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EL DEMONIO EN EL SHANTO IV


 
CAPÍTULO UNDÉCIMO
DONDE SE REVELA EL DESTINO DE UNA NIÑA MEJICANA


- … Y que el alma de este hombre, si es que tuvo, pase a tu custodia y así permanezca hasta el final…

Doug Wayne escuchaba las palabras del clérigo con una total indiferencia, mientras dos hombres echaban las últimas paletadas de tierra sobre el ataúd del tristemente famoso “Carmen”, el pistolero. En aquel pequeño cementerio, lleno de altos cipreses, la voz del sacerdote parecía llena de infinitos temores.

Había pocas personas presentes, y la ceremonia había sido lo más rápida y humilde posible. Steve Lawrence echó una última mirada al féretro y dijo:

- Doug, manda grabar en la tumba “el primero de Mendoza”.

Phil Ramsey estaba detrás, pálido, observando la escena con un profundo gesto de disgusto en su semblante. Pero nada dijo. Sabía guardarse muy bien su opinión y aquel era un momento para hacerlo.

Aquel cementerio se iba a agrandar en poco tiempo, y eso era cosa que al sheriff le preocupaba. Sobre todo si él iba a contribuir en el ensanche.

Steve Lawrence ordenó:

- Está bien. Vámonos ya.

El clérigo, que en esos momentos decía: “… si tú te dignas recibir a este bellaco…”, enmudeció de repente, sonrió al “marshall” y dio apresuradamente media vuelta, alejándose del lugar. Parecía poco dispuesto a recomendar al muerto.

Steve Lawrence se puso el negro sombrero y echó a andar, seguido de sus hombres, hacia la salida del cementerio.

Un viento suave, triste, se mezclaba entre los cipreses y producía un tenue rumor, que en el silencio del lugar era perfectamente audible. Ahora, cuando el sol se ocultaba, el cementerio parecía distinto, e infundía un sórdido temor.

- Triste día ¿eh Lawrence?

El “marshall”, que caminaba junto a sus hombres, se paró en seco, quedándose rígido. Rígido y helado.

- Todas las tardes son tristes al venir del cementerio –contestó sin volverse.

La voz volvió a sonar:

- Pero hoy es distinto. Hoy es un negro día para Lawrence.

Quizás fuese el eco lo que hacía vibrar la voz del hombre con extraños matices. Steve Lawrence, lentamente, muy despacio, se volvió para enfrentarse con quien hablara. Sus manos, aquellas famosas manos que asombraran a toda Tejas, estaban rozando la muerte. Su revólver.

- Clint Mendoza –escupió-. Clint Mendoza en persona.

Alto, extremadamente corpulento, con apariencia de gigante, rostro aceitunado, enorme cicatriz que le desfiguraba el rostro, rotos y negros dientes y cráneo rapado, la estampa de Clint Mendoza era terriblemente repulsiva. Lawrence supo que tenía enfrente uno de los hombres más peligrosos de todo el Sudoeste.

- Steve Lawrence, la primera pistola de Tejas.

Doug Wayne y Ramsey, tras del “marshall”, hicieron acto de ponerse en movimiento, pero Lawrence no parecía dispuesto a prender al mejicano. Dijo:

- ¿Qué quieres, “pelao”?

Sus ojos se habían clavado en los del fuera de la ley, escrutando aquella mirada tan penetrante.

- Aquí soy un hombre libre. No me provoque porque lo sentirá, “gringo”.

Dijo eso mientras enseñaba los rotos dientes en una eterna sonrisa. Añadió:

- Soy un empleado, Lawrence. Trabajaré en este pueblo para Fernando Arranz, el legítimo propietario de la mina de plata, legalmente. Yo y mis hombres.

Por detrás de Clint Mendoza habían aparecido, silenciosamente, sus famosos pistoleros mejicanos.

Steve Lawrence estaba en una difícil situación, y lo sabía perfectamente. Sabía que en aquellos momentos era una presa fácil y segura, que de pronto estaba en opuestas condiciones y muy comprometidas.

- Pistoleros de Tijuana –dijo- ¿Con ellos te propones a trabajar, “pelao”?

- No vuelva a llamarme eso, amigo. De veras que lo sentirá.

Levantó un dedo y apuntó con él al “marshall”.

- Fernando Arranz es el legítimo dueño de la mina. Su abuelo se la dejó al morir y usted lo sabe. Tengo los documentos que lo acreditan así, y también la escritura en la cual se dice que con su aparición dejará de existir el contrato con quien halla pujado más en la subasta. Quien explote ahora la plata lo está haciendo injustamente, y usted lo sabe.

- Yo no sé nada –al “marshall” le molestaba que le diesen normas, incluso en aquellas circunstancias-. Solo sé que me repugnan los pistoleros de Tijuana.

Wayne y Ramsey se miraron incrédulos, mientras su jefe provocaba a nueve tiradores de primer orden, cuya facilidad para matar y sus pocos escrúpulos eran más que conocidos.

El rostro de Mendoza se hizo agresivo.

- Nos veremos en su oficina, Lawrence. No sea estúpido: no se ponga enfrente de mí.

Echó a andar seguido de sus hombres, a la salida del cementerio. Ramsey y Wayne respiraron aliviados, pero solo un momento.

Cuando ya el mejicano cruzaba la puerta, volvió a sonar, autoritaria, la voz del “marshall”.

- Anda con cuidado. Tumba Crook es una ciudad tranquila a la que no gustan los indeseables ¿Comprendes…?“pelao”?

- Sí que es extraño –murmuró pensativamente Doug Wayne mientras saboreaba un poquito de whisky- ¿Y cómo es eso, compadre?

García, el cantinero, se destapó el rostro que había cubierto con las manos. Pero fue el doctor Bishop quien contestó:

- En realidad nunca creímos que el chico apareciese. Pensamos que el viejo Arranz cometió en su testamento una más de sus locuras, una estúpida cláusula que nadie cumpliría. Pero cuando de la mina salió la plata, ya sabíamos que el nieto volvería.

- Está bien –Doug Wayne miro sin entender al doctor-. Entiendo perfectamente que el viejo dejase la montaña al muchacho, pero ¿por qué casarle? ¿por qué con su hija precisamente, García?

El cantinero no sabía qué responder. Bishop, más sereno, contestó:

- Es una vieja historia. Según cuentan. Arranz intentó en vano casarse con Sara García, abuela de Marita, y no lo consiguió. Eso, unido a su afición por el alcohol debió crear en él un extraño sentimiento al que creyó vencer cuando estableció esa cláusula: “Mi nieto Fernando solo será legítimo propietario de la montaña cuando se haya casado con la hija mayor del primogénito de Sara García”.

- ¡Pero eso es absurdo! Marita no va a aceptar la chifladura de un loco si es contra su voluntad.

El doctor Bishop esbozó una mueca amarga.

- ¿Y quién impedirá a Arranz casarse con la niña?

Ahora Doug Wayne se imaginó a Clint Mendoza y a sus ocho pistoleros de Tijuana, y nada dijo. Sabía muy bien de lo que serían capaces aquellos hombres para “convencer” a Marita.

De todas maneras dijo:

- Ella es libre de casarse.

García le miró atónito, como haciendo un esfuerzo para creer sus palabras. Bishop preguntó:

- ¿Usted cree? Solo si ella estuviese casada no podría hacerlo de nuevo. Pero no creo que los escrúpulos de Mendoza, sus ansias de poder quedasen ahí. Una viuda también puede casarse.

A Doug Wayne le tembló el labio inferior. Le dio la sensación de encontrarse atado de pies y manos.

- Pero la ley está para algo. Lawrence no permitirá…

- ¿Una boda? ¿Acaso no es legal una boda? ¿A quién le puede importar que una mejicana sea o no feliz?

Doug se quedó callado. No sabía qué decir. El doctor Bishop terminó de beber el contenido de su vaso y giró hacia la puerta. Allí dijo:

- Malos tiempos para Tumba Crook. Esto será el infierno.

“Pero Lawrence no permitirá…” A través de una niebla de pistoleros, de pistoleros de Tijuana, Doug vio en su imaginación a Clint Mendoza, y la mano izquierda de Lawrence se borró para él. Le pareció estúpido compararse a los primeros gatillos de la frontera.

No, Doug Wayne palpó las culatas de sus revólveres y dejó de pensar. Su expresión se tornó risueña cuando se volvió al cantinero.

- Yo impediré eso, García. Yo y mis niños –se golpeó las cartucheras- Lo único que siento es que tal vez ya no pueda enfrentarme a Johnny Torres, y el viejo Queenn lo sentirá.

García miró con reverencia al alguacil.

- Señor…

- A él le gustaba cómo cantaba tu hija… no creo que le haga gracia que la niña sufra. Yo debo de ocuparme de los asuntos del señor Queennan, ahora que él ya no puede valerse por sí mismo…

El grito, desgarrador, les dejó sin habla. Porque en la calle, a poca distancia de allí, una joven mejicana pedía auxilio.

Mara.

Doug Wayne saltó como exhalado por un resorte, y se precipitó en la calle con las manos a la altura de sus armas.

Había curiosos en los porches, y en el centro de la calzada, Marita echada en el suelo y un hombre cerca de ella.

Un pistolero de Tijuana.

No era nada extraordinario averiguarlo, sin más que mirar un instante el calibre de sus revólveres, el punto de mira limado, las correíllas de cuero que sujetaban las cartucheras… y la mueca hierática, indefinible, donde los ojos se asemejaban a un par de charcos de lodo.

El pistolero la sujetó por el pelo, intentando incorporarla, en el mismo instante que Doug Wayne, sin “sacar” sus revólveres, se puso frente a él.

- Suéltala, bicho –escupió-.

El mejicano, de un golpe seco, lo hizo. Pero la expresión con que miró a Doug fue algo que al alguacil le dijo que había cometido un error.

Un grave error.

Porque en menos de un segundo se dio cuenta que aquella clase de tipos no respetaban una simple estrella de latón, sino tan solo algo que Doug había dejado en las fundas.

Algo de lo que ellos eran maestros, algo en que nadie podría darles ventaja.

Y tontamente, Doug se la dio.

Se dio cuenta de que el otro iba a “sacar”, y que todo dependía de su velocidad.

Bajó las manos rápidamente, tocó las culatas, tiró de ellas, y se quedó así, mientras el mejicano sonreía, con su revólver ya amartillado y apuntando recto a la cabeza.

Pero no disparó. Sonrió ante la consternación del alguacil, chasqueó la lengua y miró con aire de superioridad a los que, con evidente temor, presenciaban la escena.

Había algo, una seguridad, un dominio en aquel hombre que con facilidad había batido al representante de la ley, que se apoderó de todos los testigos.

El pistolero de Tijuana movió con fuerza la mano armada y el cañón del revólver golpeó la sien de Wayne, haciéndole caer sin conocimiento.

Luego, lentamente, su mano bajó a la pistolera y su vista recorrió su alrededor.

Nadie dijo nada. Nadie hizo un solo movimiento. La mirada del pistolero, fría, viscosa, opaca, desfilando por los rostros de los asombrados espectadores. Os hizo disgregarse, continuar el camino, dejándole solo con la niña mejicana.

Entonces, su vista bajó hacia ella. Su mirada sucia, viscosa y fría.

Lentamente recorrió su cuerpo, mientras se inclinaba, mientras se acercaba.

Entonces sonó la voz.

- ¡Quieto!

Fue la voz sureña, ronca, del hombre de Tejas.

De un hombre duro.

De Harry Shanto.

CAPÍTULO DUODÉCIMO
¡CUIDADO! ”SACA” EL SHANTO

Harry Shanto, con su larga chaqueta, el negro sombrero, el caballo de grandes alforjas, igual que meses antes cuando llegó a Tumba Crook. Harry Shanto, que al irse se encontraba con algo doloroso que le cerraba el paso, con algo que hizo que sus ojos, tan cansados, recobrasen vigor.

Frente a él estaba Marita ante un hombre que no había visto en su vida, y que en medio de una total indiferencia parecía haberla golpeado.

Ahora, todos volvieron sus rostros hacia el hombre que hablara, que opusiese resistencia a un pistolero de Tijuana.

- ¡Quieto!

Lo que había en medio de la calle era lo único que en aquel momento pudo frenar la marcha del tejano de Tumba Crook. Aunque más de un curioso observador hubiese ya notado la ausencia de armas en el costado del famoso ex-pistolero.

- Shanto, Harry Shanto.

- Déjala.

El tono que empleó fue algo que llamó la atención de los presentes, porque en un caso como aquel parecía más que dudoso que el mejicano se atendiese a otras razones que no fuesen los revólveres. Sin embargo, Harry Shanto, el que fue “as” de Tejas, se acercó humildemente al pistolero y dijo:

- Déjala, Kino. Devuélveme ese favor.

El mejicano, en un principio, pareció desconcertado por el tono que empleó aquel legendario sheriff de San Jacinto. Porque si cuando oyó su voz pensó que estaba nada menos frente a un magnífico tirador, ahora aquel hombre parecía una sombra de lo que fue.

Poco a poco, Kino sintió la confianza volver a él, pasado el momento en que creyó estar a un paso de la muerte.

- Pude matarte y no lo hice –dijo Harry Shanto con voz firme-. Deja en paz a la chica y estaremos a la par.

Pero Kino no era de la misma opinión. Dijo:

- Nunca creí que Harry Shanto pidiese favores a un fuera de la ley. ¿Y su revólver, sheriff? ¿Dónde está aquel gran revólver que liquidó a Jeff Hellys?

Harry Shanto llegó hasta él, y levantó, con cuidado, a Mara del suelo. Ella estaba asustada, pero no herida.

- Vamos, niña –dijo suavemente el tejano.

Su mano, aquella inolvidable izquierda, se deslizó por sus negros cabellos, y ni el mismo Shanto supo por qué. Tan solo una sensación de ternura recorrió su cuerpo, algo que creyó muerto y que ahora le embargaba.

Ella le estaba mirando, y en sus ojos había algo más que ternura. Mucho más.

Kino rió con fuerza.

- Mendoza no lo creerá. Ni aunque se lo jure. -Su expresión cambio de repente-. Vamos, viejo, lárgate y no molestes. Esta chica y yo tenemos que hablar un buen rato.

Marita se abrazó a Harry Shanto, mientras el mejicano avanzó. Solo estaba aquel hombre sin armas, aquel hombre acabado.

Kino separó a la chica, que echó a correr refugiándose en los porches. Luego dijo:

- Quiero ver como “sacas”, sheriff. Quiero ver qué queda en tu mano izquierda.

Los ojos de Harry Shanto recorrieron la figura del pistolero, con una mirada fría, distante, helada. Contestó:

- Mátame si quieres, Kino.

Ahora le pareció buena la idea de la muerte. Ahora creyó que era un buen momento para morir, porque el pensamiento de otra tierra, de un lugar donde nadie le conociese, donde pudiese empezar de nuevo, se le antojó absurdo.

A Harry Shanto le hubiese gustado que Kino le disparase al corazón.

Pero el mejicano insistió:

- Quiero ver tu mano, sheriff. Aquella famosa izquierda que decían era milagrosa.

Harry Shanto quería que Kino apretara el gatillo. Pero no lo hizo.

Porque a su espalda sonó una voz, sureña también, tejana también, que dijo:

- Verás mi izquierda moverse, Kino. No te preocupes.

Y Steve Lawrence puso su mano a un palmo del negro revólver.

CAPÍTULO XIII

EN DONDE SE RESPONDE LA PREGUNTA DEL CAPÍTULO ANTERIOR

Cleve Velsant miró con escepticismo a Chris Kovacs y murmuró:

- Hay que pensarlo.

Los ojos verdes, enormes, de Marge Collins parecían echar chispas. Algo parecía dominarla.

- Nunca me quitarán esa mina. Cleve, tu sabes que no la dejaré. Aunque tuviese que luchar yo misma contra el diablo.

- El diablo es Clint Mendoza, señora -dijo dulcemente Velsant-. Él y sus famosos pistoleros de Tijuana.

- Legalmente es mía. Al pasar el plazo y no reclamarla nadie, el que ganase la subasta se la quedaba, y yo gané esa subasta.

- Y Mendoza se conformará. Creo que ese mejicano es un chico comprensivo.

- La ley está de mi parte.

Cleve Velsant se revolvió, inquieto.

- ¿Qué ley? Aquí la única ley es el revólver de Steve Lawrence. Y ese tipo hará lo que más le convenga.

Marge desvió su mirada, y recorrió el amplio despacho de su casa. Dijo:

- Siempre soñé tener un despacho como éste, una casa para mí sola y unos hombres bajo mis órdenes -Se acercó a Velsant y continuó-. No lo dejaré escapar, Clave. Ahora lo tengo y te juro que nadie me lo quitará.

Kovacs habló en ese momento.

- Habrá que vigilar el traslado de la plata hasta Yuma. Si yo fuese Mendoza lo primero que haría sería suspender esos envíos.

- Pero tú no eres Mendoza -contestó Marge-. Y supongo que a él no se le ocurrirá ponerse frente a Lawrence tan estúpidamente.

- Lo primero será arreglar esto lo más legalmente posible -dijo Velsant-. Nosotros estamos al lado de la ley, y lógicamente debemos jugar esa baza, las otras siempre estamos a tiempo de ganarlas.

Sonrió, mientras se palpaba la formidable artillería que pendía de sus costados.

- Sí, veremos si Lawrence se siente justo y se pone del lado de la ley. Pero mientras conviene tomar nuestras medidas. ¿Cuántos hombres hacen el traslado de la plata hasta Yuma?

Chris Kovacs contestó:

- Dos, Parker y Losey.

- Bien, desde mañana lo harán cuatro, y procura que todos sepan lo que es un revólver, Chris Kovacs salió de la habitación.

- ¿Quieres un consejo, Marge? Intenta por todos los medios que Lawrence te apoye. Y si no lo hace, compra a Mendoza. Te costará mucho, pero tendrá un precio. Lo que va a ser un problema es ponerse frente a él.

Pero Marge no le atendía. Pensaba en otra cosa, en otro lugar, seis años atrás, cuando todo era distinto.

- Antes había otra solución. Una mano izquierda, la más rápida de toda la frontera. Antes es posible que hubiese otra manera de afrontar las cosas.

Cleve Velsant sonrió con escepticismo, alargando sus manos.

- Aquí tienes dos muy rápidas, Marge, y que funcionan al mismo tiempo. Yo te prometo que serán tan famosas como las de Sam Everitt. ¿Recuerdas? Cuando te vi por primera vez te lo dije y tú no me creíste, pero ahora no haces más que pensarlo, de que dudar sobre si llegaré a ser tan bueno como dije. Un día te convencerás, Marge y muy pronto.

La estaba mirando fijamente, a aquellos ojos verdes que parecían dos inmensas esmeraldas. Se acercó, lentamente, mientras se preguntaba que habría bajo aquella preciosa máscara de hielo.

Ahora se fijó no solo en la perfección de su rostro, sino en su gesto, en su dura expresión, y pensó que era una ironía del destino juntar a tanta belleza con tan poca fibra de mujer.

- Jefe -dijo.

Achicó los ojos, aniñando el rostro, intentando mostrarse de otra manera con ella, haciendo esfuerzos por considerarla como una mujer más, a las que siempre creía muy inferiores a él, y sin embargo, ella le hacía sentirse incapaz de hacer algo más que acatar sus órdenes.

- Me gustaría saber si alguna vez te enamoraste, Marge. Hubiese sido interesante conocer al hombre.

Los ojos verdes de Marge Collins cambiaron su abstraída expresión, y por un momento pensó en lo que su pistolero decía. Por un momento pensó en las últimas palabras de Velsant, como si en realidad significasen algo.

Miró a la cara imberbe del joven, sus ojos risueños que sin embargo a veces parecían duros y cambió el tono de su voz.

- Sí, hubo un hombre. Es gracioso, es estúpido después de tanta lucha, de tanto barro, y de tanta miseria. Pero es cierto…quizá porque era algo distinto, algo tan fuera de lo normal que a veces me parecía humano.

Cleve Velsant vio por primera vez aparecer en los ojos de ella un nuevo fulgor, dos lucecitas febriles que bailaban en su mirada, que hacían flotar sobre el verde color un velo de salvaje juventud. Creyó Cleve Velsant que no existía aquello en el “ama” Collins.

- Era una especie de dios, y me deslumbró. Pero luego descubrí que era un hombre, y entonces le quise.

Se había parado frente a la ventana, y de repente se sobresaltó. Pero el desconcierto, duró un momento. El tiempo en que en su mano derecha apareció un brillante y chato revólver. Fue todo tan rápido que Cleve Velsant no hizo ningún movimiento, sino tan solo mirar el arma que como por encanto había aparecido en su diestra.

Pero no llegó a usarla.

Porque en la calle sonó, en aquel momento, la voz sureña, cálida, de Lawrence.

- Verás mi izquierda moverse, Kino. No te preocupes.

El pistolero mejicano se dio la vuelta con un movimiento mecánico, nervioso, que le enfrentó al “Marshall” más temido de la frontera y a sus hombres.

Steve Lawrence, una vez más, parecía dispuesto a no hacer prisioneros en aquel asunto. Solo esperar pacientemente a que el adversario atacase para depositar su valor en el revólver negro, pavonado, cuya muesca nacarada todos conocían. Algo que tanto Ransey como Doug Waque no comprendían, sino tan solo Harry Shanto, que fuera de toda lucha permanecía a espaldas del mejicano.

- Aquí nadie alborota “pelao” -dijo Lawrence que taladraba a Kino con la mirada-. Aquí todo el mundo es bueno, porque a los malos los mato.

La respuesta que dio el pistolero de Tijuana sorprendió a todos, incluso el propio “Marshall”

- Eres un hijo de perra, Lawrence.

Marge Collins, desde la ventana, se dio cuenta que el insulto del mejicano ponía a Lawrence en el compromiso ineludible de “sacar”. Ella sabía muy bien que el pistolero no actuaba por su cuenta, pero no comprendió como Mendoza se ponía tan abiertamente frente al Marshall.

Por primera vez desde que le conoció, Doug Wayne que desde el suelo seguía el desarrollo de la escena, vio a su jefe perder la serenidad de su expresión, y distender el rostro en una mueca de asombro y de infinito desprecio.

Que un mejicano insultase a Steve Lawrence era tanto como ponerse al alcance de su revólver, y eso parecía saberlo Kino porque nada más hacerlo se tiró hacia delante, en un buen salto, y “sacó” a un tiempo sus dos “Colt” mientras planeaba en el aire.

La acción del mejicano demostró una vez más el grado de perfección, la justicia de la fama que acompañaba a los pistoleros de Tijuana. Sus manos se vieron armadas en un segundo, cuando aún no tocó tierra, y los cañones de sus revólveres apuntaron directamente el pecho del “Marshall”.

Fue en el instante que la mano izquierda de Lawrence se puso en movimiento, el instante en que el negro seis tiros de pavonada forma vio la luz en aquella mano prodigiosa

Clint Mendoza, desde un porche, seguía el duelo y también Jeremy Welch, y ambos quietos, todo fue tan rápido que era imposible actuar.

Los disparos se mezclaron en confuso crepitar, la calle de Tumba Crook se llenó del acre saúco de la pólvora y sus habitantes de la sensación inminente de la tragedia, de la muerte.

- ¡Maldito…! ¡Mestizo…sucio!

El primer disparo de Kino arrancó una tira de camisa del hombro de Lawrence, y el dolor le hizo marrar el suyo. Pero la única oportunidad que tuvo el mejicano de disparar primero en el aire se le agotó. El tercer disparo que de Steve Lawrence, una décima antes de que Kino volviese a hacer fuego.

Y esta vez la cabeza del pistolero de Tijuana, del hombre que había ensayado cien veces aquella treta, saltó en el aire hecha pedazos cuando la bala de grueso calibre se estrelló en la frente.

Y aun así, el mejicano volvió a disparar, con aquellas manos que, por un momento, parecieron tener vida propia.

- Sería demasiado burdo, señor Lawrence. Sería algo estúpido y absurdo.

Fernando Arranz, cuya pretendida elegancia resultaba en ocasiones ridícula, concluyó:

- Ese hombre actuó por su cuenta, créame. Ni el señor Mendoza ni yo seríamos capaces de un acto de barbarie semejante.

Clint Mendoza, en un ángulo de la oficina, observó a Lawrence y a sus hombres que a su vez le miraban a él, y dijo:

- Yo no quiero matarle, Lawrence. Solo quiero hacer valer la ley.

Su extraño aspecto, sus deformadas facciones, eran suficientes para que sus palabras, fuesen las que fuesen, no infundiesen confianza. Añadió:

- Me ha roto dos hombres. Pero lo olvido. Ellos se lo buscaron.

Clint Mendoza volvió el rostro, y sus pequeños ojos, su mirada extraviada se posó en la celeste, infantil casi, de Cleve Velsant. La sonrisa de éste, eterna, no disminuyó, sino que pareció acentuarse con una mueca de burla.

Steve Lawrence dejó de leer los pliegos que tenía sobre la mesa y su vista abarcó a todos los presentes. Paseó sus ojos por las dos partes, por los dos bandos en que de pronto se había dividido la cuestión, desde el atildado Fernando Arranz con Mendoza y Barrou, su segundo, hasta Velsant y Chris Koacs.

Dejó para lo último a Marge Collins, cuyos ojos muy abiertos, seguían todos sus movimientos.

- Voy a hablar con franqueza -dijo. Y luego sonrió-. Si me lo permiten, naturalmente.

Se levantó de la silla y comenzó a pasear, como si le divirtiera que la atención de los presentes fuese solo suya. Sen Welch, en un rincón, reía para sus adentros.

- Kino actuó por su cuenta, ya lo sé. Pero voy a decirte algo, Mendoza. La próxima vez que uno de los tuyos alborote, no importa que obre por sí mismo; tú irás a la cárcel.

Miró a Arranz y continuó:

- Aquí quiero paz. ¿Entienden todos? Solo quiero paz, y para conseguirla emplearé todos mis recursos. Lo demás, la mina y sus interiores me importan un rábano. No me permitiré que un sucio mestizo se emborrache y haga ruido, sea o no sea de Tijuana.

No permitiré que haya un solo duelo, que haya un solo acto de violencia. ¿Comprendido?

Marc Collins parecía no tomar en consideración las palabras del “Marshall”. Se irritó y dijo:

- Aquí no hay juez, señor Lawrence. Usted debe decidir a quién pertenece la mina y defender con su estrella al propietario.

Steve Lawrence se volvió perplejo:

- Exactamente. Aquí no hay juez, sino yo, y por eso se hará lo que yo diga.

Se fue hacia la mesa, de donde cogió dos pliegos de papel.

- Por una parte, la escritura de la subasta, que correspondió a la señorita Collins por pasar el plazo de reclamación de la propiedad. Y por otro lado, un documento firmado por el juez de Yuma, en el que se invalida la subasta, prorrogándose el plazo de reclamo dos meses más.

Steve Lawrence sonrió, y siguió hablando.

- ¿Las dos son legales? ¿Las dos son falsas? ¿El señor Arranz firmó él mismo su escritura? Es posible. Pero veamos, ¿por qué no llegar a un acuerdo como buenos amigos?

Marge Collins se puso en pie de un salto.

- ¡Está loco! Esa mina es mía. El sheriff Ransey firmó el documento.

- ¡Y el juez Tucker el mío, señorita! -chilló ahora colérico también, Fernando Arranz.

- ¡Cálmense! y escuchen.

Lawrence comenzó a encender, con una tranquilidad desesperante, un gran cigarro.

- Haremos una cosa. Para que todo esté en regla, el señor Arranz tendrá antes que cumplir ciertas diligencias de tipo…sentimental. Lo primero será eso; luego, si aún persiste el desacuerdo entre ustedes, pueden hacer dos cosas: o dejar que yo decida de quién es la mina, o vender uno a otro sus derechos. Pero entérense bien de esto: sin peleas. ¿Entendido? Sin peleas.

Marge Collins estaba visiblemente furiosa, y por eso el Marshall evitó mirarla. Fue Mendoza el que habló:

- Está bien, Lawrence. Por nuestra parte, no habrá jaleo hasta que usted decida. Esperemos que, para su salud, lo haga bien.

Clint Mendoza, seguido de Barrow, salió a la calle, y detrás de ellos se apresuró Arranz.

- ¿Cómo que ese monigote es Fernando Arranz? ¿Cómo sabe que es cierto el documento? ¿Cree que Mendoza se estará con los brazos cruzados si le da por concedernos la mina?

Marge Collins taladró al Marshall con sus tremendos ojos verdes. La excitación daba a su rostro un encendido aspecto que la favorecía extraordinariamente.

- Usted sabe que por el contrario, todos los derechos son míos. ¿Por qué teme tanto a los pistoleros de Tijuana?

Steve Lawrence clavó ahora su negra mirada en la mujer.

- Le diré algo. Es posible que la ley esté de su parte, pero si cree que por su plata me voy a jugar el tipo, está en un error. Así que métaselo bien en la cabeza.

- ¿Pero… quién es usted? ¿Qué representa?

Lawrence volvió su mirada a los pasquines. Al “Wanted” de Johnny Torres, pero nada contestó.

- Así que no defenderá mi plata. ¿No es eso?

- No con el revólver -dijo el “Marshall”-. Y hágame caso: no arme ruido. Primero porque Mendoza solo busca mi pretexto para borrarles a todos del mapa, y segundo porque yo no podría ayudarles. Sea usted buena chica y llegue a un acuerdo con Mendoza. Así todos saldremos ganando.

- Sobre todo usted.

Eso lo dijo Cleve Velsant, que miraba con evidente desprecio al “Marshall”. Steve Lawrence se volvió hacia él, cuando “Vanidad” se disponía a marcharse.

- Muchacho, si quieres un buen consejo, ahí va. No “saques” nunca tu revólver contra alguien que sea más rápido que tú.

Marge Collins, seguida de Kovacs, se dirigió a la puerta. Desde allí dijo:

- ¿Quiere otro consejo, señor Lawrence? No se ponga en mi camino si no me da la mina. Se arrepentirá.

CAPÍTULO XIV

UNA GRAN SORPRESA PARA EL SHANTO

Harry Shanto, ahora, se contempló en el gran espejo del Saloon de Sherman, vacío a aquellas horas, mientras sus manos temblaban visiblemente. Vio la botella de whisky y se abalanzó hacia ella, presa de la excitación de otras veces, del impulso desconocido que una vez más le embargaba. Sus manos temblorosas buscaron con afán, con delirio aquel licor que podía, solo él, aliviar su estado, quemar quizá aquel momento que de nuevo se apoderaba de su voluntad borrando cualquier otra sensación.

Una botella de whisky que en aquel segundo la obsesión de Harry Shanto, el que fuese famoso tirador en otros tiempos.

- No lo hagas, Harry, te lo suplico.

Aún quedaba espacio entre sus manos y el whisky, y aquella sombra se interponía entre ambos, queriendo quitarle su único deseo.

Mara clavó en aquel hombre sus enormes ojos llenos de ansiedad, de pena.

- No, Harry, por favor.

Se abrazó a él, intentando detenerlo en su absurda carrera, pero no pudo. Era un impulso formidable, mientras las manos temblaban espasmódicamente, mientras aquel cerebro se nublaba como en aquellos últimos años.

Ben Sherman nada dijo. Ni siquiera cuando el tejano apartó bruscamente a la muchacha y asió con fuerza la botella.

- ¡Harry! ¡Por Dios no lo hagas!

Suplicó. Se llenaron de lágrimas aquellos inmensos ojos negros, ojos de pena que ahora miraban al Shanto con tremenda fuerza.

- ¡No por mí, Harry! ¡Hazlo por ella, por su recuerdo!

Aquellas manos temblorosas se quedaron tiesas, rígidas, y los ojos endurecidos del hombre se volvieron lentamente hasta enfrentarse a los de Mara. Harry Shanto miró con expresión extraña, absorta. Se dio cuenta, por primera vez, que alguien estaba a su lado.

- -¿Y tú…qué sabes?

Ella avanzó hasta su altura.

- Lo dijiste cuando delirabas, muchas noches que escuché tus sueños… tu mujer, tu vida, yo sé todo lo que te pasa, Harry, y tú lo ignoras.

Los ojos del ex-pistolero no comprendieron. Estaban desorientados, mirando sin entender a aquella joven mejicana.

- Niña -dijo- te agradezco mucho lo que hiciste por mí… tu familia y tú. Pero ahora márchate. Déjame en paz.

- No se por qué bebes, Harry -continuó ella sin inmutarse- y por qué huyes, y por qué no eres feliz. Tú me lo contaste todo en sueños, y yo supe escucharte.

Estaba muy cerca, mirándole fijamente. Entonces, Harry Shanto se dio cuenta.

Se volvió lentamente, apoyó los codos en el mostrador y se vio a si mismo en el gran espejo. Dijo:

- Por qué….

Aquellos grises ojos, metálicos, fríos, acabados, aquel rostro curtido en el que el sufrimiento dejó sus huellas, aquel pelo encanecido… Harry Shanto se sintió viejo, hundido, y no comprendió. No pudo comprender a aquella niña que le miraba como quizá nadie le miró hasta entonces.

- Vete, Marita –dijo roncamente-. Déjame en paz.

Tal vez la imagen del espejo dijo poco, porque el que fue “as” del revólver se miró aturdido, sin pensar siquiera qué había en los ojos de ella. Se miró a sí mismo sin compasión, y sin embargo, ella le miró con pena, con dulzura. Él se despreciaba y ella quería ayudarle.

Le pareció absurdo, mordaz, aquello. Quizá una burla más, tal vez más sutil, del destino. No pudo concebir un por qué, y se sintió sin fuerzas para buscarlo siquiera.

- ¡Déjame!

Ahora esperó, como abstraído, a que le pusiera un precio. Esperó oír una proposición a su revólver, como pago al servicio recibido, algo a cambio de lo que ella le dio. El rostro del Shanto se contrajo en una mueca al volverse a ella y decir:

- No tengo nada.

Fue al mirar sus ojos, al ver aquellas lágrimas, aquella limpieza increíble, cuando el hombre se desconcertó. Cuando vio unos ojos que daban sin pedir nada a cambio, que ofrecían limpiamente, que querían ayudar, que se entregaban tan maravillosamente.

Ahora Harry Shanto, de pronto, cambió. Algo dentro de él pareció salir, algo que creyó perder. Quiso marcharse de allí, pero de distinta forma, con otra manera de pensar. Tal vez.

- Gracias, niña dijo-. Esto no lo olvidaré.

Besó su frente, acarició sus cabellos, y continuó:

- Tú no puedes comprender… eres algo que yo nunca creí encontrar, algo que creí muerto. Tú harás feliz a un hombre, porque solo deseas que él te quiera… solo pides eso. Yo lo tuve y lo perdí… y al perderlo maté poco a poco todo lo que ello me dio. Ahora ya no puedo sentir nada, Marita. Ya lo tuve una vez… y lo perdí. Pero gracias.

Avanzó hacia la puerta, cansadamente, sin volver el rostro a quien logró, por primera vez en tanto tiempo, ayudar un poco a Harry Shanto. Él no supo por qué, no supo la razón, pero se dio cuenta que algo había cambiado.

Al salir a la calle, al darle el aire en el rostro, vio su caballo y la salida del pueblo. Un sol brumoso, un viento suave, cuando el que fue famoso sheriff se dirigió a su montura.

- ¿Te vas, Harry?

Los ojos fríos, metálicos del Shanto se volvieron centelleantes.

- Sí.

Pero Steve Lawrence, cuyo revólver pavonado ya estaba en su izquierda, dijo:

- Es imposible. Te arresto por borracho, Harry Shanto.

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Fred Azcom miró a Lawrence tristemente.

- Hay aún sembrados, y están todos los aparejos. Si le interesa a alguien, avíseme enseguida.

El “Marshall” leyó el escrito y dijo:

- ¿Y usted que hará, señor Azcom?

- Me iré en cuanto lo venda. Al sur quizá.

Steve Lawrence se levantó y dio unos pasos por la habitación, deteniéndose frente al viejo agricultor.

- Bien, poco pide por su propiedad, señor Azcom, pero aún así dudo mucho que alguien, en estas circunstancias, se haga rico trabajando la tierra. Si usted se ha quedado sin gente, nadie se expondrá.

- Una familia de gente joven podría trabajar las mejores zonas de cultivo. Toda la ribera de Río Trunco, y le sacarían buen rendimiento.

Steve Lawrence asintió.

- Está bien, señor Azcom. Yo le avisaré inmediatamente. Haré que sus conciudadanos se enteren.

Fred Azcom dio media vuelta y salió a la calle, con paso poco firme. Era indudable que le había costado un gran esfuerzo llegar a aquello, pero su edad no estaba ya para heroicidades.

No podía trabajar él solo aquella tierra que durante tantos años fue su vida, y ni siquiera esperaba que alguien la comprara, Tal vez eso fue lo que le llevó a hablar con el “Marshall”, porque la certeza de que alguien fuese el dueño de sus tierras, que ocupase su hacienda, le embargaba de una extraña sensación de vejez, de impotencia.

Tenía que haber una solución. Muy difícil, pero el viejo Azcom sabía cuál era.

Incluso Steve Lawrence, que mostraba casi su largo cigarro virginiano, con los pies sobre la mesa de su oficina en aquella apacible mañana, sabía lo que en esos momentos pasaba por la mente del agricultor, la solución que, sin embargo, él pensaba, no era igual pero llegaba mucho más arriba que la de Fred Azcom.

Los negros ojos del “Marshall” se fijaron ahora en el “Wanted” de Frank Grissom, y su expresión se hizo calculadora.

- Doug -llamó.

El ayudante se recostó en el lecho de la celda, contigua a la que encerraba a Harry Shanto, y luego se levantó de un brinco.

- Todavía duerme la borrachera –dijo, señalando al tejano-. ¿Qué hay?

Steve Lawrence le miró fijamente.

- Dí por ahí que Grissom es un cobarde, que mató a Conway por la espalda… dí lo que quieras, pero haz que venga.

Wayne abrió mucho los ojos, sin comprender.

- ¿Frank Grissom? No podemos echarle el guante. En este territorio no…

- Ya lo sé. Pero haz lo que te digo.

Su mirada se posó en la celda donde Harry Shanto dormía placidamente.

- Dí que Harry Shanto le busca.

Doug Wayne se quedó un momento parado, fue a decir algo, pero enseguida dio media vuelta y se fue. No iba a discutir con su jefe ahora en que tantos problemas tenía.

En el momento en que salía, se cruzó con la alta y distinguida figura de Riff Barbier.

Cuando ya el comisario se había ido con la desconcertante orden de su jefe, el “francés”, hombre conocido y tristemente célebre en toda la ribera del Missisipi traspasó el umbral de la oficina de Lawrence y miró al “Marshall” con aquellos ojos que se clavaban como alfileres.

Poco había cambiado en los últimos años el famoso “póker-men” de los casinos flotantes, el hombre que tuvo cien veces la fortuna entre los dedos mágicos de sus manos y cien veces se le escapó. Quizá su expresión denotase menos fuerza, menos firmeza, pero allí estaba su orgullo, su arrogancia, la silueta inconfundible de Riff Barbier, el “francés”.

Sus ojos miraban a Lawrence como disparando agujas, como siempre.

- Aún no le dí las gracias, “Marshall”. Y aún no le felicité por la forma en la que baleó a ese perro mestizo.

Se sentó, desabotonándose la impecable levita, y sacó de ella un gran cigarro.

- Usted lo vio, Barbier, ¿qué opina?

- Supongo que eso le traerá sin cuidado. Supongo más bien que ahora se estará arrepintiendo de no haberme dejado actuar a mí. Así desconoce mi “momento”. ¿No?

Lawrence sonrió.

- Exactamente. Pero si quiere que le sea franco, le diré una cosa: pienso que está mal, que ya no vale ni la mitad que antes.

Riff Barbier disimuló, muy malamente, un gesto de sorpresa y de indignación.

El “Marshall”, tranquilamente, siguió:

- Pienso que nunca debió dejar el Missisipi. Aunque no encontrase ya trabajo, no hizo bien en venir al Oeste.

El “francés” miraba ahora a Lawrence sin pestañear, mientras en sus ojos se debilitaba por momento la fuerte luz que los encendió por un instante.

- He oído hablar mucho de usted, Lawrence, y sé cuando es preferible no crearse enemigos. Yo estoy de su parte, y no pretendo crearle complicaciones, pero haga el favor de no decirme lo que debo hacer. Creo que soy bastante mayorcito para eso.

Las angulosas facciones de Barbier, su cara larga y pálida, contrastaba enormemente con los ojos, brillantes y verdes, fríos y lacerantes. Continuó:

- Estoy aquí. En un miserable pueblo lleno de sucios mestizos, rodeado de bazofia y de violencia. No crea que lo maldigo. Pero no le voy a contar a usted, ni a mí mismo, por qué estoy en esta pocilga. La realidad es que estoy, y a partir de eso podremos entendernos.

Steve Lawrence miraba con interés al peligroso individuo que tenía delante.

- Poco hay que entender -dijo-. Yo mando aquí y usted quiere operar. Bueno, no seré yo quien le impida pasar unos días de descanso con su novia.

El “francés”, muy tranquilo, levantó su fría mirada.

- Pienso actuar, señor Lawrence. Ganar dinero en abundancia sin mancharme las manos. Tengo el filón.

Lawrence clavó ahora, con fuerza, los negros ojos en la faz de Barbier.

- Lástima que la mina esté cerrada por el “Marshall”. No dejará que desplume incautos con los bolsillos repletos de plata. Además, eso es poca cosa para un tipo como usted ¿no cree?

Riff Barbier enseñó los dientes en una mueca que quiso ser sonrisa.

- ¡Ah! ¡Ah! Yo miro más lejos, siempre al horizonte. Veo que me subestima, señor Lawrence. Cuando dije filón, me referí exactamente a eso; a plata. Voy tras la mina por el lado del más fuerte. Es decir, a su lado.

Se levantó de la silla y comenzó a pasear por la habitación, mientras hablaba.

- ¿Comprende, señor Lawrence? Le estoy proponiendo un trato, un acuerdo entre amigos que nos beneficie a los dos.

- Yo no soy su amigo -dijo secamente el “Marshall”- y si en su trato anda por medio un revólver, ya puede marcharse de este pueblo.

El “francés” se paró en seco, mientras sus ojos se clavaban en la inerte figura de Harry Shanto que dormía plácidamente en la celda. Sin volverse, contestó:

- No, no necesito su revólver. Simplemente, que me deje las manos libres.

El “Marshall” chasqueó la lengua.

- Pierde el tiempo. No me interesa.

Riff Barbier se volvió.

- ¿Sin saber su beneficio?

Lawrence, cansado, levantó la voz.

- Dígalo ya.

- Johnny Torres -respondió el francés.

- Tengo mis planes -comentó, en voz baja, el “Marshall”-. Usted supondrá que ya sé cuál va a ser la manera de cazar a Torres sin su ayuda.

Barbier asintió.

- Desde luego. Aunque los dos sabemos que para cazar como usted dio, al “Chico loco”, conviene tener siempre dos trampas, por si falla la primera.

- Exactamente. Tengo dos trampas.

Riff Barbier achicó los metálicos ojos, y su mirada pareció fulminar a Lawrence.

- Tiene al Shanto y a su mano izquierda, su revólver, señor Lawrence, es extraordinario, no lo dudo. Pero ambos sabemos que Johnny Torres es más rápido.

La expresión del tejano cambió como por encanto. Se levantó de un brinco, apartó la silla y puso la mano a la altura del revólver.

- ¡Está loco! -gritó.

El francés, por un momento, se vio en la imperiosa necesidad de tirar del chato Rémington que ocultaba en la bocamanga, pero no hubo lugar a ello, Lawrence, sin moverse, siguió:

- Solo quiero llegar a tener a Torres, frente a frente, sin nadie que le apoye. Entonces verá quién es más rápido.

Ahora, Barbier no contestó nada. Pensó únicamente en cuál era el punto flaco del famoso “cazador de forajidos”.

- Efectivamente -continuó Steve Lawrence- es Harry Shanto mi cebo. Torres vendrá a por él y entonces habrá llegado el momento. Lo único que en estos momentos quisiera saber es el día en que vendrá. Solo eso.

Riff Barbier, buen jugador, lanzó en el momento preciso su único as.

- Eso le ofrezco. El día en que Johnny Torres vuelve a Tumba Crook.

En la celda contigua, Harry Shanto se removió, sobre la litera, y los ojos del “francés” volvieron a fijarse en él. Steve Lawrence, por su parte, estaba ya totalmente interesado por la oferta de Riff Barbier.

- No le preguntaré de dónde sacó la información, porque confío en su palabra.

Rió entre dientes y continuó:

- Sí, lo único que aún no ha perdido es su palabra de caballero, Barbier. Pero créame, también la perderá. Aunque quizá antes se quede sin la vida.

Lawrence estaba de acuerdo. El “francés” suspiró, aliviado.

- Muy bien. Usted se olvidará de que existe Riff Barbier. A cambio tendrá beneficios… y a Torres. Yo se lo pondré al alcance de su revólver.

- ¿Y los beneficios?

- Plata ganada a los mineros con los naipes… bebidas… pongamos un veinte por ciento.

- Pongamos un cincuenta.

El “francés” asintió con la cabeza. Y dijo:

- También quiero al Shanto. Supongo que después de lo que le he dicho, no tendrá ya mucho valor para usted.

Lawrence no opuso resistencia

- ¿Harry Shanto? Sí, sí, lléveselo. Precisamente iba a dejarlo suelto esta noche. Pero ¿Por qué lo quiere?

El famoso “póker-man” volvió a fijar sus ojos, verdosos y agudos, en la silueta del tejano.

- Mire, Lawrence, quedamos en que se olvidaría de Riff Barbier ¿eh? Pero le diré una cosa: yo conocí al Shanto hace casi ocho años, en San Jacinto. Iba de paso hacia Méjico, y estuve dos días en aquel pueblo salvaje.

Se levantó de la silla y comenzó a andar por la estancia, dando profundas bocanadas a su aromático cigarro.

- Créame, cuando vine a Tumba nunca pensé encontrarme en tan ínfimo estado al hombre cuyo revólver fue lo más increíble, lo más extraordinario que vi jamás. Yo presencié un disparo suyo, y no creo que nunca nadie llegue a superarlo.

Steve Lawrence miraba con atención al “francés”

- Un hombre quiso saber quién manejaba mejor el revólver, él o el propio sheriff. Se llamaba Eddy Pressmam, había matado dos hombres en una sola noche y se decía de él que era un excelente tirador. Eddy Pressmam caminaba por la calle principal de San Jacinto, disparando al aire y gritando que saliese el sheriff. Cuando éste lo hizo, Pressmam le disparó repetidamente, de lejos, demasiado para un calibre 38. Harry Shanto se quedó quieto, erguido, mirando fijamente al pistolero. Aguantó un instante el chaparrón de balas, alzó su brazo izquierdo y levantó el percutor de su gran revólver “Colt” del 45. Un solo disparo. Eddy Pressmam se encontraría muy feo en el infierno con aquel tremendo boquete que se le abrió en la frente.

Steve Lawrence asintió lentamente con la cabeza, mientras consideraba el extraño entusiasmo que latía en las palabras de aquel viejo conocido.

- No quiera descubrirme a Harry Shanto. Sé de él más que nadie. Tengo planes para él. Si un disparo suyo le hechizó, puede llevárselo. Pero si se va de Tumba, usted irá a la cárcel.

CAPÍTULO XV
CUANDO EL AIRE DE TUMBA CROOK COMIENZA A OLER A PÓLVORA

El desfiladero del “Pickett Hall”, a diez millas de la salida de Tumba, camino de Yuma, presentaba un sombrío aspecto en la noche sin luna. Sid Parker, que conducía el grupo de cuatro hombres, olfateó el aire y susurró:

- No me gusta esto.

Los caballos, inquietos, dejaban escapar su nerviosismo con cortos relinchos, mientras sus jinetes procuraban aligerar el paso.

El lugar, propicio para una encerrona, no era nada tranquilizador para quienes llevaban gran cantidad de plata en las alforjas. Por eso, Parker volvió la cara y dijo:

- Vamos, muchachos. Salgamos pronto de aquí.

Alguien más debió oír su voz en la silenciosa noche. Alguien cuyo rifle, un buen “Sharp” del 23, enfiló sin un solo temblor la cabeza del conductor.

¡Bang!

Sid Parker saltó hacia delante, con la cabeza rota, impulsado por el grueso calibre del plomo que, en un instante, hizo añicos su cráneo. Los otros tres hombres, por un momento, quedaron atónitos, mientras el eco del balazo aún no se extinguía por el laberinto de rocas. Ese segundo que el hombre del rifle no desaprovechó, sino que sin pausa comenzó a disparar frenéticamente, con rabiosa y certera exactitud, sembrando la muerte que de tan fácil blanco le servían aquellos hombres cogidos en una ratonera.

Ahora los disparos no solo brotaron del oculto tirador, sino de la parte opuesta, había dos emboscados, Losey, con la mano izquierda en la funda del revólver recibió la muerte a la vez por ambos lados, y el tercer hombre de la plata, ya en el suelo, no tuvo tiempo ni de cubrirse, las balas picotearon el polvo rabiosamente, buscando su cuerpo con avidez, y alcanzándolo inexorablemente.

El último de los cuatro hombres se quedó quieto, con las manos bajas, sin mover un solo músculo, sabiendo que tan solo un respingo podía ocasionarle la muerte.

Esperó, tenso, mientras un ruido de pasos se acercaba colina abajo.

Aquel hombre que esperaba con fría serenidad el momento de enfrentarse con dos asesinos dispuestos a todo, no era, ni mucho, un tipo corriente. Sus finas manos, a un palmo de las revolveras, estaban inermes, sin un temblor que denotase nerviosismo.

Así llegó el primer tirador, con el rifle por delante, andando despacio, observando con cautela la estampa, altiva y tensa, de Chris Kovacs.

No hacía falta que el gun-man se preguntase quién tenía delante. Pocos hombres había en la frontera con la puntería y el “oficio” de los famosos pistoleros de Tijuana.

El del rifle inspeccionó a los tres hombres muertos y después sonrió, mientras llegaba su compañero.

Fue el momento.

Chris Kovacs, de improviso pegó un brinco de costado, centelleante, y “sacó” en el aire con increíble rapidez.

El primer mejicano disparó tarde, cuando el plomo de Kovacs le hizo tambalearse y fallar su disparo. El segundo no, pero tampoco Chris Kovacs se había quedado quieto. Su cuerpo se retorció en el suelo, sin que por ello dejasen de disparar sus revólveres.

Volvieron a arañar el suelo, rabiosas, las balas del mejicano, y a entrecruzarse con el plomo del hombre de confianza de Collins. Pero Chris Kovacs supo colocar sus disparos en mejor sitio, porque el de Tijuana cuando dejó de balear, se arrugó epilépticamente y cayó de bruces sobre el cuerpo de Losey.

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Una vez más Marge Collins miró aquellos ojos grises que parecían hechos de metal. Una vez más sus labios recorrieron la dura piel del tejano, y sus manos se aferraron a su espalda.

- Harry.

¿Por qué se sentía sola, extrañamente sola, sin aquel hombre? ¿Por qué era distinta a su lado, junto a un hombre que se deslizaba en línea recta hacia el ocaso?

Ella era ahora más fuerte, y sin embargo, algo emanaba de aquel gris opaco de sus ojos que la embriagaba. ¿Era solo el recuerdo? ¿Aún estaba deslumbrada por lo que fue seis años antes? Y ahora, de repente, el pasado estaba allí, en aquel volcán dispuesto a estallar, con Harry Shanto, el viejo Harry Shanto, frente a ella.

- Cuánto has cambiado -susurró.

Volvió a besarle. En ese momento no supo por qué. Quizá fue lástima lo que la llevó a hacerlo, pero mezclada con una ternura inédita en ella.

- Quédate conmigo. Empezarás otra vez, yo te ayudaré. Tú necesitas de mí, pero yo también de ti.

- Sí, es posible que tú pienses eso porque aún esperas algo de la vida. Esperas la plata de este pueblo. Pero yo no puedo necesitar nada, porque no espero nada.

Se volvió a la ventana y continuó:

- Iba a marcharme. Desde el día en que llegué estuve por hacerlo. Pero todo me lo impidió: Johnny Lawrence… y algo más, voy a quedarme aquí, Marge. Voy a esperar aquí.

Marge Collins le miró fijamente.

- ¿A esperar qué?

Harry Shanto fue a contestar pero algo se lo impidió.

Fue la súbita entrada en la estancia de Christian Kovacs.

Marge supo inmediatamente que algo grave había sucedido, sin más que fijarse un momento en la apariencia y el rostro lívido de su hombre de confianza. Kovacs se derrumbó en un sillón y enseñó los dientes de lobo al decir:

- Mendoza, ese puerco…

Los ojos de Marge Collins se abrieron mucho y escrutaron al pistolero. Murmuró:

- ¿Losey…?

No hizo falta que nadie contestara.

Aquello era algo así como el comienzo de la guerra, el brusco inicio de la lucha por la mina. Marge tuvo un momento de sobresalto, de debilidad, y una vez más, sus ojos buscaron los del Shanto.

Pero el tejano nada pudo hacer para infundirla confianza. Sus manos temblorosas se habían apoderado de la botella de whisky que había sobre la mesa, y el líquido ámbar pasaba a través de su garganta como si fuese agua pura.

En un momento, la botella había quedado medio vacía.

Marge hizo una mueca. De repente despreció a aquel hombre, y también recobró su anterior firmeza. En su mirada se leía claramente una determinación.

- Chris -murmuró-. Ellos han dado su golpe, y ahora esperan que ataquemos nosotros. Bien, no lo haremos. Esperaremos un momento propicio, y ese será la boda del monigote.

Harry Shanto se echó a la calle con la mente semi nublada por el alcohol y con la firme e imperiosa convicción de nublarla del todo. Sus pasos vacilantes le hacían dar traspiés, y chocar con la nutrida concurrencia que a esas horas desfilaba por la calle principal.

- ¡Borracho!

Harry Shanto veía lejos el “Saloon”, andaba hacia él pero nunca parecía llegar, y era llevado sin contemplación de un lado a otro por los transeúntes. Temblaban sus manos por el ansia que precedía al momento de ingerir el alcohol. Temblaban sus piernas, y sus ojos estaban nublados por unas lágrimas que se quedaban allí, cegándole.

Por fin el Saloon de Velsant se abrió ante él, y la hilera de vasos y botellas le reconfortó. Pidió whisky casi en un susurro y su garganta se llenó rápidamente del alcohol que al atravesarla parecía agua. Cuando la botella quedó medio vacía, Harry Shanto se volvió de espaldas a la barra y contempló con ojos nublados el Saloon.

Solo veía fantasmas.

El de Cleve Velsant, burlón y enérgico a la vez, agazapado casi en un ángulo y dispuesto a no perderse nada de lo que ocurriera, como esperando algo… el de Riff Barbier, jugando tranquilamente a las cartas en una mesa de verde tapete, pero también vigilante de lo que ocurría en el Saloon. Al ver a Harry Shanto se disculpó y avanzó hacia el tejano.

- Quiero hablar con usted.

La niebla se había agudizado ahora, como queriendo adueñarse de todo, ocultar el mundo a los ojos cansados, grises, metálicos.

- Hablar… ¿de qué?

El “francés” había pedido whisky, y carraspeó antes de mirar de frente aquellos ojos.

- De usted. Yo le vi liquidar a Eddy Pressman, en San Jacinto, hace casi ocho años. ¿Lo recuerda?

Harry Shanto miró estúpidamente a Barbier y gruñó, mientras le volvía la espalda.

- Al diablo. Todo al diablo. Yo ya no soy nada, absolutamente nada. Estoy atrapado por una nube blanca que me lleva hacia el abismo.

Riff Barbier se acodó junto al Shanto y susurró:

- Si su revólver se alquila todavía, póngase a mi lado. Necesito un hombre como usted.

Fue ahora cuando Harry Shanto miró, incrédulo, absorto, al “francés”, y en su rostro tostado y pétreo apareció una mueca de asombro.

Alzó la mano izquierda, aquella mano inolvidable, temblorosa ahora, torpe, y dijo:

- Esto ha terminado, Barbier. Todo se ha ido… pero aún sirvo para algo. Mire, Barbier, mire lo que hace mi mano izquierda.

Rió, estúpidamente, rió sin ganas y movió la zurda, eso sí, con rapidez. Fue rápida su mano al agarrar el vaso, pero fue torpe, el vaso cayó y Harry Shanto dejó su risa.

- Sé que hay algo en el mundo para mí, dijo. Sé que aún hay algo. Tengo que averiguarlo y esta es la única forma.

Agarró ahora la botella y bebió de ella inundando todo en alcohol.

Sí, todo era más bonito ahora. Había un dolor muerto, un recuerdo borrado, una angustia olvidada. Harry Shanto entrecerró los grises ojos y habló consigo mismo.

- Yo sé que hay algo. Y sé una cosa, tengo que hacerlo. Después me ahogaré en whisky y todo se irá al diablo. Pero antes quiero ponerle sentido a estos años…

- ¿Sentido? Está vivo y necesita dinero para whisky. ¿Qué sabe hacer?

Harry Shanto miró, de nuevo, al francés.

- Huir.

- No tendrá ni para un vaso con eso.

Había en aquel momento unos ojos grandes, asustados, muy jóvenes, que le miraban con ternura.

- Hay una niña que mira a este pobre diablo -murmuró-. Hay… hay muchas cosas detrás de aquellos ojos.

Las luces del local se habían apagado lentamente, sustituyéndose por una hilera de bombillas rojas que rodeaban el escenario. Se hizo un ronco rumor y una cascada de verdes plumas inundó la pista.

Hasta Doug Wayne, en un rincón, se quedó extrañado con la espectacular aparición de Lena Simon, la “reina del Missisipi”. Las plumas fueron rápidamente cayendo a los primeros compases, y así la voz grave, dulzona, llenó el ambiente y se adueñó de toda la atención.

Riff Barbier dejó de mirar al tejano para seguir los movimientos de ella como si fuera la primera vez que la veía actuar. Fue tan solo Harry Shanto, en todo el Saloon, el único que seguía mirando el ámbar líquido de su whisky.

Entonces sucedió algo fuera de programa. Lena Simon dejó de cantar, pero no de moverse, y mientras lo hacía dijo en voz alta:

- ¡Eh Harry Shanto! ¿Es que ya no te gustan las mujeres?

Hubo una risa general, coreando la pregunta de la cantante. Lena Simon avanzó lentamente, hasta ponerse a la espalda del Shanto.

- Vamos, grandullón. Demuéstralo.

Riff Barbier sonrió levemente, mientras todo el Saloon era un hervidero de carcajadas. Había incluso quien intentaba animar a aquel borracho acodado en la barra, con los ojos fijos en su licor.

- ¡Vamos, viejo! -gritó Cleve Velsant-. ¡No te va a comer!

Ahora el Shanto comenzó a darse cuenta de que todo aquello iba con él, de que tenía a Lena Simon a su espalda y el Saloon entero riéndose de la situación.

Lentamente, muy lentamente, el alto tejano se volvió y sus ojos, duros como una roca, se clavaron en la cantante.

Luego su mano izquierda se movió, con gran rapidez, alcanzando de lleno el rostro de la mujer y arrojándola hacia atrás con fuerza.

Se hizo un súbito silencio, un silencio que se hizo sepulcral, que inmovilizó a todos, incluyendo a Riff Barbier, cuya mano rozaba ya la culata de su “Rémington”. Fue en el momento que la voz de Frank Grissom se oyó a la entrada del Saloon.

- ¿Me buscabas, tejano?

CAPÍTULO XVI

DONDE SE CUENTA LO QUE PASÓ EN EL SALOON Y LO QUE HIZO SHANTO DESPUÉS

Efectivamente, era Frank “Alda” Grissom, el mismo tipo que liquidó a Larry Conway en Nuevo Méjico.

La presencia del pistolero cambió de tal manera el ambiente del Saloon, que en un segundo el silencio fue total, absoluto, como si todo el mundo hubiese olvidado hasta la forma de respirar.

Lena Simon permanecía en el suelo, mientras entre Grissom y el Shanto se había abierto un ancho pasillo. Riff Barbier susurró:

- Fuera de aquí, Harry.

Pero no le oyó. Las pocas luces de su cerebro intentaban iluminar la negra silueta del pistolero.

Hablaba lento, tranquilo y muy bajo. Parecía tan seguro de sí mismo, que nadie dudó ni un momento en que haría exactamente su propia voluntad.

- He oído no sé que cuentos sobre mí, sheriff. Alguien me dijo que hablabas mal a la gente de tu buen amigo Grissom. ¿Es cierto? ¿Eres capaz de una cosa así, tejano?

Frank Grissom avanzó un poco más, situándose justo en medio del Saloon junto a Lena Simon que permanecía en el suelo sin atreverse a nada. Grissom la apartó de una patada que hizo a la mujer gritar de dolor. Pero ni ella ni el “francés” hicieron algo ante la agresión. Riff Barbier estaba clavado en el sitio, sin mover un músculo, porque sabía muy bien a lo que se exponía en caso de actuar. Dejó, como todos, muy solo a Harry Shanto.

Doug Wayne también estaba perplejo, porque si bien Grissom estaba allí debido a la consigna de Lawrence, no tenía jurisdicción sobre él en el territorio. Sin embargo se creyó con la obligación de defender lo que parecía inminente, y se dispuso a hacerlo. Fue una voz, un susurro más bien, lo que le dejó quieto en su sitio, la voz sureña, inconfundible de Steve Lawrence.

- Quieto, chico.

Frank Grissom estaba a seis pasos del Shanto. A la distancia ideal para que las balas hicieran el máximo efecto. Las manos del pistolero quedaron quietas, como muertas, como en estado de impotencia física, y sus ojos buscaron los del Shanto.

Hubo un susurro de asombro. Harry Shanto exclamó:

- “Al diablo” -y volviendo la espalda tomó de nuevo la botella entre sus manos. En aquel momento, no había nada más interesante para él que el ámbar rutilante de su whisky. Ni siquiera su propia vida.

En unos segundos pensó morir de espaldas, con el vaso en la mano, y como símbolo le pareció satisfactorio. Sin embargo, de repente, se volvió sin saber por qué, en un acto reflejo, y puso la izquierda al alcance de su revólver.

¡Estaba tan borracho…! Grissom lo sabía, y hasta le dejó “sacar”. Lentamente lo hizo. Esperando quedarse en el camino, esperando pararse por un tremendo dolor en el pecho, con el revólver aún fuera de la posición de disparo.

Sin embargo, llegó a más. Su gran “Colt” del máximo calibre enfiló la figura del pistolero, sin que éste moviese uno solo de sus músculos.

Sonreía. La mano del Shanto temblaba tanto, sus ojos estaban tan nublados…

Una fea sonrisa se llevó Frank Grissom a la tumba.

El disparo le destrozó la cabeza, y del impulso salió rebotado, chocando contra la pared. Más de un espectador creyó oír dos detonaciones casi al unísono, pero nadie se fijó en el agujero que de improviso se había abierto en los batientes del fondo.

Tampoco supo nunca Frank Grissom, el hombre que mató a Larry Conway en Nuevo Méjico, cómo un hombre borracho, acabado, pudo acertarle con tan matemática precisión.


                                                                                      © Javier de Lucas