada de la ciudad.
—Vosotros por aquel lado. Nosotros seguiremos.
—De acuerdo.
—Los rifles preparados. Y sobre todo no marchéis en grupo.
Cinco pistoleros rodearon la ciudad, disponiéndose a entrar en ella por el otro lado.
Los otros cinco siguieron su camino a lo largo de la calle principal. Iban en hilera, bastante separados unos de otros y ocupando todo el ancho de la calle. Aunque les dispararan desde los tejados, el tirador no podría matar más que a uno o dos. Los otros le acorralarían en seguida.
Pero en la ciudad todo era silencio.
Un silencio atroz, enervante.
A los pistoleros les ponía nerviosos no oír ni siquiera los cascos de sus propios caballos.
A lo lejos distinguieron los muertos.
La ciudad parecía un cementerio.
Y de pronto vieron la cabeza de un hombre que asomaba levemente por encima del borde de uno de los tejados, a cierta distancia. Uno de los forajidos grito: —¡Allí...!
Los cinco se lanzaron al galope.
Ninguno de ellos miraba al suelo. Todos estaban obsesionados por el hombre que les aguardaba en uno de los tejados, y junto al cual veían sobresalir el cañón de un rifle.
Pero más les hubiera valido mirar al suelo, porque de pronto éste se abrió bajo sus pies.
Una zanja cruzaba de lado a lado la calle. Era estrecha, estaba cubierta con cañas y maderas poco resistentes, y todo ello recubierto de tierra, de modo que a cierta distancia no se notaba nada.
La zanja tampoco era profunda, porque Buntrop no había tenido tiempo para más.
Bastó, sin embargo, para que los caballos, lanzados al galope, tropezaran en ella, frenaran de golpe (dos de ellos incluso rodaron por tierra) y lanzaron a sus jinetes por encima de las orejas.
Ninguno de ellos llegó a levantarse.
Aquella mole humana saltó entonces del tejado a la calle. No del tejado en que ellos habían visto la cabeza de un hombre, sino de otro situado sobre la misma zanja. El hombre al que ellos habían distinguido era uno de sus propios compañeros muertos, colocado allí por Buntrop. Un muerto con un rifle.
Ahora Buntrop descargó toda su artillería sobre los caídos.
Llevaba dos revólveres.
Doce balas.
Ni uno de los pistoleros volvió a ponerse en pie. Cada uno de ellos tuvo una ración de plomo suficiente para matarle dos veces. Buntrop corrió entonces hacia uno de los porches.
Recargó los revólveres febrilmente.
Los otros cinco jinetes habían oído ya los disparos.
Llegaban al galope por el lado opuesto de la calle, disparando como diablos.
Todos se habían dado cuenta de la trampa. Todos veían a Buntrop —aún demasiado alejado para el fuego de los «Colt»— y todos miraban al suelo para no caer en una encerrona semejante.
Pero Buntrop no era tan idiota como para preparar dos veces la misma trampa.
Ahora que los forajidos miraban al suelo, les hubiera convenido mirar al aire.
Un largo y fino alambre, sólidamente amarrado a las columnas de dos porches fronteros, cruzaba la calle a la altura de los pechos de los jinetes. Estos llegaron a verlo, pero cuando ya estaban prácticamente encima.
—¡Cuidado...!
Ni cuidado ni nada.
Ya era demasiado tarde para frenar.
Los cinco cayeron estrepitosamente, mientras disparaban al aire en un inútil gesto de rabia.
Buntrop, hasta aquel momento, sólo había mostrado revólveres. Pero sus enemigos estaban a demasiada distancia para que les hiciera daño con su «Colt».
Tomó entonces tranquilamente el rifle que tenía apoyado (y no por casualidad) en aquel lado del porche. Apuntó cuidadosamente y empezó a disparar.
Sus enemigos estaban a la distancia ideal. Demasiado lejos para un revólver, pero estupendo para un rifle.
Fue un simple ejercicio de tiro. Los cinco cayeron tras contorsionarse trágicamente en sus intentos de huida. Uno de ellos llegó hasta el porche donde estuvo a punto de poder refugiarse, pero fue abatido por los dos últimos balazos de Buntrop.
Todo lo que éste dijo fue:
—Como aperitivo no ha estado mal del todo.
  Barrow había oído la sarta infernal de disparos.
Con las facciones crispadas, gruñó:
—Ya está. Le han cosido a balazos. Ahora sólo me quedas tú, Mallory.
Mallory pensaba otra cosa.
Sus facciones estaban impasibles, pero él se había dado cuenta de algo que Barrow no apreció: todos los disparos habían sido hechos por la misma clase de armas. Primero dos revólveres, ¡dos únicos revólveres!, y luego un solo rifle. Por lo tanto era un solo hombre el que había disparado, y no diez.
Cierto que antes se oyeron varias detonaciones desordenadas, propias de individuos que tiraban al bulto. Pero los últimos disparos habían sido los del rifle solitario. Eso indicaba que Buntrop era el único que estaba con vida al final de la refriega.
No sabía cómo, pero debía ser así.
Barrow tenía las facciones horriblemente crispadas.
La seguridad de su triunfo no había hecho sino aumentar su ira.
—Quiero algo especial para este perro —farfulló—. Sería demasiado bonito descerrajarle seis balas. No, no. Quiero algo especial. ¡encended una hoguera bajo aquel árbol!
Señalaba uno, fuerte y copudo, que estaba a poca distancia, y cuyas poderosas ramas parecían haber sido hechas ex profeso para ahorcar a un hombre.
Estrella rió satánicamente.
—Ya comprendo lo que quieres —musitó—. Dejarás que la hoguera se convierta en unas brasas y le colgarás cabeza abajo, a poca distancia del fuego.
Barrow rió también.
—¿Cómo lo has adivinado?
—No es la primera vez que lo haces.
—Ni será la última. ¡Vamos, muchachos! ¡Preparadlo todo!
Los pistoleros no se hicieron repetir la orden. Aún eran veintiocho, contando a Prince y al propio Barrow, de modo que sobraban brazos por todas partes. Además aquel suplicio les entusiasmaba. Empezaron a cortar ramas por todas partes.
Estrella murmuró:
—¿Es necesario que el prisionero esté aquí?
—¿Y por qué no?
—Hace falta interrogarle. No olvides que él debe saber por dónde huyeron los habitantes de Mac Pherson.
—Está bien; que lo interroguen Phil y Lawson. Llevadlo a aquella casa.
A poca distancia se alzaba un bonito edificio de dos pisos que era uno de los situados en las afueras de la ciudad. Allí había establecido Barrow su cuartel general durante aquella noche.
Dos de los pistoleros empujaron a Mallory tras atarle bien las manos a la espalda.
—Tú, adelante.
Los demás seguían cortando ramas.
Mallory decidió tomarse con filosofía la cosa. Iba. a morir. Bueno, ¿y qué? Iba a morir además de una forma horrible, pero uno no puede elegir su suerte.
Llegaron al vestíbulo de la casa.
Estrella, que venía tras ellos, sugirió:
—Llevadlo a uno de los dormitorios del piso superior. Allí le podréis atar bien a una dé las camas.
—No es mala idea. Estaremos más tranquilos.
Lo hicieron subir a punta de cuchillo y lo obligaros a tumbarse en una de las camas del piso superior. Allí le amarraron sólidamente las muñecas a los barrotes.
Los dos forajidos estaban a los pies de la cama.
Ambos tenían la misma sonrisa torcida, la misma mirada demente.
—Bueno, amigo —murmuró uno de ellos—, ahora vas a ha...
No llegó a terminar la frase.
Ni el otro tampoco.
Ambos se tambalearon con las bocas abiertas, los ojos dilatados por el horror.
Cayeron de bruces sin exhalar un gemido.
Con sus corazones brutalmente atravesados por la espalda.
Cuando los dos cayeron quedó al descubierto Estrella, que había estado tras ellos. Una Estrella en cuya boca parecía brillar una sonrisa torcida y en cuya derecha descansaba un estilete todavía tinto en sangre.
Bisbiseó:
—¿Sorprendido, muchacho?
—¿Por qué has hecho esto?
—Imagina que estoy enamorada de ti.
—Resulta difícil de imaginar, Estrella. ¿Vas a dejarme escapar?
—¿A ti qué te parece?
Se acercó sinuosamente con el cuchillo.
Mallory tuvo la oscura sensación de que iba a degollarle, de que quería tener el honor de acabar personalmente con él.
Dos secos tajos rasgaron el aire.
Las ligaduras fueron cortadas.
Estrella musitó:
—Ya eres libre. ¿Y ahora qué?
—Eso debes decirlo tú.
Los labios de la hermosa mujer se entreabrieron mientras murmuraba ansiosamente: —¿Qué quieres que yo diga, idiota?
Y la boca de Estrella se cerró contra la boca de Mallory. No sabían cuánto tiempo llevaban así. Los dos hubieran sido incapaces de decirlo. ¿Un minuto, una hora, un siglo? Abrazados, con sus bocas unidas, habían perdido la noción del tiempo.
Estrella suspiraba suavemente.
Diríase que era una mujer feliz.
Al fin musitó:
—Creo que de verdad te amo, Mallory.
—Me lo has demostrado.
—Ahora lo que tienes que pensar es en huir.
—¿Cómo?
—Yo te explicaré el modo. Empieza por retirar esos dos cadáveres de ahí.
Mallory se inclinó para hacerlo.
Y en ese momento sintió aquel terrible impacto en la nuca. Toda la habitación dio una vuelta fantasmagórica en torno suyo. Cayó de bruces mientras bisbiseaba: —Condenada perra.
Ella soltó el candelabro con el que acababa de golpearle por la espalda.
Y Mallory aún llegó a oír sus gritos, con los que avisaba a los demás a través de la ventana.
—¡Venid! ¡Venid todos! ¡Mallory ha matado a dos hombres...!

CAPITULO XV


Un verdadero enjambre de pistoleros se presentó en la habitación cuando Mallory aún no había empelado a recuperar el conocimiento. Le sujetaron brutalmente mientras Barrow, que había sido uno de los primeros en llegar, barbotaba: —¡Condenada bruja! ¿Cómo ha sido posible?
Lo de «condenada bruja» iba por Estrella, que apretó los labios con un gesto de rabia.
—¿Y yo qué sé? —farfulló—. ¿Qué culpa tengo, si para hacer un trabajo sólo seleccionas a los idiotas? Estaba arreglándome en la habitación de al lado y de pronto oí gritos. Supongo que él debió convencerles de que le libraran las manos y entonces los mató por la espalda. Menos mal que me moví pronto, porque si no hubiera huido. ¡Y
encima tengo que consentir que me Barnes condenada bruja!
—Perdona, Estrella. Esos imbéciles están bien muertos, y Mallory pronto les hará compañía.
Lo hicieron levantarse.
Desde abajo alguien gritó:
—¡La hoguera ya está a punto!
Estrella, que se había inclinado fingiendo ayudar a levantarse a Mallory, bisbiseó al oído de éste:
—Lo siento, amigo.
Lo sacaron de la casa.
La nuca le dolía mucho aún y sentía una gran laxitud en todos sus miembros. Vio que la hoguera se había convertido en una fogata de brasas bajo el árbol. Una cuerda que podía subirse o bajarse a voluntad colgaba de la rama más fuerte de éste.
Iba a ser un suplicio inacabable, un espantoso suplicio. Según sus verdugos lo separasen de las brasas o lo acercaran a ellas, podía durar horas.
Lo arrastraron.
Estrella dijo frenéticamente:
—¡Pronto! ¡Pronto! ¡Acabad con él!
Fueron a atarlo por los pies.
Y de pronto el disparo de rifle les hizo detenerse. La bala pasó alta, pero bastó para que todos sintieran una sacudida.
Miraron atónitos a la roca que se alzaba un poco por encima de la casa.
Y allí la vieron, erguida como una estatua, con sus cabellos al viento, empuñando un rifle entre sus manos.
Mallory sintió que se le sacaba la boca mientras farfullaba: —Jezabel... Para la mejor amiga de Estrella, para la mujer que ésta había salvado, acababa de llegar el momento de que la venda cayera de sus ojos. Había visto lo suficiente para saber qué clase de mujer era Estrella, a la que entonces sólo había conocido en un plan completamente distinto, viviendo como una señorita mientras practicaba el espionaje en los lugares que luego había de asaltar la banda de Barrow.
Alzó de nuevo el rifle mientras barbotaba:
—¡Soltad a ese hombre! ¡Soltadlo en seguida o la próxima vez tiraré a matar!
Uno de los forajidos sintió el impulso repentino de reír!
—¿Tú, nena? —farfulló—. ¡Tú no matas ni a un mosquito!
Pronto se convenció de lo contrario.
Lástima que esa fue una cuestión que ya no tuvo tiempo de discutir con los amigos.
Cuando la bala penetró entre sus ojos, lanzó un aullido y cayó hacia atrás, hundiéndose entre las brasas.
Barrow bisbiseó:
—Fingid que soltáis a ese hombre. Formad un grupo y que uno de vosotros dispare desde el centro.
Mallory gritó:
—¡Huye! ¡Huye! ¡No te fíes! ¡Huye!
—Ya es tarde para eso —murmuró ella—. Igualmente me alcanzarán, de modo que, ¡al diablo!
Los forajidos formaron una especie de piña para fingir que cortaban las ligaduras de Mallory. Eso permitió a uno de ellos disparar por entre las piernas de un compañero, sin ser visto.
No alcanzó de lleno a Jezabel por verdadero milagro. Pero en cambio alcanzó el rifle que ésta sujetaba y lo hizo saltar en pedazos.
La muchacha lanzó un grito de sorpresa.
Los pistoleros aullaron de entusiasmo.
Había llegado su momento.
Saltaron como lobos hacia la muchacha.
O, mejor dicho, trataron de saltar.
Porque en aquel momento un rifle se puso a crepitar sobre sus cabezas, mientras una voz potente gritaba:
—¡Hay premios para todos, muchachos! ¡Para todos! ¡Toma! Toma...!

CAPITULO XVI


A cada «Toma» correspondía un disparo. Los tres forajidos que iban delante cayeron con los cuerpos barridos por el plomo.
Barrow aulló:
—¡A él!
Se había dado cuenta de que era un solo hombre.
Pero la próxima bala del sheriff Buntrop estuvo a punto de llevársele por delante una ceja. Barrow saltó de costado a toda velocidad que le fue posible, rodando como un fardo colina abajo.
Por unos momentos dio incluso la sensación de que estaba muerto. Entre sus pistoleros cundió la desorientación.
Buntrop aprovechó aquel momento para procurarse la ayuda del único aliado que podía salvarle la vida. Hizo dos disparos contra las ligaduras que sujetaban a Mallory. La primera bala falló, pero la segunda las alcanzó de lleno, contando con la colaboración de Mallory, claro, porque éste había puesto las manos a punto.
Mallory sólo necesitó un par de segundos para procurarse un arma.
Uno de los pistoleros pasaba junto a él. Lo derribó de un terrible zurdazo a la nuca.
Se apoderó de su revólver y tiró a mansalva.
¡Uno!
¡Dos!
¡Tres!
Los enemigos corrían en todas direcciones y se ponían ellos solos delante del revólver.
Caían como muñecos del pim-pam-pum. Mallory gritó frenéticamente: —¡Cuatro!
Un nuevo enemigo se derrumbó estrepitosamente sobre las llamas. Fue a disparar sobre el quinto, pero en ese momento el percutor golpeó en el vacío. Se habían agotado las balas del revólver.
Mallory contó mentalmente los hombres a los que había tenido que matar en las salvajes peleas de aquel día.
Siete.
Lanzó una imprecación.
¡Estaba listo! ¡Ahora le tocaba ser matado a él!
Y eso hubiera ocurrido sin duda caso de no contar con la ayuda de Buntrop. El sheriff recargaba el arma con una frenética rapidez y disparaba como si él solo fuera toda una tribu de cosacos.
Los hombres de Barrow corrían en todas direcciones.
Estaban aterrorizados.
Creían enfrentarse a un verdadero ejército. Además la huida de su jefe, que había demostrado ser un cobarde, les desmoralizaba.
Pronto se les vio galopar a todos colina abajo. Bastantes caballos iban sin jinete.
Mallory se apoderó de un rifle y disparó contra los fugitivos, pero la distancia ya empezaba a ser excesiva.
Miró en torno suyo.
Jezabel se había pegado al suelo, pero no estaba herida.
En cuanto a Buntrop, asomaba su cabezota por detrás de uno de los ángulos de la casa.
Se había apoderado de un nuevo rifle, aunque ya no disparaba.
No se veía ni rastro de Estrella.
Había huido con los hombres de Barrow.
El sheriff asomó la barriga detrás de la cabezota.
—¿Qué, Mallory? ¿Cómo estás?
—Hecho polvo.
—¿Alguna herida?
—Nada importante, pero si me viera un médico me diría que necesito al menos dos meses de descanso.
—Pronto los tendrás. A lo mejor te clavan una bala entre los sesos. Dos meses y todos los que quieras. Jo, jo... Descanso garantizado.
—Estás muy simpático esta mañana, Buntrop.
—Oye, ¿tú estabas en esa casa?
—Sí.
—¿Has visto si había algo de comida en ella?
—Creo que no.
—¡Cuerno! ¡Hace siglos que no pruebo bocado! Estoy perdiendo peso! ¡Me pondré tuberculoso! ¡Me convertiré en un alfeñique!
—Poco a poco, Buntrop. Tú puedes pasarte dos semanas sin comer y no se nota.
—¡Eso lo dirás tú, maldito!
—Más valdrá que no discutamos y contemos los muertos.
Los contaron a ojo.
Catorce.
Teniendo en cuenta los dos que yacían en el interior de la casa, la antaño cuantiosa banda de Barrow ya sólo se componía de doce pistoleros.
Era seguro que aquel cobarde huiría.
Trataría de desaparecer de Kansas.
Pero Buntrop no parecía dispuesto a consentir eso.
—¿Sabes lo que dan por la cabeza de ese escorpión, muchacho?
—Lo menos veinte mil.
—Veintidós mil machacantes exactamente. ¿Te imaginas lo que son veintidós mil pavos puestos sobre una mesa y transformados en comida?
—Si repites eso tendré que tomar bicarbonato, amigo.
—Vamos a perseguirlos. Nos sobran caballos.
Mallory no contestó.
Se dirigía hacia Jezabel, a la que ayudó lentamente a ponerse en pie.
Luego, como ella parecía vacilar, la sostuvo en sus brazos.
No hubiera podido decirse si ella vacilaba intencionadamente.
Pero lo que sí fue seguro del todo era que Mallory la sujetaba con perfecta intención.
Al fin la soltó.
—Ven con nosotros, Jezabel. Mac Pherson se ha transformado en un cementerio inmenso, en una ciudad del mundo, y al sheriff también.
—No hay para tanto —murmuró el sheriff—. Alguien aparecerá por allí y enterrará los muertos.
Pero Jezabel no le oyó porque sólo miraba a los ojos de Mallory.
—Te seguiré —dijo—. A ti te seguiría hasta el fin del mundo, y el sheriff también.
—¡Diablos! ¡Al sheriff por qué?
—Porque da una buena sombra...

CAPITULO XVII


Cabalgaron durante todo el día detrás de las huellas de los jinetes de Barrow, para perderlas al fin en un riachuelo. La cosa estaba clara: habían empleado la táctica de cabalgar sobre la corriente.
Junto a ésta reaparecerían las huellas.
¿Pero hacia arriba o hacia abajo?
El peligro estaba en equivocarse. Si tomaban la ruta opuesta a la seguida por los bandidos, perderían un día entero. Y ese día sería suficiente para que los hombres de Barrow pudieran evaporarse de Kansas, dispuestos a reaparecer quizá un año después, más fuertes y más sanguinarios que nunca.
Eso había ocurrido más de una vez.
Por eso Mallory y Buntrop, que en realidad eran dos tipos de la misma ralea, tenían una máxima: cuando una serpiente está acorralada, no hay que dejarla descansar. Y no se le debe cortar la cola, sino la cabeza.
Por eso el sheriff masculló:
—¿Qué hacemos?
—Dé usted primero su opinión, Buntrop.
—Yo creo que han seguido el curso de la corriente»
Eso les permitirá con más facilidad pasar por zonas poco vigiladas y llegar a escabullirse de Kansas.
Mallory se pasó una mano por la barba, que ya empezaba a estar crecida.
El sheriff le miraba con curiosidad.
—¿Tú qué piensas?
—Que es lógico lo que usted dice. Tan lógico que no creo que hayan hecho eso, sino todo lo contrario.
—¿Qué tratas de decir?
—Han ido hacia arriba.
—¡Eso les llevaría otra vez a la ciudad de Mac Pherson!
—Justo. Una ciudad que no está vigilada y a la que nadie espera que se acerquen ya.
Allí nos habrán dado esquinazo e igualmente podrán escabullirse. Nos tendrán entonces a más de treinta millas de distancia.
Buntrop hizo crujir sus nudillos furiosamente.
—Quizá tengas razón. Creo que debemos volver a la ciudad. Pero antes me gustaría hacer una cosa.
—¿Qué?
—¡Intentar pescar algo en este riachuelo, cuerno! ¡Llevo siglos sin comer! ¡Y para colmo, en las sillas de los caballos no había ni un mendrugo!
Vio flotar algo en las límpidas aguas.
—¡Un pez!
Introdujo la mano como un rayo y sacó una vieja bota.
—¡Maldita sea...!
—Más vale que nos vayamos, Buntrop.
Cabalgaron durante varias horas, remontando la corriente, hasta descubrir de nuevo las huellas de los caballos. Estas se dirigían inequívocamente a la ciudad de Mac Pherson.
—Tenías razón, Mallory. Están allí.
—Y allí los cazaremos. Preparemos nuestros rifles. Llegaremos poco después de la medianoche.
Buntrop rió.
—¡Hombre! ¡entonces ya será mañana! ¡Te tocan otros siete!
—Yo no estoy tan seguro —musitó Mallory—. Piense que nuestra única esperanza está en cazarlos por sorpresa.
Y siguieron su camino hasta divisar, hacia las dos de la madrugada, las luces de la ciudad. Las lámparas aún no se habían agotado. Casi todas continuaban encendidas.
Mallory susurró:
—Tienen que estar ahí. Vamos, Buntrop. Adelante...

CAPITULO XVIII


Hicieron una seña para que Jezabel no siguiera, sino que se quedara a la entrada de la ciudad. Los dos hombres tenían un solo factor que les favorecía: la sorpresa. Por eso decidieron aprovecharla con un vigor salvaje, concentrando todos sus esfuerzos en un choque decisivo.
Descendieron de los caballos.
A pie podrían desorientar mejor a los posibles centinelas que Barrow habría instalado.
Aunque los forajidos debían estar tan destrozados que seguramente todo su interés estaría en descansar antes de seguir la huida.
Observaron que de un lado de la población se elevaba un humo espeso y denso, cada vez más débil. Según cómo venía el viento, llegaba hasta ellos un olor nauseabundo a carne quemada.
Buntrop masculló:
—¿Qué demonios debe ser eso?
—Imagino que debían estar demasiado fatigados para enterrar a los muertos —susurró Mallory—. En consecuencia los han reunido en una pira y los están quemando.
—Hum... Van a conseguir quitarme el apetito...
—No se preocupe. Por el humo me doy cuenta de que la «ceremonia» ya casi ha terminado. Dentro de poco ni se notará. Supongo que en la pira han puesto petróleo y otras materias incendiarias.
—De todos modos esto no me gusta.
—Ni a mí tampoco, Buntrop. Pero menos nos gustará una bala.
Avanzaron uno detrás de otro, pegados a las fachadas de las casas.
Como dos sombras.
Hasta el sheriff parecía haber empequeñecido y no se notaba su presencia.
—Se han reunido en el saloon...
—Sí... Allí al menos tienen bebida para hartarse y mesas para tumbarse si quieren... Les daremos una buena sorpresa.
Mallory bisbiseó:
—La sorpresa... ¡nos la van a dar a nosotros!
Y se contorsionó, dejándose caer de rodillas al suelo y haciendo fuego hacia arriba.
El hombre que montaba guardia en el tejado frontero al saloon,  y que ya alzaba su rifle, lanzó un alarido mientras rodaba sobre sí mismo y caía estruendosamente a tierra.
Buntrop bramó:
—¡Ya está, armada! ¡Vamos!
Fue él el primero en entrar en el saloon,  jugándose el tipo para atraer los disparos de sus enemigos, mientras Mallory hacía una carnicería desde las ventanas.
Barrow estaba junto a la barra. Lanzó un alarido mientras empuñaba su rifle.
—¡Esos perros están aquí! ¡Matadlos...!
Aquel alarido parecía el de una bestia herida. Y sus hombres hubieran terminado con Buntrop caso de estar preparados, pero no lo estaban. Saltaron en todas direcciones lanzando gritos de odio y de muerte. Buntrop, que había chocado contra una mesa, haciéndola casi trizas, la empleó como parapeto. Desde uno de sus costados, disparó rabiosamente todas sus balas.
Pero estaba demasiado nervioso.
Sólo alcanzó a dos hombres.
Los dos se contorsionaron, mientras chocaban contra las paredes y disparaban al aire con los últimos espasmos de la agonía.
Pero aún quedaban allí muchos pistoleros de Barrow. Nueve nada menos, contando éste. Y hubieran terminado con el sheriff caso de no haber intervenido Mallory desde la ventana.
Todo estaba bien planeado y todo fue ejecutado a la perfección. No hubo cuartel.
Uno de los pistoleros trató de saltar hacia la ventana, acometiendo de frente a Mallory.
Su frente se tiñó de rojo al ser atravesada.
Otro intentó huir por la puerta trasera.
En su nuca se abrió un orificio mientras, caía de bruces sin lanzar un gemido.
Hubo uno que trató de volar sobre la barra.
Mallory le ayudó con dos balas al cuerpo.
Un pistolero chocó contra el cristal.
Quedó como empotrado en él, mientras aquel cristal se teñía de sangre.
Barrow se sintió perdido. Hasta ahora las balas le habían respetado, pero ya no podía confiar más en la suerte. Vio a Estrella que gateaba por el suelo, tratando de llegar a una de las puertas.
La sujetó salvajemente mientras la ponía delante suyo, empleándola como parapeto protector.
Buntrop, mientras tanto, ya tenía un nuevo revólver, arrebatado a uno de los muertos.
Mallory rompió la ventana con su cuerpo, saltando al interior.
—¡Suéltala, cobarde!
Barrow la sujetó aún con más fuerza, mientras retrocedía poco a poco hacia una de las ventanas.
—Soltad vosotros las armas —barbotó por entre unos labios que se le, habían quedado exangües—. ¡Soltadlas o mato a la muchacha!
Su voz dominó el estruendo de los disparos con los que Buntrop estaba aniquilando al resto de la banda.
Los pistoleros parecían haberse vuelto locos. Saltaban en todas direcciones, tratando de huir, sin darse cuenta de que así estaban perdidos sin remedio. Buntrop era implacable. Los acribillaba tirando al bulto, mientras las mesas, las sillas y los hombres eran salvajemente mordidos por el plomo.
Mallory fue a soltar el arma.
Estaba seguro de que Estrella no merecía aquel sacrificio. Estrella no merecía nada.
Pero no podía soportar la idea de que Barrow la asesinara brutalmente delante de sus ojos. Los dedos se abrieron para soltar el «Colt». Y en ese momento Estrella se dio cuenta de que iba a morir, de que de todos modos estaba perdida.
Barrow no la llevaría en su huida a través de Kansas. Para Barrow no sería más que un estorbo que él se encargaría de liquidar.
Dio un salto de costado, aprovechando un movimiento en falso del pistolero. Lo último que gritó fue:
—¡Cobarde...!
Barrow giró el «Colt».
El odio deformaba su rostro.
Y fue el odio lo que le hizo disparar dos veces, sin darse cuenta de que quedaba al descubierto. Mientras apretaba el gatillo barbotó: —¡Maldita hiena...!
Los cabellos de Estrella se tiñeron de rojo.
Sus brazos se tendieron hacia el aire, en un inútil y desesperado intento por sujetarse a un asidero que no existía.
Se desplomó contra la barra, rodando patéticamente junto a ella, mientras dejaba en el suelo un reguero de sangre.
Los dientes de Mallory rechinaron.
Sus ojos brillaban romo las puntas de dos puñales venenosos.
Su dedo se movió, cerrándose sobro el gatillo, sin que la voluntad interviniera.
Un disparo.
Dos disparos.
Barrow aulló, estremeciéndose de dolor.
Tres disparos...
Resbaló como una piltrafa sobre su última víctima. Mallory entrecerró los ojos.
Recargó el revólver maquinalmente.
Buntrop se había puesto en pie, con el «Colt» humeante.
—Muchacho —dijo hipócritamente—. Creo que la banda de Barrow ha sido aniquilada. No sabes cuánto lo siento. En el fondo quizá eran buenos chicos. Des-cansen en paz.
Mallory se pasó una mano por la frente.
—De todos modos algo no ha encajado hoy —musitó.
—¿El qué?
—Si no cuento mal, sólo he matado a seis.
—Estarás en baja forma.
—Sí, pero...
Y de pronto se volvió.
Se volvió con brusquedad salvaje.
El pistolero herido que le estaba apuntando desde la puerta, a su espalda, se estremeció al recibir en la cabeza la bala que había de ser definitiva. Soltó el «Colt»
y se derrumbó junto al cadáver de Barrow.
Mallory susurró:
—Ya decía yo que no me salían las cuentas...
Avanzó pesadamente hacia la puerta trasera, procurando no mirar el cadáver de Estrella.
—Voy a buscar a Jezabel —musitó—. Creo que lo necesito. Creo que ahora lo necesito más que nunca...
En aquel momento, por la puerta delantera, entró la damisela llenita (o más que llenita) que antes había encontrado Mallory en la ciudad. Era el único ser vivo que no se había movido de allí. Claro. Como no hacían más que llegar hombres...
El sheriff Buntrop le guiñó un ojo.
Ya sabemos que al sheriff Buntrop la damisela llenita no le disgustaba en nada.
Pero que en nada.
Ella cayó en sus brazos.
—¿Por qué no me lo dijiste antes, Buntrop? Yo toda la vida he deseado un sheriff...
—Pues no te sujetes tan fuerte, nena, porque nos caeremos los dos.
—¡Vida mía!
Buntrop la acompañó hasta la puerta, sin dejar de abrazarla.
—Quiero que estemos solos los dos, preciosa.
Mallory se volvió levemente.
Y antes de salir por la otra puerta susurró: —¡Cuidado, chica! ¡Que eso lo dice en serio...!