sábado

EL BAILE DE LOS MUERTOS


CAPITULO I

El sheriff Steve Cramer apretó el gatillo un par de veces y los estampidos atronaron la calle Mayor de Jacoma.
Varios vecinos se asomaron a las ventanas, y los últimos clientes del bar de Job Chulberg salieron precipitadamente por los batientes, tropezando unos contra otros.
—¿Va a empezar ya, sheriff Cramer? —preguntó el más viejo de los que acababan de salir del local.
El sheriff volvió la cabeza en direcciones distintas y gritó con voz potente:
—¡Vecinos de Jacoma...! ¡Todo el mundo a la plaza Mayor a presenciar el espectáculo más formidable del año! ¡Faltan los últimos toques para que Jacoma pase de ser un pueblo anónimo a convertirse en la primera ciudad de Nuevo México...! ¡El maravilloso Frederic Trent, nuestro insigne vecino, está preparado...! ¡El aerostato gobernable va a salir dentro de breves momentos y surcará el límpido cielo de Jacoma...!
El viejo que capitaneaba el grupo soltó un escupitajo de tabaco.
—¡Infiernos, Steve! ¿En dónde has aprendido a hablar así? ¡Apuesto a que ese discurso que nos has endilgado te lo ha escrito la maestra Power! ¡Por lo visto no pierdes el tiempo con esa viuda!
Los que rodeaban al anciano soltaron fuertes carcajadas.
Cramer apretó las mandíbulas, y sacó con rabia un papel oculto en la manga.
—Será mejor que tengas el pico cerrado durante todo el acto, Archie —gruñó—. El alcalde me ha dado orden de que meta en la celda al que arme escándalo. ¿Estáis enterados?
En aquel instante un jinete se acercó haciendo resonar furiosamente los cascos del caballo.
—¡Sheriff Cramer...! —dijo excitadamente—. ¡Acaban de verlo!
Cramer se dio media vuelta para observar a su ayudante.
—¿Te refieres al piloto del aerostato?
—¡Sí, sheriff! ¡Está a unas dos millas de aquí!
Cramer enarboló el revólver y soltó un par de disparos más.
—¡En marcha todos! —gritó por encima del hombro.
Una banda de músicos, compuesta de cinco plazas, salió de una encrucijada y sembró en el aire las notas alegres de una marcha.
Cramer se puso a un lado y la comitiva se lanzó a lo largo de la calle en dirección a la plaza Mayor.
Cramer se detuvo una vez más antes de llegar a la plaza y repitió el anuncio, leyéndolo esta vez directamente en el papel que le había facilitado la señora Power.
El propietario del hotel Jacoma, que hacía las veces de alcalde, se aproximó a Cramer en tanto se ajustaba los guantes blancos.
—¿Lo has oído ya, Steve? —exclamó lleno de entusiasmo—. ¡Ese piloto de El Paso está a punto de llegar!
—Sí —gruñó el sheriff—. Me lo ha dicho mi ayudante.
—¡Condenación! ¿Quién iba a pensar que ese viejo loco de Frederic Trent inventaría un aerostato gobernable y además conocía a un piloto de El Paso?
El sheriff Cramer arrugó el gesto en una mueca y levantó la mirada hacia el extraño aparato que reposaba en medio de la plaza, rodeado de una multitud de curiosos. Se trataba de una especie de armazón lleno de velas, sostenido por cuatro bolsas de tafetán brillante que se iban hinchando merced a unos fuelles. Cuatro peones del rancho La Estrella y la Herradura se encargaban de accionar los fuelles y mantener hirviendo la mezcla de una caldera, de donde salían los gases.
El sheriff hizo otro gesto muy agrio y se volvió hacia el alcalde Hunter.
—Que me cuelguen si ese artefacto se levanta un solo palmo del suelo—dijo.
—¿Por qué has de ser tan incrédulo, Steve? —se encrespó Hunter—. ¡Puedes estar seguro de que ese viejo Frederic ha dado esta vez en el clavo!
Steve Cramer se volvió hacia Hunter cansadamente.
—Tú ya sabes que no es la primera vez que ese chiflado de Trent nos ha tomado el pelo. Estoy por jurarte que inventó el aparato volador aquel día que pescó la borrachera en el bar de Chulberg. Lo que te digo, Hunter; no te entusiasmes.
—¿Y qué me dices de ese aeronauta de El Paso? —replicó Hunter—. El viejo Frederic lo convenció con sus planos. ¿Crees que un personaje de esa talla puede ser engatusado fácilmente? ¡Ya verás cómo todo el mundo habla de nosotros...! He mandado que pinten en la vela mayor el nombre de Jacoma. De este modo nos conocerán cuando el aparato volador vaya por encima de las ciudades de Nuevo México. ¡Vamos a ser célebres, Steve!
Hunter echó a andar seguido del sheriff, y los vecinos de Jacoma prorrumpieron en aplausos cuando se colocó detrás de una mesita sacada del bar de Spencer, que servía de tribuna.
El alcalde desparramó la mirada por la endomingada multitud y luego observó a los sudorosos peones que daban los últimos toques al aparato, debidamente instruidos por Frederic Trent.
—¿Dónde está Frederic? —indagó Hunter.
El sheriff indicó hacia el almacén del servicio de incendios.
—Está ahí dentro echando un trago. Dice que tiene que sobreponerse a la emoción con un tanteo de la botella.
—Anda a buscarlo antes de que llegue el personaje de El Paso.
Cramer rezongó por lo bajo y después de lanzar una mirada escéptica al armatoste de las velas se dirigió hacia el almacén.
Empujó la puerta y vio a Frederic empinando un frasco de licor, mientras daba instrucciones a un par de hombres.
—¿Qué esperas, Frederic? —dijo Cramer—. Hunter quiere que leas unas palabras antes de que llegue el tipo de El Paso. Ya que te has salido con la tuya y has encandilado a la gente con ese chisme, deberías dejar de darle gusto a la botella.
Frederic acabó de beber y entornó los ojillos pequeños, que le brillaban alegremente.
Estaría alrededor de los cincuenta años y era delgado, de rostro arrugado prematuramente y barba pequeña. Iba vestido con un traje Príncipe Alberto, lavado, planchado y remendado en los codos.
—Sheriff—dijo—, de ahora en adelante haga el favor de llamarme señor Trent. Ya estoy cansado de que me trate como al último mono. ¡Ahora soy un hombre de ciencia!
Cramer soltó un respingo, y se inclinó hacia el hombre.
—Un chivo loco es lo que tú eres, Frederic. ¿Sabes lo que pienso de todo esto?
—¡Soy un inventor, no un adivino! —Trent escupió de lado y acertó a un moscardón que se paseaba junto a una manguera.
—Yo te lo diré, señor Trent —refunfuñó Cramer—. Has conseguido embaucar a Hunter y a los demás como aquella vez que dijiste haber encontrado un medio para engordar al ganado con aquellos polvos.
—¡No lo había perfeccionado! —protestó Trent.
Cramer esbozó una sonrisa amarga.
—Y no pudiste hacer parar de engordar a las reses hasta que reventaron —acabó Cramer, con sarcasmo—. Opino que esta vez te has valido del hombre de El Paso para dar el golpe. De otra manera, hubiera sido difícil que te salieras con la tuya.
Trent soltó una carcajada.
—Tiene envidia, ¿eh, sheriff? —exclamó—. ¡Eso es lo que le pasa! La ha tomado conmigo y quisiera verme fracasado, pero no lo conseguirá. El aeronauta de El Paso va a demostrarle que soy un cerebro.
—Si no fuera porque mi ayudante me ha avisado que venía, hubiera jurado que era todo un puro cuento.
Afuera se oyeron elevarse las voces, y el sheriff abrió la puerta para enterarse de lo que ocurría.
—¡El aeronauta! —exclamaron varias voces.
Un jinete descabalgó a la entrada de la plaza y la gente le franqueó el paso.
Dejó el caballo en manos de un par de hombres y se adelantó hacia el almacén donde esperaban Cramer y Trent.
Este rió con fuerza palmeándose las piernas.
—¿Qué le parece, sheriff? —exclamó, dando un codazo al representante de la autoridad—. ¡Ahí lo tiene en una pieza!
Cramer entornó los párpados al ver acercarse al joven.
El forastero tendría unos veintiocho años, era alto, de anchos hombros y rostro de facciones enérgicas. Tenía el cabello negro y los ojos del mismo color.
Llegó con paso resuelto a las puertas del almacén en medio de la admiración general, y al ver al representante de la ley hizo una ligera inclinación de cabeza.
—Buenos días —dijo lacónicamente.
—¡Muchacho! —estalló de alegría Frederic. Luego enarcó el pecho y se dirigió pomposamente a Cramer—. Sheriff, le ruego nos deje a mi colega y a mí un momento solos para discutir los detalles técnicos.
El representante de la autoridad hizo una mueca y salió, seguido de los dos peones.
El joven forastero sonrió mientras cerraba la puerta en las narices del sheriff, y, cuando lo hubo hecho, apoyó las espaldas en el tablero y soltó un respingo.
—¡Tío Frederic! —exclamó—. Pero ¿qué demonios de enredo es éste?
El viejo Frederic lanzó una carcajada, empezó a estremecer los hombros y la barba y, finalmente, tuvo que apoyarse en un rollo de cuerdas para no caerse de risa.
—¡Menuda impresión has causado, muchacho! —le pudo decir al fin.
—No ha estado mal, tío Frederic —dijo el joven—. Y ahora será mejor que me expliques todo de cabo a rabo. ¿Qué es lo que te propones?
Frederic disminuyó su ataque de hilaridad.
—Te lo dije todo en la carta, Johnny —dijo—. Ahí afuera está mi invento. El fruto de mis estudios. ¡Y tú lo vas a probar!
Johnny se pasó el dorso de la mano por debajo de la barbilla.
—Tú me dijiste de probar un invento de los tuyos, que para eso necesitabas la ayuda de un hombre joven y fuerte —puntualizó—. Pero si no he oído mal, la gente que me ha acompañado hasta aquí hablaba de subir a algo que vuela. Luego, al entrar en el pueblo, he visto todo este gentío esperando a un aeronauta, y ese artefacto echando humo por todas partes. ¿Qué lío te traes?
Frederic le interrumpió con su risa cascada.
—¡Si está claro como el agua, Johnny! —dijo—. ¡Tú vas a volar en el aerostato gobernable!
Johnny se acercó a la ventana y lanzó una ojeada al extraño aparato de la plaza, señalando con el índice.
—¿Es ese barco?
—¡Sí, Johnny! ¡Vamos a ser célebres en todo el mundo, muchacho! —saltó de satisfacción el viejo.
Johnny fue decididamente hacia el banco de madera donde tenía el sombrero y se lo encasquetó.
—Hasta la vista, tío Frederic.
El viejo abrió los ojillos de par en par.
—¿Dónde vas, muchacho?
—Vuelvo a El Paso —replicó el joven con la mano en el pomo de la puerta—. ¡Ahora mismo!
—¡No puedes hacerme eso, Johnny! —chilló el inventor.
—Tío Frederic —Johnny se apoyó en el tirador de la puerta—; veo que me has tomado el pelo de lo lindo.
—¡No, Johnny! ¡Tendrás todo el dinero que necesites después de la experiencia! ¡Y del modo más seguro!
—¿Seguro, eh...? —sonrió Johnny con amargura—. ¿Crees que estoy tan cansado de la vida para embarcarme por los aires en ese velero reumático?
El viejo Trent saltó desesperadamente hacia la puerta para impedir que su sobrino la abriera.
—¡Puedes estar cierto de que ese aparato es más tranquilo que un globo cautivo! ¡Johnny, ten un átomo de cordura! Pruébalo unos segundos, y si no lo crees seguro puedes bajarte. ¡Tiene el vuelo suave de una paloma! Lo he bautizado con el nombre de El Buitre. ¡Verás cómo surcas los aires con un suave batir de alas!
Johnny contempló a su pariente, que braceaba gráficamente para darle a entender el vuelo del artefacto.
—No insistas, tío.
El viejo Trent empezó a danzar alrededor de su sobrino.
—¡Pero, muchacho! —exclamó—. ¡Tú necesitabas quinientos dólares para comprar aquel pequeño rancho en el norte de El Paso! ¿No es así? ¿Te los negué acaso? Me di bastante prisa en escribirte para ofrecerte el medio de ganarlos. Sólo necesitabas esa cantidad para completar el primer plazo. ¡Aquí tienes la oportunidad de tu vida! ¡Unas horas en el aire y el mundo será nuestro, hijo...!
—De modo que les largó un cuento acerca de su aeronauta...
—¡Estoy seguro de que tú lo eres, Johnny! ¡Al menos en potencia!
La puerta se abrió de repente y el rostro ceñudo de Cramer apareció en un costado del tablero.
—¡Infiernos! —gruñó—. ¿Cuándo vas a salir? ¡El alcalde está impaciente!
Frederic le cerró la puerta al tiempo que gritaba:
—¡Estamos discutiendo pequeños detalles técnicos! —Se volvió hacia Johnny—. ¿Te das cuenta, muchacho? ¡No puedes volverte atrás!
—¡Que me cuelguen si...!
—¡Piensa en los quinientos dólares! ¡Eso te dará ánimos! ¡El ayuntamiento de Jacoma nos dará mil a los dos! ¿No se te hace la boca agua?
El joven lanzó una nueva mirada al aparato a través de los cristales de la ventana y no pudo menos que arrugar la nariz.
—Sinceramente, tío; ¿cree usted que ese enjambre de velas y vejigas conseguirá moverse?
Frederic interpretó las palabras del joven como su conformidad y soltó una risa cascada.
—¡Ya verás cómo se eleva!
Johnny se rascó el mentón, pensativamente.
—Sólo por salir de dudas sería capaz de montarlo, aunque me bajara de un salto si le diera por volar.
Frederic abrió la puerta y empujó a su sobrino.
—¡Yo te lo demostraré! —rió con ganas.
La multitud reunida en la plaza prorrumpió en vítores cuando aparecieron los dos personajes.
Johnny estuvo a punto de esconderse, pero el viejo Trent lo empujó disimuladamente hacia el pasadizo de madera que conducía a El Buitre.
El alcalde dio principio a un breve discurso del que Johnny sólo oyó el final, abstraído en la contemplación del extraño aparato.
—¡Sí, vecinos de Jacoma! —decía Hunter—. ¡Nuestro amigo Frederic Trent ha sido embromado muchas veces por todos! Es lo que tienen que soportar los inventores, los sabios, hasta que llega el día de la revancha. ¡A Frederic Trent le ha llegado! Ha podido dar con este maravilloso aparato que denomina El Buitre. Esta maravilla ha sido sólo realizable merced al descubrimiento de un combustible especial, invento también del señor Trent, a base de petróleo, alquitrán, aceite mineral y otro producto que conserva en secreto.
Trent se aclaró el gaznate tosiendo con fuerza.
—Creo que la caldera está a punto, alcalde Hunter.
—¡Magnífico, señores! —gritó en el colmo del entusiasmo Hunter—. ¡Trent dice que ha sonado la hora! ¡El aeronauta de El Paso va a probar El Buitre!
Johnny se vio de pronto rodeado de alegres rostros y unos cuantos brazos lo depositaron en la plataforma.
El viejo Trent lanzó el grito de los comanches, y como si esto fuera la señal convenida, los cuatro peones de La Estrella y la Herradura abrieron las llaves de las mangueras de combustible.
La multitud rugió de entusiasmo, a coro con el ronroneo ensordecedor de la extraña máquina.
Las bolas de tafetán se hincharon y deshincharon como los pulmones de un animal. De una especie de cafetera gigante colocada a la popa surgió un chorro de gas negruzco.
Cuando El Buitre empezaba a moverse, Trent se acercó a dar las últimas instrucciones a su sobrino, quien no se enteró de nada a causa del ronquido de la caldera.
—¡El timón de la cola debes manejarlo con fuerza, muchacho! ¡Es la dirección principal del aparato! ¡Suelten las amarras! ¡Soltad los cables! ¡Ahora!
Johnny lanzó un gemido que no pudo oír ni él mismo en medio del ruido fenomenal.
Se agarró con fuerza a lo que parecía el palo mayor de El Buitre y con una mano se las compuso para tener firme el timón.
El fantástico aparato comenzó a elevarse unos palmos del suelo y entonces los vecinos de Jacoma parecieron enloquecer de alegría.
Trent comenzó a dar brincos en el pasadizo de madera.
La aeronave se quedó un poco de lado, pero consiguió equilibrarse, y ante el asombro de todos, subió cosa de dos metros.
Los congregados se acercaron en tropel hacia el chisme volador en medio de un griterío enorme.
Johnny notó que la boca se le quedaba súbitamente seca al ver que estaba a unos metros del suelo, mientras las bolsas eran accionadas por la caldera en forma de tetera, cada vez más violentamente, y las velas empezaban a hincharse.
La multitud, acompañada por la banda, inició el himno de Jacoma, dirigidos todos por el alcalde Hunter.
Entonces se produjo la explosión.

CAPITULO II

Una llamarada cegadora, acompañada de un estruendo, surgió de la parte posterior de El Buitre, al estallar la caldera y las bolsas.
La plaza se llenó de espeso humo, de modo que nadie podía ver a quién tenía a su lado, mientras una espesa lluvia de caldo negruzco se abatía sobre los endomingados habitantes de Jacoma.
Johnny pudo dar un salto sobre una pila de barriles y entonces El Buitre se estrelló contra la marquesina del saloon de Bruce Evans. El crujido de madera al convertirse en menudas astillas empalmó con los ecos de la detonación que se perdía a los lejos.
Las velas prendieron en el fuego de la ardiente mezcla del combustible, aumentando la confusión reinante.
La intervención del servicio de incendios fue lo suficientemente rápida para apagar el velamen y las astillas humeantes, proporcionando de paso una ducha inesperada a los aterrados habitantes de Jacoma, con los trajes ennegrecidos por el combustible invención de Frederic Trent.
Este permanecía agazapado en el pasadizo de madera, con los ojos cubiertos con ambas manos, esperando ver a Johnny convertido en un montón de carne picada.
—¡Estoy aquí arriba! —gritó Johnny desde lo alto de la pila de toneles.
El viejo cambió el gesto de angustia por otro de alegría al ver a su sobrino.
Johnny había perdido en la explosión la cazadora y una de las botas. La pernera derecha del pantalón aparecía desgarrada a la altura del muslo.
—¡Hijo! —exclamó el viejo Trent olvidado de su reciente fracaso—. ¿Estás entero?
El diálogo a grito pelado acaparó la atención de los perjudicados, quienes formaban un frente amenazador en dirección a Trent.
—¡Ese viejo loco nos ha tomado el pelo a su gusto! —gritó por encima del hombro un fornido pelirrojo.
El hombre había perdido incluso la camiseta y mostraba un tórax amplio y fuerte.
Trent abrió los brazos en cruz.
—¡Deteneos, muchachos! ¡Sólo ha sido un fallo imprevisto! ¡Os lo puedo jurar!
—¡Mereces la horca! —chilló un viejo con levita, de la que sólo conservaba las mangas y parte de la pechera—. ¡Nos has hecho otra de las tuyas, pero vas a pagarlas todas juntas!
—¡Que nadie toque a este viejo chivo! —intervino un sujeto, negro de la cabeza a los pies a causa del líquido combustible—. ¡La ley se encargará de ajustarle las cuentas!
Al decir estas palabras todos se dieron cuenta de que era el sheriff Cramer. Bajo la espesa capa de oscura pasta distinguieron la forma de la estrella de seis puntas.
—¡Quedas detenido en nombre de la ley! —agregó Cramer, acabándose de identificar al sacar un par de esposas.
El alcalde Hunter se abrió paso a codazos, envuelto alrededor de la cintura con un chal de señora para ocultar la parte correspondiente a los fondillos del pantalón que le habían desaparecido en la explosión.
—Creo que deberíamos meditarlo un poco antes de hacer nada con Trent. La verdad es que parece que se ha reído en nuestras barbas, pero también El Buitre consiguió alzarse un poco.
—¿Verdad que sí, señor Hunter? —exclamó Trent—. ¡Repito que todo se ha debido a un ligero fallo! ¡Las válvulas de suministro se cegaron y de ahí vino todo!
El pelirrojo aulló de furia:
—¡Maldición, Hunter! ¡No se deje engatusar por ese viejo mochales! ¡El y su condenado «aeronauta» necesitan una buena pasada! ¡Y les vamos a dar lo que se merecen...!
—¡Lo que tienes es rabia porque te han arruinado tu cochambroso traje de fiesta! —terció un gigantón de cara simpática—. ¡Que nadie se atreva a poner un dedo encima de Frederic o su piloto! ¡Antes tendrá que vérselas conmigo!
Johnny bajó de la pila de toneles en el mismo instante en que los del grupo del pelirrojo, llamado Gannon, se acercaban hacia el inventor, y trataban de ser interceptados por los capitaneados por el gigantón.
Trent pegó un salto mientras uno del bando de Gannon, de espesa barba y torso fuerte como el de un buey, acometía con los dos puños cerrados.
Johnny se apartó a un lado al tiempo que sacudía con fuerza un golpe tras la oreja del tipo de las barbas.
Este corrió algo más veloz y fue a estrellar la cabeza contra un cajón de envases vacíos, donde abrió un hueco.
—¡Lo ha pulverizado! —chilló rabiosamente Gannon—. ¡A ellos, muchachos!
Johnny y su tío emprendieron la retirada sin dar las espaldas.
Los bandos antagonistas entraron en contacto a la entrada del callejón que daba a las afueras del pueblo.
Los puños se entrecruzaron y desde entonces se produjo una confusión solamente comparable a la que causó el estallido de El Buitre.
El gigantón Turkey Cook se las entendió con un sujeto manejable, al cual utilizó para golpear a los de Gannon como si fuera un instrumento arrojadizo.
El proyectil humano abatió un trío de cabezas.
Johnny, junto a Turkey, golpeó unos cuantos mentones y recibió otros tantos golpes.
El viejo Trent, sin dejar de retroceder, empuñaba una jeringa de su invención que escupía picante, pero inofensivo, en los torsos desnudos de los atacantes, arrancándoles alaridos de dolor.
Un tipo que conservaba sólo unos calzoncillos a rayas amarillas, sucias de combustible mineral, logró golpear la cabeza de Turkey con una pequeña damajuana.
El frasco de vidrio estalló en pedazos y los ojos de Turkey bizquearon. El gigante sonrió dulcemente y se derrumbó entre la masa de contendientes.
Johnny se las tuvo que ver con tres enemigos a la vez, ayudado tan sólo por un pequeñajo que manejaba los puños como un diablo y saltaba como una ardilla esquivando los zarpazos.
Las bajas de ambos bandos eran tan numerosas que había más hombres en el suelo que en pie. El mismo Gannon estaba desmayado, con la cabeza dentro de un barril vacío.
Johnny consideró oportuno emprender una rápida retirada y empujó a su tío hacia la salida del callejón.
Trent había acabado la provisión de ácido y después de romper la jeringa en la cabeza de un viejo furioso, cubrió la retirada de su sobrino soplando una larga cerbatana, también de su invención, que escupía tachuelas en punta.
—ahí tengo un par de caballos, Johnny! —gritó Frederic.
Uno de los globos que todavía humeaba sobre la cornisa del saloon de Evans hizo explosión retardada y desvió momentáneamente la atención de los luchadores.
Johnny y su tío le dieron a las piernas y consiguieron llegar a las cabalgaduras montándolas de un salto.
—¡Hacia el norte! —exclamó Trent, y espoleó con fuerza los flancos del animal.
Los dos hombres salieron disparados de la población de Jacoma, dejando a sus espaldas a varios hombres agitando los puños de modo amenazador.
Media hora después aminoraban el trote en las inmediaciones de una colina en cuya falda se abría el cauce de un río seco.
Johnny echó una ojeada a los alrededores y pudo observar que solamente crecían yerbajos y cactos de unos ocho pies de altura.
—Aquella casa que está frente a los árboles es la nuestra —anunció Frederic.
—Espero que nos concedan una tregua —dijo Johnny pensativamente.
El viejo tenía el semblante hosco.
—Puedes estar seguro de que se apaciguarán los ánimos bien pronto —dijo. Y agregó—: Nadie perderá el tiempo en venir a ajustamos las cuentas.
Johnny se tanteó una pequeña roncha en el pómulo y se acarició una moradura en el mentón.
—El cielo le oiga, tío. Esperaba que Jacoma me serviría como lugar de descanso antes de trasladarme a mi nuevo rancho.
—Ahora ha pasado lo peor. En estos andurriales gozarás de paz.
Los dos jinetes descabalgaron a la puerta de la verja en ruinas.
Johnny examinó el lugar. La casa tenía aspecto de estar abandonada. La cuadra estaba casi a la intemperie, con la techumbre destrozada por los elementos.
Trent se dejó caer en un sillón de mimbre, frente a la puerta de la casa.
—Todavía no me explico cómo ha podido suceder —rezongó.
Johnny tomó asiento en la barra de madera carcomida, que se dobló bajo sus ochenta kilos, y sacó tabaco y papel.
—Las válvulas de suministro —apuntó.
Frederic soltó un escupitajo a una lagartija que se paseaba por un peldaño.
—¡Al diablo con eso! —refunfuñó—. Esa fue la primera excusa que se me ocurrió. La verdad es que no sé a qué se debió el estampido.
—Será mejor que dejes de pensar en eso, tío Frederic —sonrió Johnny.
—Has estado a punto de volar en pedazos.
—Te repito que lo olvides, tío.
Frederic permaneció pensativo.
—Ya verás como el día menos pensado doy en el quid y El Buitre llega hasta las nubes.
—Ajá —hizo Johnny y soltó una bocanada de humo.
—Bien, muchacho —se palmeó la flaca pierna Trent—. La segunda parte es que te he hecho venir desde El Paso para que te ganaras los quinientos dólares que me pediste en la carta y ahora estamos más limpios que antes.
Johnny examinó la ceniza que se iba formando en la punta del cigarrillo.
—Sí —continuó Trent en un gruñido—. Esos mil dólares que ofrecía el Ayuntamiento de Jacoma eran nuestra salvación. Mis quinientos me habrían ayudado a continuar las experiencias. Aparte de que nuestros nombres serían comentados de boca en boca con todo respeto. «¡Frederic Trent y John Dead! ¡Los conquistadores del cielo!»
—Baja de las nubes, tío Frederic.
—Está bien John. ¡Pero tengo que hacerme con ese dinero de alguna manera!
Johnny levantó la mirada.
—¿Por qué destinaron mil dólares para tales experiencias?
Trent se rascó una patilla y luego metióse distraídamente un dedo en el agujero de la rodillera.
—Ese fondo de mil dólares no es para experiencias —aclaró el anciano—. Lo que ocurre es que Jacoma y sus alrededores atraviesan por una difícil situación, y ofrecen ese dinero al que haga interesar a las autoridades del condado o llamar la atención del gobernador.
—¿Qué dificultades son ésas? —indagó Johnny.
—Te insinué algo en la carta última. ¿No recuerdas?
—No tengo la cabeza muy despejada, después de la explosión. Pero se refería a una sequía o algo por el estilo, ¿no?
Frederic tiró del lóbulo de su oreja derecha en la actitud del hombre que trata de darle forma a los pensamientos para ser entendido.
—Es peor que cien sequías juntas —empezó a explicar Trent—. Estas tierras han sido regadas durante generaciones por un amplio lago que está arriba de esa meseta.
—Continúa, tío.
—Pues bien, el tal lago ocupa una extensión de cerca de dos mil acres. Las aguas de las lluvias durante el invierno lo llenan hasta los bordes. Tiene varios torrentes que proceden de las montañas de alrededor y así consigue llenarse... ¿Por qué no echamos un trago, hijo? Ahí dentro tengo una botella que nos confortará después del susto.
Trent se puso en pie y Johnny abandonó la barra para ir en seguimiento de su tío al interior de la casa.
Johnny se sentó a horcajadas en una silla mientras el viejo destapó la botella y se dejó caer en la mecedora, que soltó un poco de serrín de carcoma por la parte baja.
—Como te decía, Johnny —Trent sirvió dos vasos—; todo iba a las mil maravillas para los habitantes de estos parajes con el lago que le suministraba agua durante todo el año. Había pastos en abundancia y podían obtenerse buenas cosechas.
—¿Qué le pasó al lago?
Frederic apuró el vaso y relamió el borde por donde se escurría una gota.
—El lago está dentro de unas tierras que pertenecían a George Lavinstone. Aquel viejo era condenadamente orgulloso, pero justo. Daba el agua a todo el valle, beneficiando la comarca en muchas millas a la redonda. George murió y las propiedades quedaron en manos de un hijo suyo, un petimetre educado en el Este, que pronto malgastó la fortuna del viejo. Se vio lleno de deudas y entonces un fulano de San Antonio se brindó a cancelarlas si le traspasaba esa propiedad de allá arriba. El lago entraba en el lote, como es lógico.
—¿Quién es el nuevo propietario?
El rostro del viejo se contrajo, adquiriendo una expresión de asco.
—Conrad Fisher —escupió—. Él es quien maneja esa hacienda desde hace tres años. Si mandas que hagan un bastardo a la medida, no sale tan bien hecho como éste.
Frederic se enjugó la boca y escupió en el agujero del rincón abierto por una rata.
—Ese Fisher se portó bien los dos primeros años. Daba el agua al valle por medio de los canales que comunican con todo eso. Pero de la noche a la mañana, parece que ideó algún proyecto y empezó a dinamitar los conductos.
—¿Nadie dijo nada? —quiso saber Johnny.
—Ahí viene lo bueno, hijo —continuó Frederic inclinando la botella sobre su vaso vacío—. Este lago que sirve de retención a las aguas perdidas de lluvia en invierno está ubicado en las tierras de Fisher. Toda la meseta le pertenece y aún más allá. Las estribaciones del valle también son suyas, pues allí cría algunas reses, con buenos pastos. Ya puedes ver el final del cuento. Nadie es capaz de querellarse contra Fisher, porque las autoridades no podrían obligarle a rendir aguas al valle.
—Debisteis intentarlo —apuntó Johnny.
Frederic eructó.
—Se habló de hacer gestiones en la capital del condado, pero después de consultarlo con personas que saben lo que se llevan entre manos decidimos dejarlo. Nos informaron que en el caso de que nuestras peticiones fueran atendidas, pasarían varios años, tal vez muchos, en darnos la razón. Ya sabes; el papeleo de siempre.
—Comprendo.
—Un abogado de Albuquerque que estaba de paso por acá informó al alcalde que tuvo un caso parecido en los alrededores de Phoenix y tardaron veinte años en pronunciarse a favor de los del valle. Todo es cosa de influencia en las capitales del condado. Por eso, el Ayuntamiento acordó formar un depósito de mil dólares para aquel que diera una solución rápida o trabajara en favor de la demanda contra Fisher.
—Ya estoy al cabo de todo —murmuró Johnny, con el vaso entre los dedos.
—El alcalde dijo que si alguien llamaba la atención de las autoridades del condado, o del gobernador, con algo que pusiera a Jacoma de relieve, entonces teníamos las de ganar en un plazo breve. En el Ayuntamiento de Jacoma se presentaron varias ideas, pero la mía fue la más revolucionaria y brillante.
—El Buitre hubiera dejado tieso de asombro al gobernador.
—Ahí anda la cosa —comentó Frederic—. Todo el Estado se hubiera interesado por nuestro problema a partir de entonces. No hay nada como un reclamo para enterar a las gentes de que existe este lugar olvidado.
Entre los dos hombres se produjo un largo silencio.
Johnny permaneció con el entrecejo fruncido, denotando que estaba dando vueltas al asunto.
—¿Cómo puede sobrevivir Jacoma si no hay una gota de agua excepto la de las lluvias en invierno? —pensó en voz alta y al mismo tiempo oyó un rasquido como de papel de lija que hacía Frederic al arañarse la pelambrera.
—Tenemos un par de cisternas llenas de ranas. Incluso un pozo con poca agua en el centro del valle. Pero está racionada. Sólo podemos tomar un número determinado de cubos al día.
—Es grave la cosa —murmuró Johnny.
—Contamos también con un pozo natural abierto en las afueras del valle, pero maldito el papel que nos hace. Nadie ha bebido agua de allí en la vida.
—¿Por qué?
—Está a más de cien metros de profundidad. Lo que te digo, Johnny; de allí no hay quien saque una gota aunque hay en abundancia. Esa erosión del terreno sería nuestra salvación, pero queda demasiado abajo. Tiras una piedra y puedes liar un cigarrillo antes de oírla chascar en el agua.
—¡Infiernos!
—Estamos copados —gruñó Frederic, y por la expresión de su cara se deducía que el tema le desagradaba.
Johnny observaba el tejer de una araña en el rincón de la estancia.
—Debe de existir algún medio para convertir esto en un vergel —dijo—. Tal vez rellenando el pozo ese se podría subir el nivel de las aguas.
—Deja que me ría, muchacho —Frederic dio un pequeño sorbo en el vaso—. Ese pozo es tan profundo y ancho por el fondo que tal vez quepa el valle dentro de él. Métetelo en la cabeza, Johnny; se ha intentado todo.
—Me hago cargo, tío —admitió Johnny—. Y me gustará ver ese extraño pozo natural.
—Está cerca de aquí. Tendrás ocasión de comprobar que sólo sirve para tragar alguna que otra res despistada.
El joven contempló la lejanía a través de los cristales de la ventana.
—¿Qué juego se trae entre manos ese Fisher? —dijo.
—Está claro como la luz del sol, muchacho. Verás; el fulano sabe que no se puede prescindir de su cargo para el riego del valle. Poco a poco ha ido tanteando a los propietarios de las haciendas para suministrarles agua a precio de oro. Hay cuatro que se nutren del riego del lago y pagan lo que Fisher les pide, porque no pueden mantenerse de las escasas lluvias. Estos cuatro hacendados tienen las tierras en la franja oeste del valle.
—Conque han claudicado y llenan los bolsillos de Fisher...
—Sólo hay uno que es reacio a pagar, y se beneficia de las aguas porque pasan por sus tierras necesariamente para regar las de los otros. Pero no quisiera estar en su piel. La verdad es que Fisher conseguirá tarde o temprano vender sus aguas a todo Jacoma y los alrededores. Y pagarán... todos los que puedan pagar. O alguno se quedará sin cabeza. Fisher es un individuo de cuidado.
Frederic se puso en pie y agregó:
—Bueno, muchacho; voy a buscarte por ahí dentro una camisa. Respecto a los pantalones, yo mismo te los coseré con unos cuantos puntazos.
El joven siguió al anciano sin dejar de observar los extraños instrumentos que colgaban de las paredes y una mesa llena de retortas con líquidos humeantes.
Frederic rió.
—Espera a ver mi laboratorio en la parte trasera de la casa y te caerás de espaldas. ¡Es algo digno de ver!
Las últimas palabras fueron acompañadas por un estampido que llegó del lugar que Frederic acababa de señalar.
El viejo pegó un salto y asió a Johnny del brazo.
—¡Cuidado, muchacho! ¡Tenemos visita!
—Infiernos, tío Frederic. Algo me decía que lo de la plaza Mayor no sería el final.
Frederic fue a responder, pero cerró la boca al oírse otra detonación seguida de un agudo grito.
Johnny fue hacia la puerta que daba a los corrales de la casa y la entreabrió sin ver a ningún enemigo. Abrió de par en par y salió.
La tercera detonación se mezcló con el nuevo alarido y entonces Johnny llegó a la conclusión de que quien gritaba era una mujer.
—¡Junto al pabellón de experiencias! —indicó Frederic a sus espaldas.
El joven se acercó y al dar la vuelta a un destartalado cobertizo detúvose sorprendido.
Otro estallido surgiendo de la tierra hizo que una mujer saltara hacia atrás y quedara a pocos pasos de Johnny.
—¡Detenga ese ruido infernal! —gritó ella al verle.
Johnny permaneció inmóvil contemplándola, mientras Frederic gruñía y tiraba de una cadena que pendía del alero del cobertizo de experiencias.
Los estampidos cesaron.
Pero la muchacha quedó a la expectativa, dispuesta a saltar para esquivar el suelo minado de petardos y continuó con un pie en el aire.
Era de estatura mediana, bien formada por todas partes, de cintura estrecha rayando en lo inverosímil. Su rostro era de rasgos exóticos, debido a los ligeros pómulos salientes y los labios gruesos. Tanto su cabello, anudado a la nuca, como sus grandes ojos eran negros y brillantes.
Frederic aprovechó la pausa, mientras los dos jóvenes se contemplaban mutuamente, para escapar de puntillas en dirección a la casa.
Ella volvió la cabeza ligeramente y lo descubrió.
—¡No intente esconderse, Frederic! —exclamó.
El viejo frenó en seco y cerró los ojos.
Ella se levantó un palmo el vuelo de la falda y echó a andar resueltamente hacia Frederic.
—¡Vengo a que me pague la lona que ha quemado en su cachivache volador!
Frederic abrió la boca para espetar una excusa, pero la joven lo atajó.
—¡Y no me salga con los cuentos de siempre! ¿Me entiende? ¡Tiene una buena cuenta que pagar por las cosas que se ha llevado de mi almacén!
—¡Pero, Mauren, yo...!
—¡Veintidós metros cuadrados de lona para las velas! ¡Todo lo que me diga para demorar el pago me lo sé de memoria!
Johnny tosió cuando ella pasó por su lado para acercarse al viejo.
—¿Por qué no le deja explicarse, señorita?
La chica se detuvo y lo observó con la ironía pintada en su bello rostro.
—Usted es el socio de Frederic, ¿eh? El tipo que se embarcó en la cafetera de velas.
—Dio en el clavo.
—Y no será la última vez —replicó la muchacha—. Ya que ha dado un paso al frente, le diré que desde que lo vi aparecer en la plaza me olí la combinación que se llevaba con el abuelo.
Mauren sonrió con suspicacia.
—No es necesario que se haga el tonto ahora que ha pasado la prueba y nos han engañado a todos como a chinos.
Johnny carraspeó y ladeó la cabeza para así contemplarla a su gusto.
—¿Qué está barajando en su linda cabeza, preciosa? Nosotros hicimos lo posible por que la prueba alcanzara éxito.
—No siga, pájaro volador —atajó ella—. Demasiado sabe que el trasto ese consiguió levantarse unos metros de milagro. Ustedes esperaban que, con el espectáculo, la gente se quedara con la boca abierta y les soltara los mil dólares antes de volver en sí. Menos mal que algunos reaccionaron como debían y estuvieron a punto de darles una paliza histórica. Merecían eso.
Johnny se mordió el labio inferior mientras comprobaba lo hermosa que ella se ponía cuando le brillaban los ojos de indignación.
—El Buitre era una maravillosa ingeniería —replicó Johnny—. Hubo un fallo aunque no lo quiera creer. Tal vez se debiera a la lona de las velas.
—¿Qué está diciendo? —se encrespó Mauren.
Johnny se aclaró la garganta.
—Me pareció ver algunos agujeros de polilla.
—¡Eso es una sucia mentira! —gritó Mauren—. ¡La lona era de la mejor calidad! ¿Lo oye? ¡Lona especial número cuatro!
Frederic contemplaba la escena frotándose las manos de gusto.
Johnny permaneció ceñudo unos segundos.
—Sin embargo, puedo asegurarle que vi un par de agujeritos.
—¡Su cabeza es la que está llena de agujeros, pájaro de cuenta! Apuesto a que se han combinado los dos para rehuir el pago de las velas. Es eso ¿verdad, Frederic?
El viejo tragó saliva.
—Pagaré, Mauren. Aunque deberías hacernos alguna rebaja.
—¡Ni un centavo!
Ella apretó los blancos y menudos dientes.
Johnny enarcó el pecho y se volvió hacia Frederic.
—No nos queda más remedio que perder —dijo—. Bien, habrá que pagarle todo, Frederick.
—La semana que viene —gruñó el viejo.
—¡Conozco ese cuento de sobra! —exclamó Mauren.
El joven la volvió a mirar.
—¿A cuánto asciende la cuenta?
—¡Treinta y un dólares!
Johnny meditó unos instantes.
—Bien, no tenemos de momento esa cantidad en efectivo.
Mauren dedicó sendas miradas a los dos hombres, tratando de ordenar las palabras en sus labios.
—¡Ustedes no tienen ésa ni ninguna cantidad! ¡No hace falta más que verlos para darse cuenta de que están en las últimas! ¡Pero les voy a conceder el plazo de la semana que viene!
—Eso es ponerse en razón —dijo Johnny.
—Como no paguen —continuó la joven con la centelleante mirada clavada en el joven—, daré cuenta al sheriff para llevarme en prenda todos los cachivaches del cobertizo.
—¡No, Mauren! —exclamó Frederic, tocado en lo vivo—. ¡Mi laboratorio no!
—¡Y otra vez entraré por la puerta de delante para no caer en estúpidas trampas! —acabó la chica.
—Lo siento, muchacha —dijo Frederic—. Tengo esos petardos como aviso por si alguien quisiera robar mis inventos. Menos mal que no has caído en la red elevadora que tengo allí para atrapar ladrones.
Mauren le dedicó una mueca expresiva.
—Sería mejor que se dedicara a doblar el espinazo y trabajar como los demás en vez de perder el tiempo en tonterías. Si llego a sospechar para qué quería la lona, no se la hubiera dado con tanta facilidad.
—Muchacha, yo...
—Usted y su socio son un par de tipos vivos. ¡Hasta pronto!
Los dos hombres la vieron encaminarse hacia un tílburi que se hallaba fuera de la cerca.
Frederic escupió con puntería sobre una piedrecilla redonda y levantó la vista.
—¡La red elevadora! —gritó—. ¡Salta a la derecha...!
La joven obedeció instintivamente a Frederick y vio asombrada que, a pocos pasos de ella, se cerraba una red de cuerda disimulada bajo el polvo y elevábase de una cuerda tirada por un mecanismo oculto en un hueco del cobertizo de experimentos.
Luego la chica hizo un gesto de rabia mal contenida observando a los dos hombres que la contemplaban, y se dio media vuelta para acercarse al vehículo. Subió al pescante y arrancó de golpe, desapareciendo por la vereda de altas zarzamoras.
Donde había estado el vehículo surgió una llamarada verdosa del suelo y Frederic soltó la respiración contenida.
—Menos mal que se ha dado prisa en marchar. Ha estado a punto de llevarse otro susto con el «aviso luminoso número ocho» contra merodeadores nocturnos.

CAPITULO III

Conrad Fisher atrapó con las dos manos la garganta de su empleado y lo zarandeó con fuerza amenazando arrancarle la cabeza.
—¡Repítelo, pedazo de animal! —rugió Fisher estremecido de furia—. ¡Dímelo otra vez!
El hombrecillo que se debatía entre las zarpas de Fisher prorrumpió en roncos sonidos.
—¡Déjeme, señor Fisher! ¡Me... me está asfixiando...! ¡Por favor, suélteme...! ¡Me ahoga...!
Fisher se desembarazó de él violentamente y el empleado fue a dar con la cabeza en la pared del establo. Cayó sentado y se llevó una mano a la garganta para comprobar que aún la tenía entera.
Los negros ojos de Fisher se clavaron en el individuo.
—Conque está muerto, ¿eh? —resolló con los dientes apretados y se inclinó hacia el empleado dispuesto a saltar sobre él.
—¡Sí, señor Fisher!
—¡Maldito seas mil veces, puerco del infierno! ¡Te voy a despedazar vivo! ¿Me entiendes? ¡Te voy a desollar como a un conejo!
—¡No, jefe! —gritó el pequeño rubio pegando un salto—. ¡Yo no tengo la culpa de nada! ¡Su caballo estaba enfermo de antes! ¡Yo sólo me limité a darle la purga!
Fisher apretó tanto las mandíbulas que los músculos resaltaron bajo la piel como si fueran tumores.
—¡No debiste darle ninguna purga, bestia! ¡Esto es lo que lo ha matado!
—¡Pero jefe, un viejo del pueblo me dijo que era eso lo que le hacía falta y hasta me dio la composición!
—¡Así te trague la tierra, condenado! —aulló Fisher—. ¿Qué composición era ésa?
El pequeñajo se humedeció los resecos labios varias veces, temblando como una hoja al viento ante la mirada de su jefe.
—Era una sal muy gruesa y amarga, mezclada con agua y junto con un par de vasos de aceite de cacto morado. A todo ello había que agregar amoníaco, tres cucharadas de desinfectante y una pizca de grasa de lagarto hasta disolverse... ¡Hice lo que me dijeron, jefe!
—¡Debiste beber antes un trago de esa porquería a ver cómo te sentaba! —gritó Fisher—. Lo que te digo, ¡tú lo has hecho reventar!
Por la puerta del establo apareció un individuo alto, rubio, de anchos hombros y ojos brillantes como dos esmeraldas falsas.
Enseñó las palmas de las manos a Fisher.
—Ha debido de estallar en el acto. No era lo que necesitaba ese animal —luego sonrió con unos dientes bien igualados—. ¿Por qué tanto revuelo por un caballo, señor Fisher?
Conrad volvió bruscamente la cabeza y pareció calmarse un tanto a la vista de su capataz, el jefe de todo el personal.
—Era mi caballo, Kirk, ¿entiendes? —dejó escapar el aire de su amplio pecho—. ¡El mejor animal que puedas encontrar en todo Nuevo México!
—Eso es cierto.
—Me costó una fortuna en la feria de Albuquerque, ¿sabes, Kirk? ¡Y este bastardo me lo ha liquidado con una de sus puercas bebidas! ¿Tengo o no razón?
—Sí, señor Fisher —convino el rubio Kirk. Y los dos peones que le secundaban repitieron las tres palabras a coro.
Fisher clavó sus pupilas en el encargado del establo y un temblor de furia empezó a sacudirle todo el cuerpo.
—¡Cogedlo, muchachos! —estalló de pronto.
Los dos hombres que estaban junto a Kirk se adelantaron y acercáronse al encargado del establo, llamado Tim. Este abrió los ojos como platos al olerse algo malo.
—¿Qué... qué me van a hacer, señor Fisher? —balbució dejándose coger.
Conrad Fisher sonrió de un modo desagradable.
—Nada importante, Tim —dijo—. Después de todo, la pócima que le largaste al caballo era para curarlo, ¿verdad?
Tim sonrió, pero le salió una mueca.
—¡Ahora lo comprende, jefe! —exclamó—. ¡Eso no le podía hacer ningún daño! ¡Yo quería mucho a Rojo!
Fisher hizo una señal con la mano a los dos hombres y dijo a Tim:
—¡Claro que no le podía hacer ningún daño! Ahora beberás tú unos tragos y nos lo demostrarás, ¿eh, Tim?
El hombrecillo abrió la boca varias veces.
—Lo beberás, Tim —aseguró Fisher—. ¡Vamos, traed la botella, muchachos!
—¡No, jefe! —aulló Tim, lleno de terror.
Un tipo entró en la cuadra y volvió a salir rápidamente con un frasco de gran tamaño.
—¡Dáselo a beber, Max! —ordenó Fisher.
El individuo llamado Max sonrió divertido y forcejeó entre los que le sostenían.
—¡No puedo beber, jefe! ¡No puede darme eso!
Conrad Fisher hizo un ademán imperioso al hombre que mantenía la botella.
Max cogió del cuello a Tim mientras los otros dos lo sostenían, y le aplicó la botella a la boca, pero el condenado apretó los dientes y los labios con fuerza.
—¿Qué te pasa, Max? —rezongó Conrad—. ¿Es que tengo que enseñarte?
Max rió negando con la cabeza y golpeó los dientes de Tim con el gollete del frasco.
Conrad soltó una carcajada y Max, animado por el éxito, introdujo por el hueco de los dientes rotos la boca de la botella.
Tim gorgoteó, escupió un poco, tragó varios sorbos y su rostro se congestionó, mientras los ojos amenazaban salírsele de las órbitas.
Los que sostenían a Tim y el propio Conrad Fisher se contorsionaron de risa ante los visajes de la víctima.
Kirk, el capataz, contemplaba la escena desde un segundo término con el rostro surcado por una leve sonrisa.
—¿Va a hacerle beber más, señor Fisher? —preguntó.
—¡Infiernos! ¡Toda se la tiene que beber! ¡Cualquiera se pierde el espectáculo!
Dos minutos después de ininterrumpidas carcajadas, Max levantó el frasco vacío en un gesto triunfal.
—¡Eres grande, Max! —aprobó Fisher riendo a mandíbula batiente—. ¡Soltadlo, muchachos! Por hoy tiene bastante.
Los tres hombres se apartaron de Tim, quien con los ojos en blanco dio un extraño ronquido dejándose caer contra la pared. Luego sufrió varias convulsiones, pegó un par de brincos, y después de un estertor estruendoso, cayó al suelo como un fardo.
Fisher le pegó un puntapié en las costillas, pero Tim no se movió.
Max hizo una mueca y se rascó bajo el sobaco.
—¡Jefe, creo que está muerto!
—¿Muerto? —se sorprendió Fisher, lleno de buen humor—. ¡Condenación! ¡Ahora es cuando no me extraña que Rojo reventara con ese matarratas!
—¿Nos lo llevamos, jefe? —dijo Max.
Fisher emitió un gruñido.
—Sí, está muerto —dijo—. Poco nos ha durado el pasatiempo, ¿eh?
Los tres hombres rieron con ganas.
Cuando los empleados de Fisher se alejaban con el cuerpo de Tim, Fisher se dirigió al rubio:
—¿Has visitado a ese tipo que no quiere pagar el agua, Kirk?
El interpelado apoyóse en la culata del Colt.
—Sí, señor Fisher.
—¿Y cómo ha respondido?
Kirk se frotó el mentón bien rasurado.
—Creo que tendremos que darle una de esas purgas o algo parecido —dijo—. No quiere soltar ni un centavo.
—Lo que le hace falta es una buena purga de plomo —murmuró Fisher con las pupilas chispeantes.
—Le he dado un ultimátum, patrón. O paga lo estipulado, igual que los otros tres propietarios, o no verá la semana que viene.
Conrad levantó la mirada.
—No debiste darle tanto tiempo, Kirk —dijo—. Esta temporada estamos demasiado diplomáticos.
—Ese Halley intenta convencerme de que no debe pagar el agua, ya que pasa por sus terrenos para seguir a los otros. Dice que ya sacamos bastante a los tres vecinos.
—Un tipo que se pasa de listo, ¿eh? —gruñó Fisher—. No me gusta que la gente ande con argumentos para no pagar. Serían capaces de hacer lo imposible por sacar agua de una piedra. ¿Qué estás pensando, Kirk?
El capataz parpadeó varias veces antes de responder.
—Es sobre otro asunto —dijo—. Me refiero al Pozo sin Fondo.
—¿Qué hay con él? —Fisher miró a su empleado de reojo.
—¿Se acuerda de aquel tipo de que le hablé ayer? El que se prestó para volar en el cachivache del viejo loco...
Fisher soltó una risotada al venirle a la memoria.
—¡Rayos! ¿Qué se ha hecho de ese comediante? ¿Lo han linchado ya?
Kirk sonrió porque sabía que al jefe le gustaba el tema.
—Uno de los chicos lo ha sorprendido hace un rato asomado al borde del Pozo sin Fondo.
—¿Es que piensa tirarse? —continuó riendo Fisher.
—Está allí con el viejo Trent —explicó Kirk—. Se entretenían en bajar una piedra atada con una cuerda. Al parecer, tratan de sondear el pozo.
Fisher lo miró incrédulo.
—¿De veras, Kirk? —dijo—. ¡Infiernos! Pero ¿qué pueden hacer allí?
—No sé exactamente cuál será su idea. Tal vez quieran sacar un poco de agua con un cubo para refrescarse. O Trent intenta alguna invención fundada en el eco que se oye allí.
—¡Que me ahorquen, Kirk! —exclamó Conrad—. ¡Ahora sí que veo que por el mundo anda suelta mucha gente mala de la cabeza!
Kirk meditó sonriente.
—Después de todo, no acaba de gustarme que nadie ande cerca de allí. Será una superchería, pero no es bueno que la gente vea agua, aparte de la nuestra.
Fisher lo interrumpió con una carcajada.
—¡Mucho mejor, Kirk! ¡Ojalá vayan todos a deleitarse con el sonido del agua! ¡Eso les hará entrar en ganas de pagar por la nuestra! ¡Pero si nadie puede sacar de allí ni una gota, Kirk! Nuestro negocio está en que los que han intentado a través de los años sacar partido del Pozo sin Fondo han acabado largándose con el rabo entre piernas. Te lo he dicho mil veces, muchacho; aquel pozo es como un sarcasmo a los sedientos habitantes de Jacoma. ¡Casi doscientos metros de profundidad!
—Sí —murmuró Kirk—. Está claro que de él sólo pueden ocuparse un par de locos.
Fisher contempló satisfecho a Kirk, quien velaba por el negocio como si se tratara de un niño de pecho.
—Ya te entiendo, muchacho —sonrió—. Y para que veas que es así, te doy permiso para que mandes un par de hombres y tiren de cabeza al pozo a ese chiflado de Trent y a su aeronauta; incluso puede que a la gente del pueblo les guste nuestro rasgo después de que les tomaron el pelo.
—Mandaré un par de muchachos para que los escarmienten.
Fisher estremeció los hombros de risa al tener una ocurrencia.
—¡Estoy seguro de que si ayer les dan un par de tragos de los que ha bebido Tim, ese viejo loco y su piloto habrían llegado a las nubes con el velero volador!
Kirk estalló también en una carcajada.

CAPITULO IV

Johnny Dead arrojó la cuerda a un lado y contempló los veinte metros cuadrados de boca del Pozo sin Fondo con una expresión de contrariedad.
La risa cascada de Frederic sonó a sus espaldas.
—¿Te has convencido, muchacho? —dijo.
—¡Canastos, tío! ¿Está seguro de que ésta no es una de las puertas del infierno?
—¿Qué te dije, hijo? —Frederic se acercó al joven apoyándose en un bastón—. Y además, es posible que esté lleno de bichos.
—Tal vez —murmuró Johnny, y se sentó al lado de la boca del agujero.
Los cascos de unos caballos sonaron a espaldas de los dos hombres, y éstos se volvieron hacia el lugar en cuestión.
—Alguien viene hacia aquí, muchacho —gruñó Trent indicando a los jinetes que se acercaban rápidamente.
Johnny se incorporó y entonces pudo ver los rostros de los jinetes con precisión.
El anciano Trent soltó un respingo al reconocer la cara del que iba en medio.
—¡Empiezan las complicaciones, John! Ya te dije que no era muy bueno permanecer tanto tiempo por estos andurriales.
Los jinetes se detuvieron a corta distancia de ellos.
—¿Qué te propones hacer ahora, Frederic? —indagó el sheriff Cramer.
—¡Hola, sheriff! —dijo Trent, fingiendo alegría—. ¿Cómo le va?
El representante de la ley se aproximó a pie, seguido de un par de individuos que ostentaban esparadrapos en varias partes del rostro.
Uno de ellos fue reconocido al punto por Johnny. Se trataba del pelirrojo Joe Gannon, que capitaneaba el bando contrario en la plaza Mayor.
—¿Qué le dije yo, sheriff? —sonrió Gannon, con dificultad a causa de un esparadrapo que le tiraba del labio inferior—. Cuando los vi de lejos caí en la cuenta de que eran ellos. Tengo una vista de buitre.
—No me recuerdes los buitres —rezongó Cramer, y observó a Trent y a su acompañante—. Me gustaría de veras saber lo que están haciendo aquí, Frederic.
El viejo rió.
—Le estaba mostrando al muchacho las maravillas naturales de la región. ¿Verdad que te has quedado pasmado, Johnny?
El joven no despegó los labios.
Cramer tenía el rostro deformado por una mueca.
—Mira, Frederic —advirtió—. No sé qué diablos te tramas con este colega de altos vuelos. Pero como estés preparando alguna nueva jugada, toma nota de que te arrepentirás.
—Deje los trapos sucios, sheriff—rogó Trent.
Cramer continuó sin prestarle atención.
—Puedes dar gracias de que te has escapado de una buena. El alcalde Hunter es tan cándido a veces que no hay modo de demostrarle que le tomaste el pelo.
—Es un tipo —comentó Trent.
—Déjate de monsergas —atajó el sheriff—. Conmigo no cuelan. Si te deslizas otra vez, te aseguro ante varios testigos que te sentaré la mano encima.
Johnny carraspeó.
—Quedamos enterados de sus buenos consejos, sheriff.
Los recién llegados dedicaron sus miradas al joven.
—Sí—recalcó el sheriff—. La cosa va también por usted. Tenga en cuenta que siento hormigueo en las manos por quedar en paz con usted. No olvido la pelea que capitaneó en la plaza después de estar a punto de matarnos a todos con aquella carabela medio pájaro.
Gannon retrataba al aeronauta de pies a cabeza.
—Sheriff—dijo en tono de ruego—, si usted me lo dejara un rato a solas conmigo, vería cómo le recortaba las alas para siempre.
—Cállate, Joe —gruñó Cramer, por la comisura de la boca.
—Es que me gustaría hacerlo volar por los aires de un buen sacudón en la quijada.
Johnny lo miró con desgana.
—Le han dicho que se calle, bocazas.
Joe Gannon apretó los puños con rabia.
—¿Le oye, sheriff! ¡Me está desafiando! ¡Quiere que le pegue!
El sheriff fulminó al pelirrojo con la mirada.
—Cierra la boca de una vez y guarda las energías para otra ocasión.
—¡Si supiera los esfuerzos que tengo que hacer! —resolló Gannon, sin quitar ojo a su enemigo.
El sheriff estudió un momento los rostros de los circundantes y luego empezó a dar media vuelta.
—Quedan advertidos —dijo—. En cuanto hagan otra de las suyas, ya pueden inventar algo para que les haga desaparecer, porque caeré sobre ustedes como un meteoro.
Cramer y los dos hombres que le acompañaban se encaminaron a los caballos después de sostener un pequeño duelo de miradas.
Trent se secó el sudor de la frente cuando los vio alejarse en medio de una nube de polvo.
—Ya puedes decir que nos hemos escapado de otra, Johnny.
—Este sheriff parece buena persona, tío Frederic. Invéntele un pequeño peine para peinarse el bigote y verá cómo nos lo metemos en el bolsillo.
Trent dibujó distraídamente en el polvo una silueta femenina con la punta del bastón que empuñaba y dijo de pronto:
—Bien, será mejor que regresemos a casa.
Johnny se ajustó el cinturón y cortó de un tiro de revólver el extremo de la cuerda que se había enganchado dentro del pozo.
En aquel mismo instante el sombrero de Frederic saltó por los aires al impulso de una bala.
—¿Cómo es posible...? —chilló el viejo que vio cómo Johnny apuntaba hacia abajo.
—Vuelva la cabeza hacia aquí y lo verá, abuelito —contestó una voz ronca a la derecha.
Frederic pegó un salto y gritó de nuevo:
—¿Quiénes son ustedes?
Johnny volvióse poco a poco y pudo ver a dos individuos que sonreían sesgadamente.
Ambos empuñaban sendos revólveres y estaban inclinados en sus respectivas monturas, al acecho del menor movimiento.
—Suelte el juguete, pimpollo —ordenó a Johnny el más grueso de los dos jinetes.
El joven dejó el arma a sus pies con un gesto de amargura.
El que había tomado la palabra ladeó la cabeza hacia su compañero.
—¿No te lo digo yo, Ben? —rió—. La gente de estos parajes suele ser muy amable.
El viejo Trent tragó saliva con dificultad y chilló, levantando el bastón:
—¿Qué significa este asalto? ¡Les aseguro que no tenemos ni un dólar entre los dos!
Los jinetes rieron divertidos.
—No somos bandoleros, abuelo —dijo el llamado Ben—. ¿Por quién nos ha tomado?
—¿Qué quiere entonces? —volvió a preguntar Frederic.
—Díselo, Matt —Ben escupió por un costado de la boca.
El grueso Matt zarandeó las grasas de su cuerpo al acometerle la risa.
—Verán, amigos —dijo—, Ben y yo les hemos estado observando todo el día desde aquella colina y nos dábamos cuenta de la curiosidad que tenían por saber lo que contiene este agujero.
Johnny carraspeó interviniendo.
—Y ustedes han pensado en darnos alguna idea para que lo sondeemos de una vez, ¿no es eso? —al mismo tiempo, abrió y cerró las manos sin quitar ojo del arma que había en el suelo.
—¡Infiernos, tú eres adivino, muchacho! —rió Matt—. Continúa, por favor.
Johnny entrecerró los ojos, observando las torvas caras.
—Apuesto a que les ha pasado por la cabeza la idea de que bajemos para averiguarlo de modo palpable.
Matt estalló en una risotada y alargó la mano a su amigo.
—Dame el dólar, Ben. ¿No te dije que se lo olerían apenas vernos? No hay nadie como esta gente inventora para sacar deducciones.
Ben se rascó el bolsillo y le tiró una moneda.
—A ver si me ganas ahora el otro, Matt. Tú dijiste que el viejo sería el primero en saltar, ¿eh?
Matt cerró un ojo.
—De acuerdo, Ben —sonrió—. Oiga, abuelito; demuestre que aún está ágil. ¡Será sensacional!
Frederic abrió la boca y mostró la mellada dentadura.
—¿Qué voy a saltar adentro? ¡Condenación, cumpliría los sesenta y cinco años por el aire! ¡Hay doscientos metros!
Johnny se inclinó decididamente tanto hacia la orilla como hacia el arma.
—Yo lo probaré primero —dijo.
Sonó un disparo, y la bala levantó un chorro de polvo cerca de la cara de Johnny, que estuvo a punto de cegarlo.
Matt reía con fuerza.
—Mire, amigo; ha tenido suerte de que estoy empeñado en que salte primero el viejo. De otro modo ya estaría bajando por el túnel con una bala en el cogote.
—Usted es un puerco —resolló Johnny—. El puerco más roñoso que me he encontrado en la vida.
—Sigue, muchacho —animó Matt sonriente—. En cuanto te hundas en el agua fresca se te va a ir toda la bravura. Desde que te he visto la cara no me ha gustado ni pizca.
—La suya me está dando cosquillas en la boca del estómago.
Matt borró el buen humor que se traslucía en su cara.
—No sabes lo que me acordaré de ti cada vez que oiga croar las ranas que vas a criar allá abajo. Todas las noches, Ben y yo nos acercamos a tomar el fresco por este lado del valle. Palabra que será poético.
Johnny continuó inclinándose a pesar de que sabía que en cualquier momento el revólver de Matt volvería a tronar.
—¡Estate quieto, bastardo! —rugió Ben.
Matt hizo una mueca torva.
—Déjalo que lo haga. Apenas toque el Colt, le volaré la mano de un pildorazo. Así no podrá nadar allá dentro. ¡Vamos, abuelo, salte!
Frederic compuso un gesto de rabia y enarboló el bastón.
—¡No voy a hacer tal cosa! ¿Lo oís? ¡No voy a hacerlo!
Los dos jinetes se acercaron a sus víctimas.
—¡Salte o lo empujo, abuelo! —ordenó Matt, adelantando el revólver.
Johnny siguió encorvándose y abrió la mano para tomar el arma.
Matt y Ben curvaron los dedos sobre sus respectivos gatillos.
Frederic les apuntó amenazador con el bastón.
—¡No haréis eso, bastardos! —gritó.
Al mismo tiempo apretó el gatillo que sobresalía del mango del bastón y sonó un tiro.
Ben lanzó un aullido y abandonó el revólver en el aire con los ojos como platos, fijos en la punta del bastón que humeaba.
Matt, lleno de sorpresa, también se demoró una fracción de segundo y cuando quiso hacer fuego, Johnny había aprehendido el Colt y disparaba desde el suelo.
Matt abrió los brazos en cruz y resbaló de la silla, yendo a dar en tierra, donde lanzó un último ronquido.
Ben intentó desenfundar el revólver del otro lado, pero el bastón del viejo Frederic volvió a vomitar plomo y lo desarmó por completo.
Johnny se incorporó poco a poco y cuando estuvo en pie enfundó el arma.
Frederic se quedó mirando a su sobrino y rió contento.
—¿Quién dijo que mi bastón-Colt no era un invento práctico?
Y dicho esto dio un bastonazo en las costillas de Ben, quien aulló de dolor.

CAPITULO V

Conrad Fisher palmeó el cuello de su nuevo caballo y sonrió ampliamente a su capataz Kirk Bates.
—Has tenido buen ojo, muchacho. Palabra que lo has tenido.
El rubio Kirk correspondió a la sonrisa de Fisher.
—Este animal supera a Rojo en todo. Me ha costado una pequeña fortuna, pero quiero que todo lo de su uso personal sea de buena calidad.
Fisher rió.
—Eres un granuja redomado, Kirk. Sabes mejor mis puntos flacos que Lolita Mendoza.
Kirk levantó las cejas.
—A propósito, jefe, ¿cómo está la chica?
Conrad dejó perder la mirada en la lejanía mientras su ancho y fuerte pecho se combaba en un suspiro.
—Como nunca, Kirk —susurró—. ¡Como nunca!
—Esa criatura lo lleva de coronilla, señor Fisher —guiñó un ojo Kirk.
—Un día de éstos la traeré por aquí y tú mismo te darás la respuesta.
—No lo haga, jefe. Usted sabe que las vuelvo locas en cuanto las miro así.
Conrad rió ruidosamente.
—Eres un punto, Kirk —dijo—. Pero con Lolita no tienes nada que hacer. A ti se te dan mejor las más delgadas. ¿Qué me dices de Mauren?
—¿La chica del almacén? ¡Rayos, jefe! ¿A qué le llama usted delgada? ¡Si dudo que tenga esqueleto!
—Pues bien —continuó Fisher, con la mirada perdida en la lejanía—; mi nena le lleva cerca de unos doce kilos. ¡Eh, Kirk! ¿Qué es lo que veo?
Kirk miró hacia donde lo hacía su patrón y vio acercarse a un jinete seguido de un caballo con un cuerpo sobre el arzón.
—Es Ben —las pupilas verdosas de Kirk se dilataron.
—¿Ben? —preguntó Fisher—. ¡Eh, mastuerzo! ¡Acércate en seguida!
El forajido a las órdenes de Fisher desmontó y se aproximó con las manos colgantes.
—¡Estoy herido, señor Fisher! —gimió.
Conrad le salió al paso y el hombre le contó en dos palabras lo sucedido.
—¿Qué estás diciendo, loco? —exclamó Fisher con las mandíbulas apretadas.
Ben cabeceó enérgicamente.
—¡Sí, jefe! ¡Le juro que del bastón del viejo salieron un par de balas...!
Fisher le cerró la boca de un revés.
—¡Deja de tomarme el pelo, puerco!
—¡Se lo juro, patrón! Este agujero de la mano me lo hizo el viejo con aquel maldito bastón.
—¡Cállate o...! —Fisher se ladeó con el puño preparado.
—¡Debe de ser algún invento de ese viejo del demonio!
El puño de Conrad cruzó el aire y estalló en el rostro de Ben, quien cayó hacia atrás con los ojos bizqueantes.
Antes de que tocara el suelo, Fisher se revolvió hacia Kirk.
—¿Qué me dices de eso, muchacho?
El rubio se frotó el mentón.
—La verdad, señor Fisher, es que a ese viejo debíamos haberlo liquidado hace tiempo. Se lo he repetido muchas veces.
—¿Qué demonio? —se encrespó Fisher—. ¡No tienes que consultarme sobre esas cosas! ¡Si tú tienes una opinión acerca de apretar el gatillo, toma la iniciativa...!
—Debimos colgarlo de las barbas aquel día que nos arrojó el bote y estalló al paso de nuestros caballos con líquidos nauseabundos.
—Ya me voy acordando.
—Pero a usted le chocó que el viejo fuera el único con agallas en Jacoma para mostrar su descontento por la voladura de los canales.
El gesto furioso de Fisher se fue relajando y de pronto soltó una carcajada.
—¡Es que no pude aguantarme cuando a Max le salpicó la cara aquello tan pestilente! ¡Fue la primera vez que le he visto bañarse! ¡Se tiró de cabeza al canal del oeste!
El rubio alto ocultó una sonrisa pasándose el índice por debajo de la nariz.
—Bien, jefe —dijo—; no debemos tolerar ciertas cosas.
—Es verdad, Kirk. Ha llegado la hora de sentarle la mano a ese viejo grillado y de paso al colaborador. Enviaremos un par de hombres que sepan lo que se hacen. Matt y Ben nunca han dado pie con bola.
Ben se levantó del suelo sacudiendo la cabeza para despejarla.
Fisher y Kirk le miraron con fijeza y el individuo se echó a temblar ante los ojos de sus jefes.
Fisher dio un codazo al capataz y éste sacó el revólver en un movimiento rápido.
—No te necesitamos aquí, Ben —dijo Kirk Bates.
—¿Estoy despedido?
—Sí, muchacho, y te quiero decir adiós con esto —Kirk hizo fuego y la bala abrió un agujero en la frente de Ben, en cuyo rostro perduró la sorpresa después de morir.
La víctima se desplomó en el suelo y un par de peones de la casa se asomaron precavidamente. Fisher hizo una señal, y, mientras los dos peones se encargaban de los cadáveres, retornó en compañía de Kirk junto al nuevo caballo.
—Tenemos que ser duros, Kirk. En cuanto la gente te ve un poco de sentimentalismo empieza a hacer de las suyas. Ya ves el viejo inventor... —Fisher se sonó las narices con fuerza.
Kirk acarició la crin del nuevo animal.
—A mí me preocupa más el joven que le sigue a todas partes. Es el más peligroso. Por lo que ha hecho con Matt y Ben, a pesar de la colaboración del viejo chivo, se ve que no es manco.
Fisher gruñó con los ojos brillantes.
—Me gustaría conocerlo. Un tipo que vuela y que además le da al gatillo. Todo a medias con Frederic.
—Voy a escoger quién los arregle en un momento. Después nos veremos, jefe.
Conrad se apoyó en la puerta y miró las espaldas de su ayudante y capataz, llegando a la conclusión de que aquel chico valía su peso en oro.
La puerta se entreabrió un poco y por el hueco se asomó la empuñadura de un bastón que atrapó el cuello de Conrad, atrayéndolo violentamente hacia dentro.
Conrad dio varios traspiés y al llegar al centro de la sala lo primero que vio fue a cuatro de sus hombres con los brazos en alto.
Frederic Trent soltó una carcajada empuñando el bastón, y poco más allá un joven alto y bien parecido mantenía a raya a los cuatro empleados.
—¿Qué significa esto? —aulló Conrad, el cuerpo estremecido de todas las furias, y los ojos llenos de incredulidad.
—Vengo a presentarte a mi colaborador. Oí que ahí fuera le decías al lechuguino de Kirk que tenías ganas de conocerlo.
Conrad Fisher clavó la mirada en el joven alto, y luego se hizo cargo de la situación interrumpiendo el silencio con su propio resuello.
—¡Os juro que no tendréis tiempo de arrepentiros! —dijo entre dientes. Y luego aulló—: ¿Lo habéis oído? Esta baladronada os va a costar la piel!
—Cierre esa bocaza —Johnny apoyó la culata del revólver en la cadera.
Fisher lo contempló con las pupilas llameantes.
—Se cree un tipo con muchas agallas, ¿eh?
Johnny alzó las cejas.
—Estábamos en paz con usted, amigo —dijo—. Un par de avechuchos vino a darnos un disgusto esta mañana. Sólo queríamos saber por qué los envió. Estamos en un mar de dudas.
Fisher se aproximó al joven con paso lento y tratando por todos los medios de contener la ira que lo embargaba.
—No ha debido de hacer esto —jadeó.
Johnny ladeó la cabeza.
—Le confieso que me ha costado trabajo decidirme.
—Ha hecho una mala elección.
—Pero quería convencerme de que usted era tan feo como decían. Francamente, su cara me da dolor de tripa.
Los ojos de Fisher amenazaron salirse de las órbitas, y la mandíbula inferior le cayó, mostrando el interior reseco de la boca.
—¡Lo desollaré vivo! ¡Juro que lo desollaré vivo!
—¿Le escuece, eh?
La rabia impidió a Fisher articular palabra.
Johnny consideró que ya lo había trabajado bastante y prosiguió:
—Mire, Fisher —dijo—; el señor Trent y yo somos hombres de paz. A veces tenemos ideas raras.
—Siga —la voz de Fisher era ronca.
—Por ejemplo, se nos ocurre volar, o mirar en ese pozo de doscientos metros de profundidad. Con eso no hacemos daño a nadie.
Un extraño temblor empezó a sacudir al corpachón de Fisher mientras los nudillos se le volvían blancos.
—¿Dónde va a parar?
Johnny hizo una mueca de cansancio y se rascó la pantorrilla izquierda con el pie derecho.
—Usted la ha tomado con nosotros. Apenas hace un momento le daba órdenes a ese pimpollo rubio para que nos asara vivitos.
Fisher se volvió bruscamente hacia sus hombres.
—¡Quinientos dólares al que tenga arrestos para acabar con él en estas condiciones!
Los hombres de Fisher se mordisquearon los labios, pero se abstuvieron de correr a una muerte cierta.
—Cálmese, señor Fisher —aconsejó Johnny—. Cuando los hombres maduros como usted se excitan de esa forma, a veces se quedan roncos de un lado. Les da un ataque.
En las comisuras de la boca de Fisher apareció una espuma blanquecina.
—¿Cuál es su juego? ¡Dígalo de una vez!
Johnny se cubrió la boca para ahogar un bostezo a la vista de un árbol donde se apilaban manzanas maduras.
—Es lo más sencillo del mundo. Usted va a proporcionarnos agua de su lago para llenar el Pozo sin Fondo.
Fisher lanzó una carcajada teatral, y se quedó más rabioso que antes.
—¿Qué está diciendo?
—Necesitamos una buena cantidad de agua para llenar ese pozo —explicó Johnny—. Tenemos una teoría.
—Usted presume de sesos y de agallas.
Johnny prosiguió, pensativo:
—El señor Trent y yo hemos llegado a la conclusión de que solamente con llenar de agua el Pozo sin Fondo algunas paredes delgadas de roca sólida se resquebrajarían.
—Me está emocionando. Siga.
—Eso daría lugar a una mayor afluencia de agua, y tal vez el nivel subiera hasta límites accesibles.
—¡Deje que me ría! —rugió Fisher, enseñando los dientes.
—¿No cree, señor Fisher? —dijo Johnny—. Nada cuesta probar.
Fisher avanzó unos pasos quedando más cerca del joven y tratando de fulminarlo con la mirada.
—¡No voy a prestarme a esa prueba! ¿Lo oye? ¡Y de paso le diré que los cadáveres de ustedes dos van a emponzoñar las aguas aquellas para que a nadie se le ocurra utilizarlas nunca!
—Las lechugas crecerían mejor, pero nadie va a morir —replicó Johnny, y disparó distraídamente a la culata del revólver de un tipo que quiso ganarse los quinientos dólares.
Fisher lo examinó a través de la columna de humo que emergía del arma y entrecerró los ojos.
—¿Ha terminado ya, tipo listo?
—Hago una pausa.
Fisher descorrió los labios y mostró las dos hileras de dientes.
—En primer lugar, no sé cómo ha tenido las agallas para venir a enfrentarse conmigo. Cierto que envié a un par de hombres para que les dieran el baño.
—Eso estuvo feo, Fisher —dijo Johnny.
—Pero aunque demuestre que sabe manejar una situación no va a librarse de que le agujeree el pellejo cualquiera de mis hombres. Olvídese de su proyecto de inundar el Pozo sin Fondo. El agua que riegue Jacoma vendrá únicamente de mi lago. ¿Lo oye, tipo listo? ¡El que quiera agua tendrá que pagar a buen precio! ¿Me estoy aclarando lo suficiente?
—Sí.
—Y métanse en la cabeza, usted y este viejo chivo, que todo aquel que ha sido tan loco de enfrentarse con Conrad Fisher, está criando flores silvestres hace ya tiempo.
Johnny apretó la culata del revólver y avanzó lentamente hacia Fisher, aunque éste aguantó el tipo.
—Mire, Fisher; la verdad es que sólo he querido probarlo con eso de inundar el Pozo sin Fondo. Pero la próxima vez que me envíe a algún asesino de viejas, tenga por seguro que vendré otra vez para aplastarle sus asquerosas narices de un puñetazo. ¡Ahí tiene el motivo de mi visita!
Los dientes de Fisher rechinaron de modo sorprendente.
—¡Mil dólares para el que lo deje seco en el acto! —gritó Fisher en el paroxismo de la ira.
Un pelirrojo que andaba escaso de dinero echó el resto y sacó bruscamente a una velocidad endiablada. Sonaron dos disparos y las dos balas se entrecruzaron en el camino.
La enviada por Johnny se llevó parte de la cabeza del atrevido.
—¿Ustedes gustan? —les dijo Johnny, a los compañeros del muerto.
Nadie respondió, atendiendo al sordo ruido del cuerpo del pelirrojo cuando se desplomó en el entarimado.
La mirada de Fisher se extraviaba por la habitación, notando que empezaba a faltarle el aire.
Como adivinando sus pensamientos, la puerta de la entrada se abrió violentamente y entró Kirk Bates con dos hombres más.
Frederic Trent los apuntó con el bastón mientras retrocedía hacia Johnny.
—¡Levantad las manos! —conminó.
El que flanqueaba a Kirk por la derecha rió con fuerza y apretó el gatillo, pero el plomo que salió por el bastón de Frederic se le llevó el dedo pulgar.
—¡Mi madre! —chilló de dolor y asombro el tipo.
Johnny cedió el paso a Frederic por una pequeña puerta del fondo antes de que la gente de la sala reaccionara.
Kirk vomitó una orden y todos sacaron las armas sin reparar en riesgos, ante su voz imperiosa.
En aquel preciso instante un bote arrojado por Frederic al centro de la sala hizo explosión y un espeso humo llenó hasta el último rincón de la estancia.
Durante un minuto. Fisher y sus hombres tosieron retorciéndose hasta que algunos fueron a las ventanas y las abrieron de par en par.
Cuando el espeso humo negro se hubo desvanecido, Fisher dio un salto hacia la puerta.
—¡Que no se escapen! —aulló, y volvió a toser—. ¡Quinientos dólares al que los coja! ¡Más aún! ¡Mantengo los mil de antes!
Todo el mundo corrió hacia la puerta que daba a las compuertas de riego.
Fisher se dejó caer en el asiento y enjugóse el rostro de sudor y la barbilla de saliva.
El tipo llamado Max apareció cinco minutos después y abrió los brazos desolado.
—¡Se han esfumado, jefe! ¡Se metieron por el antiguo túnel y allí mismo nos largaron otro bote; pero ése estaba cargado con tachuelas!
Fisher le tiró un puñetazo a la cara y las narices de Max crujieron al romperse el hueso.

CAPITULO VI

Johnny Dead y Frederic Trent entraron en el almacén general de Jacoma y se acercaron al mostrador.
—Veinte metros de hilo de alambre —pidió Johnny, palmeando el tablero.
—Y una brocha también —agregó Frederic, mirando a todos lados por si aparecía algún tipo con ganas de gresca.
El fulano que servía en el mostrador se volvió y lanzó un respingo al reconocerlos.
—Tengo orden de la señorita Mauren de no servir a ustedes ni un clavo para colgar el sombrero.
Johnny arrugó el entrecejo.
—¿Qué clase de almacén general es éste? ¿También tienen en cuenta las rencillas personales?
El tipo del mostrador enseñó los dientes sobre el labio superior.
—La señorita tiene especial interés en que no se lleven ni el aire de su tienda. Les estaba esperando y me ha dicho que, en cuanto apareciesen, la mandara aviso. Ha hablado de llamar al sheriff.
—¿Sí? —gruñó Johnny.
—Tiene una pequeña cuenta deudora con el señor Trent. Y al margen ha señalado con lápiz rojo dos iniciales: P. C.
Johnny alzó una ceja.
—¿Y eso qué quiere decir?
—«Pájaros de cuenta.»
Por un costado del almacén se oyó el rumor de enaguas almidonadas y una voz femenina.
—¿Tiene algo que oponer, señor Dead?
Johnny volvió la cabeza y admiró a Mauren de pies a cabeza, sintiendo el cosquilleo en la nuca que ya le era familiar.
—De modo que ha dado órdenes, ¿eh, preciosa?
—¡Eso es injusto! —intervino el viejo Frederic.
Ella se acercó a los dos hombres mientras en su bello rostro se dibujaba una sonrisa de ironía.
—¿Qué esperaban? —dijo—. ¿Que les diera más a crédito sin saldar los dólares que me adeudan? ¡No se llevarán ni un bote de conserva como no paguen lo que deben!
Johnny se mordisqueó el labio inferior.
—De acuerdo, encanto. Nos iremos al próximo pueblo para reunir los materiales que necesitemos.
Ella ladeó la cabeza y sonrió mordaz.
—¿Algún nuevo cachivache?
Johnny se quedó pensativo, aunque lo que hacía en realidad era contemplarla.
—Tío Frederic dice que ha dado con un nuevo diseño para el barco volador. Así piensa él. ¿Verdad, tío?
La muchacha abrió la boca sorprendida.
—¿Tío? —exclamó—. ¿Qué embrollo es éste? ¡Tío!
Johnny carraspeó con fuerza notando la sensación de que acababa de pisar una piel de fruta.
—Es pariente lejano —guiñó un ojo alegremente—. ¿Eh, tío?
Mauren se cubrió la boca con el dorso de la mano.
—¡Ahora es cuando se aclara toda la comedia! ¡Y dijo que era un aeronauta de El Paso! ¡Menuda pareja de frescos!
Johnny frunció el entrecejo.
—¿Qué es lo que ronda su cabecita, muñeca? —protestó—. ¡No tiene que ver nada nuestra parentela para que yo sea un verdadero aeronauta! En El Paso me llaman todos Johnny el Volador.
Mauren lo miró fijamente.
—Me hago cargo —dijo—. Y espero que un día se rompa las narices al caer. Será el único modo de que dejen de tomar el pelo a la gente. Ya veo que el ser tan vivos les viene de familia.
Johnny se irguió.
—¡Señorita Mauren! ¡Somos una familia de científicos! ¡Mi abuelo Isaías fue el que inventó la primera máquina de hacer embutido en Nueva Orleáns!
Mauren los observó con los labios apretados.
—¡Váyanse ahora mismo! —dijo, incapaz de contenerse—. Y espero no volverles a ver por aquí hasta que cancelen la cuenta.
Johnny se dio media vuelta, tirando a Frederic de la manga.
—Vamos, tío Frederic. Hay que saber recoger ciertas insinuaciones.
El viejo Trent se relamió contemplando los rollos de alambre e hizo una mueca de resignación.
—Sí, ha dicho algo de que nos vayamos.
Los dos hombres salieron del establecimiento y estuvieron a punto de cruzarse con el pelirrojo Joe Gannon.
Este entró en el almacén de Mauren y contempló a la chica con ojos golosos.
—¿Qué quería esa pareja de sujetos, Mauren?
Ella contuvo una expresión de desagrado al ver a Joe, pero contestó sin quitar ojo del esparadrapo que ostentaba en una ceja.
—No he tenido más remedio que sacudirme a ese Trent y al otro. Me vaciarían el almacén y nunca cobraría.
Gannon sonrió con jactancia.
—Debiste avisarme, nena —dijo—. Yo mismo los hubiera echado a empellones.
—Ha sido una lástima —contestó la chica, empezando a brillar una lucecilla en sus pupilas—. Necesitan alguien que les dé una buena. El día de la explosión escaparon por milagro.
Gannon se acercó confidencial.
—Oye, Mauren. ¿Qué te parece si hablo con los chicos y les zurramos de firme?
La joven desestimó la proposición de Gannon con un ademán.
—Espera a ver lo que sucede antes de que salgan del pueblo. Es posible que alguien les busque las cosquillas. Jim me dijo que un par de individuos preguntó por ellos hace un rato.
Gannon alzó la cabeza.
—¿Quiénes son?
Mauren encogió los hombros.
—No lo sé, Joe. Parece que los buscan por todas partes. No sé qué pueden haber hecho.
Gannon enseñó unos dientes desiguales al reír.
—Entonces es nuestra ocasión —exclamó—. Si alguien los busca, lo mejor será dejarlos medio muertos de una paliza para que los sabuesos los tengan en su punto.
Mauren observó al pelirrojo con una inevitable mueca de desprecio:
—A veces eres desagradable de veras, Joe.
Gannon parpadeó con enfado.
—¿Qué mosca te ha picado, muchacha? ¡Cualquiera diría que quieres protegerlos!
—¿Quieres callarte de una vez, Joe? —exclamó ella—. No dices más que tonterías.
Gannon la miró con sorna.
—Oye, nena —guiñó un ojo—; a ver si te ha caído en gracia ese patilargo volador. ¡Ahora caigo; no has querido venderles nada para que no se entretuvieran! ¡Debe de ser eso, no falla!
—¿Qué estás diciendo, Joe?
—¡Infiernos, cada vez lo veo más claro! ¡Lo que quieres es que los dejen vivos para que te paguen lo que te deben!
Mauren empuñó una cacerola.
—¡Vete, Joe! —gritó—. ¡Vete o te sacudo en la cabeza!
Gannon optó por salir del establecimiento de Mauren y dirigirse al local de la acera de enfrente donde se expedían bebidas.
Al fondo del mostrador descubrió a Trent y a su acompañante, que empuñaban sendos vasos de whisky. Gannon echóse el sombrero hacia la cara y se aproximó a ellos alargando la oreja.
Frederic decía en un susurro:
—Estamos perdiendo el tiempo, hijo. En ninguna parte estamos más inseguros que en este lugar.
—Volveremos a casa en seguida —dijo Johnny.
—Es lo más prudente, muchacho —contestó Frederic—. Allí, con las combinaciones de que dispongo, soy capaz de contener a un ejército. Lo mejor será que compremos ese alambre donde sea y preparemos la defensa. Me huelo que el aire está cargado.
Gannon dirigió una mirada a su alrededor. En las mesas descubrió a unos cuantos muchachos que desde que él entró lo estaban observando. Cambió una mirada de inteligencia con ellos y los tipos empezaron a levantarse.
Tal estado de cosas no pasó inadvertido para Johnny, quien para no alarmar a Frederic, tomó el vaso de whisky y bebió como si nada estuviera ocurriendo.
Gannon, sintiéndose ya protegido, dio otros dos pasos hacia sus supuestas víctimas y empezó a reír por lo bajo.
—Caramba —dijo—; ¡miren a quiénes tenemos aquí!
Frederic dio un respingo mientras giraba:
—¡Ah, hola, Gannon...! —sonrió amistosamente—. ¿Cómo estás, muchacho? Me dijeron que arrimaste demasiado los cuartos traseros a un cacto.
Gannon empezó a ponerse rojo. El incidente a que se refería Frederic había ocurrido una semana atrás y era algo de lo que no se podía sentir nada orgulloso. El caballo que montaba se le había desbocado, emprendiendo una furiosa carrera que terminó en las afueras de Jacoma, donde su potro lo lanzó por encima del cuello, con tan buena puntería que fue a caer encima de un cacto.
Y ahora Frederic se lo recordaba.
Torció la boca.
—Ustedes están en deuda con nosotros y nos lo vamos a cobrar.
Johnny chasqueó la lengua.
—Oiga, Gannon; no queremos pelear con ustedes.
—¿De veras? —Gannon rió jactanciosamente—. Entonces será mucho mejor para nosotros.
—No interprete mal las cosas —repuso el joven—. El que no queramos lucha no significa que nos estemos quietos. Lo que quería decirle es que deberían gastar las fuerzas en enfrentarse con su verdadero enemigo, y ya saben a quién me refiero, al tipo que los está ordeñando en la forma que le da la gana.
Gannon puso los brazos en jarras.
—No trate de apartar nuestra atención de ustedes, caradura. Usted vino aquí a volar y eso lo va a lograr ahora, ¿verdad, muchachos?
Cuatro hombres sacudieron la cabeza en sentido afirmativo, y a una señal de Gannon, avanzaron en círculo sobre Johnny y Frederic.
El abuelo desocupó muy aprisa el vaso.
«Maldita sea! —dijo para sí—. ¿Por qué me habré dejado el bastón en el carromato?»
—Hay cosas que se arreglan sin tiros —dijo Johnny.
Gannon se había lanzado ya sobre él disparándole el puño a la cara.
Se agachó como una centella, irguiéndose bruscamente. Gannon salió volteado por el aire y por último estrelló los costillares contra el piso.
Los otros fulanos atacaron a un tiempo.
Frederic echó a correr hacia la puerta y se demostró que era considerado como el menos importante de la pareja, porque ninguno de los tipos lo siguió.
Entonces Johnny hizo una exhibición de su agilidad. Apoyó las palmas de las manos en la barra, y pegó un brinco sentándose en lo alto. Al mismo tiempo encogió las piernas y las lanzó contra dos tipos, los cuales, al recibir el impacto en el estómago, salieron disparados hacia atrás, soltando arcadas.
Luego Johnny, sin tomarse un minuto de descanso, dejóse caer por el otro lado del mostrador y los dos fulanos que llegaban corriendo a su lado tuvieron que frenar para no estrellarse.
—¡Eh! —gritó uno de ellos—. ¡No se esconda, maldito sea!
Los dos cometieron una equivocación al flexionarse sobre el mostrador para mirar a la otra parte, porque justo en ese momento Johnny reapareció por el lado más cercano a la puerta.
Corrió con mucha prisa y tomando a los dos por los fondillos del pantalón, los empujó bruscamente por encima de la barra y los tipos soltaron aullidos mientras se desplomaban pateando.
Frederic se había quedado junto a la pared y sus labios sonreían contemplando de qué forma su sobrino estaba ventilando aquella cuestión.
Los demás espectadores que se habían mantenido al margen de la lucha reían desaforadamente, ya que en mucho tiempo no habían tenido ocasión de conocer a un truquista de aquella categoría.
Gannon se escupió en las dos manos.
—Deja de bailar, polluelo —dijo a Johnny—. Quédate un momento quieto y oirás el suave repiqueteo de tus dientes en la madera.
—Eres un tipo muy romántico, Gannon. ¡Adelante!
Gannon se precipitó otra vez sobre el joven, pero ahora éste, cansado quizá del espectáculo, le bloqueó el puño derecho replicando después con un golpe al hígado que a Gannon le sentó muy mal, a juzgar por los extraños visajes que empezó a hacer su rostro. A continuación Johnny percutió con sus nudillos en el maxilar del belicoso ciudadano, quien emprendió una alocada carrera hacia la puerta y todos pudieron ver cómo regaba el suelo con tres dientes.
Gannon soltó un aullido porque no encontraba a su paso nada que pudiera detenerle y justamente fue a escaparse por las puertas de vaivén.
Johnny cerró los puños, listo para dar cuenta de los otros tipos. Los dos que habían recibido el patadón en el estómago se habían puesto en pie, pero no tenían muchas ganas de reiniciar la pelea y los que estaban tras el mostrador hacían muecas porque habían sido testigos de qué forma Gannon, el más fuerte de todos ellos, había sido puesto fuera de combate.
Justo en ese instante dos hombres entraron por la puerta y quedaron inmóviles al ver el panorama del local. Finalmente, detuvieron sus ojos en la figura de Johnny.
Los hombres que habían luchado a favor de Gannon perdieron todo interés por reanudar la pelea, porque comprendieron que los recién llegados estaban allí para ocuparse del joven a quien habían querido vapulear.
Johnny también se dio cuenta de aquel cambio brusco y prestó atención a la pareja de tipos.
Al instante supo que se trataba de profesionales del gatillo. Así lo pregonaban a las claras sus pistoleras bajas, las fundas sujetas a la pierna con tiras de cuero, las miradas torvas, las barbas crecidas y la indumentaria llena de sudor y de polvo.
Uno era alto, delgado, y el otro rechoncho.
Fue éste el que habló por la comisura de la boca a su compañero:
—Apuesto a que es él.
—Sí, seguro —aceptó el alto y luego preguntó, mirando a Johnny—: ¿Es usted el hombre volador?
—Algunos me llaman así.
—Nos dijeron que fracasó usted en su intento de ir por los aires.
—Les informaron bien.
—Mi amigo Budd y yo hemos venido a colaborar con usted.
—¿Sí?
—Queremos favorecerle, ¿sabe, muchacho? Usted va a volar más que nunca.
—Gracias.
—Volará por encima de todo Nuevo México.
—Infiernos, me voy a convertir en el hombre del día.
—Y seguirá subiendo hacia arriba porque usted no encontrará ningún obstáculo en su camino, y hasta es posible que toque algunas estrellas.
El rechoncho rió espasmódicamente.
—Demonios, Sandy, no sigas o me resquebrajaré de risa.
El llamado Sandy, el alto, ladeó la cabeza sin apartar la mirada del rostro de Johnny.
—Espero que quede contento de nosotros.
—No saben ustedes lo agradecido que soy.
—¿Qué le parece si abre los brazos para emprender ya el vuelo? De esa forma será más fácil.
—Entonces, lo de ustedes perdería mérito.
—Eso también es verdad. ¿Lo oyes, Budd? Hemos de ser nosotros quienes le demos alas.
—¿Qué estamos esperando, Sandy? —dijo Budd—. Acabemos de una vez y remojemos el gaznate.
Los dos tiraron del revólver.

CAPITULO VII

Se produjeron dos estampidos.
Los espectadores de aquel duelo estaban mirando a Johnny Dead para ver en qué parte de su cuerpo recibía el plomo.
Eso les permitió ver de que forma el joven bajó la mano sobre la culata del revólver y luego disparó sin sacar el arma de la funda.
Los ojos de todos fueron de Johnny a los dos fulanos que se le enfrentaban.
Y entonces pudieron observar algo realmente sensacional. Los dos forajidos mostraron una amapola roja en su pecho y esa amapola no la llevaban cuando entraron en el local, y poco a poco se hacía más grande.
Seguidamente, los profesionales del gatillo, que no habían tenido tiempo siquiera de levantar el cañón del arma, cayeron hacia atrás, como si se hubiesen puesto de acuerdo.
El silencio que siguió fue interrumpido por el hipido de un borracho.
Frederic Trent salió de su inmovilidad.
—Vámonos, Johnny. Ya has hecho bastante —asomóse a las hojas oscilantes para mirar a la calle—. El camino está despejado. Aprovechemos la oportunidad.
Johnny arrojó una moneda sobre el mostrador para pagar la consumición y echó a andar seguido por las miradas de los presentes.
Ya en la calle, Johnny vio a Frederic en el pescante del carromato.
—¿Qué estás esperando, Johnny? Sube.
Pero Johnny se había quedado inmóvil mirando hacia la puerta del almacén, donde se hallaba Mauren.
Los ojos de los dos jóvenes se encontraron y así permanecieron un rato, mirándose, y finalmente ella dio media vuelta y desapareció en su local.
Entonces Johnny subió al lado de Frederic, quien movió las bridas de los dos caballos y éstos emprendieron la marcha.
Apenas habían iniciado el viaje, cuando Johnny miró hacia atrás y de pronto vio en el carromato un gran ovillo de alambre.
—¡Eh, tío, mira eso!
Frederic giró también la cabeza y quedóse con la boca abierta al ver la mercancía.
—¡Que me bañen con sosa cáustica! ¿Quién ha puesto eso ahí?
—Mauren.
—¡No puede ser!
—La chica no es tan fiera como tú crees.
Frederic rió con intención.
—Quizás ocurra que tú la estés amansando.
—No, tío. Yo creo más bien que se ha dado cuenta de que los del pueblo no tienen derecho a meterse contigo en la forma que lo hacen.
Johnny se puso a liar un cigarrillo y Frederic, después de mirarle de reojo, dijo:
—Hablando de todo un poco, creo que lo que más conviene es emigrar.
—¿Por qué, tío?
—¿Y te atreves a preguntarlo? Fisher está decidido a acabar contigo. Nuestra visita a su despacho no sirvió para nada.
—Sí, Frederic; sirvió de mucho. En aquel momento, cuando lo tuve frente a mi revólver, no podía matarlo a sangre fría. Pero ahora no vacilaré un segundo en desparramarle los sesos por el suelo en cuanto me lo eche a la cara.
—Fisher no es tonto y ahora sabe que tú eres un gun-man de primera categoría. Se las arreglará para llevar siempre una buena compañía, y naturalmente, también empezará a preocuparse en serio de ti.
—Siempre me han gustado las peleas, y ésta me resulta excitante.
—A mí, no. Sólo tengo una piel.
Llegaron a la casa y mientras Fisher se ocupaba del ovillo de alambre, Johnny señaló hacia el cobertizo en que el viejo tenía instalado su laboratorio.
—¿Cuántos inventos has hecho en tu vida, abuelo?
—No llevo la cuenta. Quizá sean cincuenta o sesenta.
—Es una pena que no te haya dado por inventar algo práctico.
—¿Quién dice que no? —retrucó Frederic, ofendido—. Soy el inventor del sacamuelas sin dolor.
—¿En qué consiste?
—Se trata de un aparato que tiene un émbolo. El paciente se coloca en la silla y entonces el fulano que hace de sacamuelas sólo tiene que enganchar el diente a una especie de lazo corredizo. Luego aprieta un botón, el émbolo sale disparado y el paciente se queda sin su diente malo.
—Demonios, eso parece bueno.
—Sí, pero lo malo es que el dispositivo no es muy seguro. A veces el émbolo sale disparado en la dirección que nadie se espera. El sacamuelas que hizo el ensayo recibió el impacto en la nariz y se quedó chato. Pero cualquier día de éstos me animaré a perfeccionarlo. Lo peor de todo es que soy un tipo con muchas ideas y antes de completar un invento ya estoy comenzando otro.
—Sí, tío; creo que eso es lo que te pasa. Demasiada actividad cerebral. —Johnny se sentó en los escalones del porche rascándose la cabeza pensativo.
Frederic entró en la casa diciendo:
—Voy a preparar la comida.
Fue directamente a la cocina y se puso a freír unas lonchas de tocino. Estaba volcando el contenido de la sartén cuando vio aparecer en el hueco de la puerta a su sobrino.
—¡Ya lo tengo, Frederic!
—¿Qué es lo que tienes?
—Corrígeme si me equivoco. Tú intentabas hacer volar aquel aparato.
—Oye, ¿te ha pegado el sol? Naturalmente, quería hacerlo volar, y ya te dije que algo falló; pero la próxima vez no ocurrirá lo mismo. Todo saldrá a la perfección.
—Para hacer volar aquel aparato, tú le debías dar inicialmente una fuerza propulsora hacia arriba.
—Naturalmente. Y luego, con los alerones y las velas, El Buitre hubiese seguido volando como un auténtico pájaro.
—Supón que aprovechásemos esa fuerza elevadora para sacar el agua del Pozo sin Fondo.
Frederic hizo una mueca.
—No tiene que ver una cosa con otra, Johnny. De la única forma que podrías hacer volar el agua es dinamitando las paredes del pozo desde abajo.
—El émbolo.
—¿Qué pasa con el émbolo?
—Me refiero a ese invento tuyo para sacar los dientes careados. Supón que combinas la fuerza elevadora de El Buitre con un émbolo adosado a un tubo. El tubo succionará el agua y al llegar arriba caería en la tierra por un hueco.
El abuelo se quedó con la boca abierta.
—¡Demonios, eso parece posible!
—¿Estás seguro?
—¡Naturalmente, y me comprometo a realizarlo! Ya estoy viendo el agua del Pozo sin Fondo regando todos los campos —el entusiasmo que había en el rostro del viejo se trocó por una mueca de pesar—. Estamos bromeando, sobrino.
—¿Por qué?
—Hemos olvidado que el agua está a doscientos metros. Necesitaríamos un tubo de esas dimensiones y para comprar eso también necesitaríamos mucho dinero.
—¿Cuánto?
El viejo se pellizcó el labio inferior.
—Todo el aparato no saldría por menos de tres mil dólares. Es toda una fortuna. Si quieres conocer mi efectividad, creo que tengo tres dólares con sesenta y cinco centavos.
—Mi capital asciende a catorce o quince dólares.
—Estupendo. Con todo eso ya podremos comprar un metro de tubo.
—Ese aparato va a ser la salvación de los rancheros de la comarca. ¿Por qué infiernos no han de formar una cooperativa para financiar el invento? Ellos serían los beneficiados.
—¿Crees tú que ellos van a financiar algo después del fracaso de El Buitre?
—Sí, te comprendo —sacudió la cabeza Johnny.
—Abandona todo eso, Johnny. Nada podemos hacer.
Johnny se mordió el labio inferior mientras se frotaba la nuca con la diestra.
—¿Y si alguien que no sea uno de nosotros lograse convencerlos?
—¿Quién?
—Mauren.
Frederic titubeó unos instantes.
—Creo que vas a perder el tiempo.
—Y yo opino que vale la pena intentarlo —repuso Johnny y dio media vuelta.
—¡Eh! ¿Es que no vas a comer?
—Perdí el apetito de momento.
Poco después, el joven cabalgaba en dirección a Jacoma.
Desmontó ante el almacén general y penetró en éste.
Mauren estaba despachando tres metros de tela a la señora O'Rourke y al ver llegar a Johnny sus ojos se entrecerraron.
La señora O'Rourke, presidenta de la Liga de Mujeres para la Protección de los Niños Lactantes sin Padre ni Madre, vio a Johnny Dead e hizo un gesto como si en la tienda hubiese aparecido el diablo.
—Ya volveré luego, señorita Meeker —dijo—. Ahora recuerdo que debo dar el biberón a uno de esos pobres huérfanos.
Johnny se había apoyado contra un saco.
Cuando ya la señora O'Rourke hubo desaparecido, Mauren preguntó:
—¿Qué se le ofrece ahora?
—Vine a darle las gracias.
—¿Por qué?
—Por el alambre.
—No hace falta que lo haga. Apunté en la cuenta de su tío los siete dólares que vale el ovillo. Pero no crea que me van a dejar de pagar.
—No se preocupe. Le pagaremos.
—Si no se dan mucha prisa, ustedes estarán muertos antes de que eso ocurra.
—¿Por qué dice eso?
—Lo sabe perfectamente. Fisher anda detrás de usted y con ello quiero decir que si usted tuviese la cabeza sobre los hombros se largaría de Jacoma.
—En otras circunstancias es lo que yo haría: largarme. —El joven hizo una pausa y agregó con mucha intención—: Pero hay ciertas cosas en Jacoma que han ganado mi interés.
Ella puso un brazo en jarras.
—No saque conclusiones erróneas de lo del alambre.
—Muy bien, Mauren. ¿Le parece que cambiemos de tema y hablemos de negocios?
—¿Negocios...?
—Eso he dicho. Y apuesto a que a usted le va a interesar mucho.
—¿Por qué?
—Una tierra donde vive gente pobre es mal asunto, para un almacén general. Por el contrario, si en la comarca vive gente que gana mucho dinero, el almacén general aumenta también sus ingresos.
—¡Qué gran cosa acaba de descubrir! Al parecer, lo de su tío es cuestión de familia.
—Ha dado en el clavo, porque Frederic tiene algo que ver con el negocio a que me refiero.
—Entonces, le voy a decir una cosa. ¡Hasta la vista, señor Dead!
—¿Por qué no deja que se lo explique?
—No es necesario que pierda más tiempo.
—Tengo muy pocas cosas que hacer en Jacoma aparte de pelear con los ciudadanos y enfrentarme de vez en cuando con los pistoleros que me mande Fisher. Présteme un poco de atención y es posible que lo encuentre tan interesante como yo.
A continuación, Johnny dio a conocer su idea acerca de la forma en que podrían ser aprovechadas las aguas del Pozo sin Fondo. Cuando hubo terminado, la joven dijo:
—De modo que usted y su amigo quieren que los vecinos de Jacoma pongan a su disposición tres mil dólares.
—Sí.
—En verdad que he sido una estúpida. Confieso que me he equivocado con usted.
—¿A qué se refiere, Mauren?
—Ahora acabo de ver claras sus intenciones. Usted dedujo que me tenía muertecita después de que les dejé el ovillo de alambre en el carromato. Así que pensó en sacar más dividendos. Posee un cerebro que trabaja muy aprisa, señor Dead. Se ha dicho que yo sería un buen medio para pegar un gran timo al pueblo de Jacoma. En cuanto usted y su tío se viesen con los tres mil dólares, pondrían pies en polvorosa.
—No, Mauren —dijo Johnny—. He hablado seriamente. Al llegar, me hice cargo del problema de la comarca y se me remueve el estómago al pensar que un tipo como Fisher está haciendo el gran negocio vendiendo agua como si fuese un chorro de oro. Sólo me ha guiado el ayudarles a ustedes, pero, después de todo, tío Frederic tenía razón; me advirtió que no lograría nada con usted. Buenos días.
Inmediatamente, el joven salió del almacén y, después de montar en su silla, inició el regreso a la casa de Frederic.

CAPITULO VIII

Somerset Halley era un tipo de unos cincuenta años de edad, de cabeza calva, ojos pequeños y mentón puntiagudo. Estaba sentado en una mecedora, en el porche, dándose aire con un abanico, cuando vio correr hacia la casa a dos de sus muchachos.
Estos subieron al porche y el más bajo de los dos anunció con voz jadeante:
—Fisher, Kirk Bates y otra media docena de hombres vienen hacia acá.
—Muy bien. Decid a vuestros compañeros que vengan y procurad que ninguno se olvide de traer los revólveres.
Los dos hombres bajaron del porche y Somerset prosiguió meciéndose.
Al cabo de un par de minutos, sus seis empleados estaban distribuidos en el porche y todos ellos tenían los revólveres en las fundas.
Oyóse una cabalgada y por lo alto de la colina de enfrente apareció Fisher y su tropa. Detuviéronse un momento en la cumbre mirando hacia la casa y finalmente se descolgaron por la ladera.
Somerset sacó el revólver y lo puso bajo un almohadón que había en una silla.
Fisher y Kirk Bates descabalgaron ante la casa, pero los demás jinetes continuaron en las sillas.
Somerset vio subir al porche a los dos hombres y sus labios sonrieron.
—¿Cómo van las cosas, señor Fisher?
El interpelado se rascó la mejilla derecha.
—No me puedo quejar, Somerset. Soy el único dueño del agua con que se pueden regar los campos de esta comarca.
—Sí, señor. Es un bonito negocio —asintió Somerset.
—Pero ocurre una cosa, Somerset. Hay tipos que se quieren aprovechar de la situación.
Somerset soltó una risotada.
—Tiene salidas muy buenas, señor Fisher. Usted se está llenando de plata gracias a su lago y dice que hay alguien que se está aprovechando.
—Sí, Somerset. Usted es ese tipo. Dejó de pagarme hace dos semanas. De modo que me he llegado aquí para cobrarle la cuota estipulada. Usted me liquida hasta el último centavo de los cien dólares, y se acabó.
—Le advertí a su debido tiempo que cincuenta dólares por semana era demasiado y como le he estado pagando seis meses, decidí dar por terminado el asunto. Ya me sacó bastante.
Fisher se echó a reír.
—No sabía que tuviese tantas agallas, Somerset.
Kirk Bates observó a los empleados de Somerset.
Todos ellos estaban relajados y sus manos colgaban junto a las pistolas.
Somerset se echó sobre el respaldo de la mecedora y de esta forma su mano quedó más cerca del almohadón bajo el que había escondido el revólver.
Fisher no había perdido el buen humor, a pesar de la respuesta que acababa de escuchar. Por el contrario, ahora rió con más ganas.
—Así que usted quiere dejar de pagar.
—Ya le pagué por todo el año —asintió Somerset—. Y ahora le agregaré otra cosa. Usted no tiene más remedio que conformarse porque el agua ha de pasar por mis tierras para llegar a los otros clientes suyos. ¿No es justo que yo cobre un derecho porque circule el agua por un terreno que es de mi propiedad?
—Es usted un tipo inteligente, Somerset.
—Gracias, Fisher. Creo que, en cierto modo, nuestros intereses son comunes. Usted les saca la pasta a los demás y a mí me deja tranquilo.
—No fue eso lo que dijo al principio. Usted consintió en pagar como los demás.
—A veces uno está mareado y no ve claras las cosas, pero ahora he podido darme cuenta del juego que se trae entre manos, y puesto que yo le sirvo de algo, es justo que usted también me ceda una porción de sus beneficios.
Hubo un silencio y luego Fisher dijo, mostrando las palmas de las manos:
—Está bien, Somerset. Comprendo que tiene razón. Después de todo, yo gano mucho dinero, y como usted mismo acaba de decir, mis aguas han de pasar por sus tierras para llegar a las de los primos que me van a convertir en millonario.
Somerset rió.
—Me imaginé que usted sería comprensivo. Después de todo, ¿qué vamos a adelantar con hacernos mutuamente la guerra?
—No hay más que hablar, Somerset. Me gusta reconocer los méritos de mis contrincantes y usted es un tipo que ha sabido enfocar bien el problema. —Fisher miró a su capataz—: Vámonos, Kirk. Aquí no tenemos nada que hacer.
Los dos hombres bajaron del porche lentamente y cada uno de ellos se dispuso a montar en el caballo.
Somerset reía hacia delante en la mecedora, y sus hombres sonreían también satisfechos y la mayoría de ellos había dejado ya de tomar precauciones. Uno se rascaba la nariz y otro hacía crujir los dedos.
Fue en este instante. Fisher y Bates ya habían trepado a las monturas. Desenfundaron los revólveres y sus muchachos los secundaron.
El porche pareció convertirse en un infierno.
A Somerset le entró una bala por la boca y su cabeza estalló.
El tipo que se rascaba la nariz recibió un picotazo en el pecho y bajó la mano para rascarse allí también, pero no pudo sacar la posta con la uña porque le había profundizado mucho en la carne, y entonces murió.
El fulano que se hacía crujir los dedos recibió dos plomos en el estómago. Durante unos segundos permaneció inmóvil y luego se derrumbó hacia atrás.
Un tercer empleado de Somerset recibió un balazo en el hombro y dio media vuelta y entonces cinco insectos de plomo le clavaron su aguijón desde la nuca hasta la espalda.
Los otros tres tipos que había arriba se contorsionaron espasmódicamente al ser alcanzados en distintas partes del cuerpo.
Todos se abatieron, quedando inmóviles, y ni uno solo de ellos había tenido oportunidad de sacar el revólver porque el ataque les había pillado de sorpresa.
—¡Alto, muchachos! —gritó Fisher, y los revólveres dejaron de graznar.
Cuando la nube de humo se disipó, pudieron ver el cuadro que se ofrecía a sus ojos.
Kirk Bates soltó una risotada.
—No ha quedado uno para contarlo.
—Esto servirá de escarmiento para todos —exclamó Fisher—. No consentiré que nadie se me rebele. A partir de ahora, el que quiera agua tendrá que pagarla.
—Cuando los demás rancheros se enteren de lo que ha pasado aquí, se comportarán como ovejitas de un rebaño obediente.
De pronto, por lo alto de la colina apareció un jinete que galopó furiosamente hacia el grupo.
—Es Joshua —anunció Kirk—. ¿A quién habrá visto que corre de esa forma?
El llamado Joshua dirigió una mirada al porche donde estaban los cadáveres.
—Ha sido un buen trabajo, jefe.
—¿Sólo has venido a felicitarme, Joshua? —dijo Fisher.
—Celebro que esto haya salido tan bien, porque lo otro resultó un fracaso.
—¿Lo otro...?
—Sandy v Budd están para criar gusanos.
—¿Cómo?
—Johnny Dead los convirtió en carroña.
Los ojos de Fisher centellearon.
—¡Maldito seas, Joshua! ¡No consiento que nadie me amargue este momento!
—Lo siento, pero es la verdad, jefe. Yo no estaba en el saloon donde sobrevino el duelo, pero sí hablé con Elmer, el de los patos. Me dijo que no había visto nada igual. Johnny Dead empujó hacia abajo la culata del revólver y sólo tuvo que enviar un par de plomos para despachar a Sandy y a Budd.
Kirk sacudió la cabeza.
—Oiga, jefe, todos nosotros estábamos en faena y quizás haya sido una suerte para nosotros eso de que Sandy y Budd no hayan acertado con ellos. Se me ocurre una idea estupenda. Nos largamos a la casa de Frederic Trent y ya puede estar seguro de que allí encontraremos a Johnny.
Fisher sopesó la propuesta un rato y por último decidió:
—Sí, Kirk. No puedo admitir que un solo tipo se burle de mí impunemente. Dead nos hizo una visita. Ahora se la devolveremos.
Kirk Bates soltó una risotada y seguidamente el grupo, capitaneado por Fisher, emprendió la marcha para acabar definitivamente con Johnny Dead.

CAPITULO IX

Johnny despertó al oír que el dormitorio se abría de golpe.
Instintivamente llevó la mano a la funda, pero quedó quieto al ver que en la estancia entraban Fisher, Bates y dos hombres revólver en mano y luego, detrás de ellos, apareció Frederic con los brazos en alto y otro fulano iba detrás de él apuntándole a la espina dorsal.
Fisher esbozaba una sonrisa de triunfo.
—Buenas tardes, señor Dead.
—¿Qué tal le va, Fisher? —repuso Johnny—. Esta sí que es una sorpresa. Anda, Frederic, prepara un poco de chocolate para nuestros amigos.
—Ahora voy —dijo Frederic, y giró sobre sus talones, pero no pudo dar un paso porque el hombre que lo amenazaba le clavó el cañón de su pistola en el estómago.
—Nada de chocolate, abuelo. Aquí sólo va a haber picatostes y nosotros seremos quienes los sirvamos.
Fisher lanzó una carcajada.
—Eso ha estado muy bien, Tommy. Recuérdamelo para que te aumente el sueldo en un par de dólares.
Johnny se frotó las manos.
—No me diga nada, Fisher. Usted quiere que me vaya de la comarca. Pero no hacía falta que se llegase aquí.
—¿No?
—Mi tío y yo decidimos levantar el campo. Ustedes son gente que no comprende a los inventores, así que Frederic y yo nos dejaremos caer por California, que es donde, según dicen, se han reunido todos los tontos del mundo.
Fisher movió la mano que apretaba el revólver.
—A mí no me le pega, Dead.
—No le comprendo.
—Usted es un tipo tozudo. Se ha propuesto arruinarme.
—Al parecer, utiliza una buena bola de cristal.
—La tengo aquí dentro —Fisher se tocó la cabeza mientras seguía esgrimiendo en sus labios una sonrisa de jactancia—. ¿Quiere saber lo que estoy viendo en ella ahora?
—No se quede con las ganas.
—Le veo a usted morir, Dead.
—¡Oh, no, se equivoca! No padezco enfermedad alguna. Me hice reconocer en El Paso y el doctor dijo que viviré hasta los cien años.
—Ese doctor era muy malo. Usted se va a morir hoy mismo.
—En ese caso, no tengo más remedio que llegarme a El Paso para pedir al doctor que me devuelva lo que me cobró por el examen. —Johnny se levantó, encaminándose hacia la puerta—. Hasta la vista, muchachos, y gracias por haberme abierto los ojos, Fisher.
Fisher hizo rechinar los dientes.
—Dé un solo paso, y me lo cargo aquí mismo.
Dead sonrió.
—¿Es que no sabe aguantar una broma?
—No soporto ninguna que venga de usted.
—Perdone, Fisher —dijo Johnny, y le tendió la mano para cambiar un apretón.
Naturalmente, Fisher no la tomó, pero Johnny aprovechó su momento para descargarle un golpe en la diestra armada.
Fisher se vino hacia delante, soltando un grito y entonces Johnny le sacudió un trallazo en el mentón.
Fisher cruzó limpiamente la estancia, derrumbando a su paso una silla y un viejo lavabo descascarillado.
Pero entonces Kirk Bates apuntó el centro del pecho de Dead.
—La ha hecho buena, muchacho. Ahora ya puede decir adiós a todas sus esperanzas.
—¿Me cree un ingenuo? —repuso Johnny—. Yo estaba sentenciado antes de que le cascase a Fisher. Ahora, aunque me vaya al otro mundo, por lo menos tengo la satisfacción de haberlo tumbado.
Fisher se puso en pie soltando espumarajos de sangre por la boca.
—¡Maldito sea, Dead!
Kirk sonrió.
—No he querido matarlo, jefe, porque quería darle ese gusto.
Uno de los sicarios devolvió el revólver a Fisher.
Frederic carraspeó fuertemente.
—Oigan, muchachos, tengo un invento en mi cobertizo que les gustará. Se trata del ojo mágico. Ustedes se asoman por él y verán cada fulana de aúpa. Lo he bautizado con el nombre de Las Mil y Una Noches. Dejémonos de peleas y vayamos a divertirnos un poco. Naturalmente, tampoco nos faltará el whisky.
Pero el abuelo comprendió que con sus palabras no adelantaba nada, ya que Fisher seguía presa de la ira.
Johnny se dijo que muy poco podía hacer por salvar su vida. Estaba listo, a un paso de la fosa.
Fisher alzó el revólver hasta detener el punto de mira en el pecho del joven.
Todos los presentes habían contenido el aliento.
Johnny se preparó para echar mano al revólver. Tenía la seguridad de que antes de que tocase la culata lo llenarían de plomo, pero si lograba vivir dos segundos se llevaría a Fisher como compañero de viaje.
De pronto Fisher se echó a reír.
—De modo que le interesaba el Pozo sin Fondo, ¿eh, Dead?
—Sí.
—Muy bien. Creo que le voy a dar una oportunidad para que sepa bien cómo es ese pozo.
—Es usted muy amable, Fisher.
—Espere a darme las gracias a que lleguemos allí.
—Puede usted jugar con mi vida si ese es su gusto, pero Frederic no tiene nada que ver con esto; él es un pobre viejo.
—Frederic es el responsable de que usted se llegase a esta comarca, de modo que él también lo va a pagar.
—Es usted un tirano sin entrañas, Fisher.
Kirk Bates se acercó al joven por detrás y le quitó el revólver.
—Andando, muchacho —dijo Fisher.
Minutos más tarde todos ellos cabalgaban en dirección al Pozo sin Fondo.
Estaban cruzando por un terreno escabroso cuando de pronto Frederic salió disparado hacia un costado.
Uno de los tipos sacó el revólver para disparar sobre el abuelo, pero Johnny se le echó encima y los hombres golpearon contra el suelo.
Fisher y todos los demás prestaron más atención al joven que al viejo que huía, ya que todos sabían cómo las gastaba Dead con un revólver en la mano y temieron que el joven se apoderase del arma de Joshua, que era justamente con quien se debatía en el polvo.
En unos pocos segundos, Frederic desapareció de la vista de los componentes del grupo.
Fisher y Bates y todos los demás tenían los revólveres en la mano, listos para disparar en cuanto Johnny atrapase el Colt de Joshua. Lo que ellos ignoraban era que Johnny no hacía nada por hacerse con el arma, ya que sabía lo que pasaría en cuanto se apoderase de ella. Había trabado a Joshua y no hacía más que dar vueltas con él en el polvo para atraer la atención de Fisher. Cuanto más tiempo durase aquella pelea, más probabilidades tendría Frederic de establecer una distancia entre él y sus posibles perseguidores.
Finalmente, Fisher lanzó una risotada.
—¿Qué te pasa, Dead? Ni siquiera puedes con un pequeñajo como Joshua.
Johnny se dijo que la mejor forma de acabar con aquello era dejándose pegar por Joshua. Le dejó un brazo suelto e instantáneamente el forajido le incrustó el puño en el pómulo.
Johnny dio dos vueltas en el polvo y quedó de bruces, inmóvil.
Joshua se levantó escupiendo maldiciones.
—Déjeme que lo cosa, jefe —dijo rabioso.
—No, Joshua —repuso Fisher—. Le he preparado un final mucho mejor y apuesto a que todos lo encontraréis divertido.
Kirk Bates preguntó:
—¿Qué hay con el viejo?
—¿Para qué preocuparse por él? Seguro que no deja de correr hasta llegar al océano Pacífico. Pero si se queda, lo pagará.
Johnny sacudió la cabeza, quedando sentado en el suelo.
Fisher le señaló su caballo.
—Anda, muchacho, vuelve a la silla y será mejor que te olvides de tu papel de héroe hasta que lleguemos al Pozo sin Fondo. Entonces tendrás una oportunidad de demostrar lo listo que eres.
Johnny volvió a la silla y ahora fue rodeado por todos los hombres de Fisher para no darle opción a un intento de fuga.
Una vez en el Pozo sin Fondo, pusieron pie en tierra. Fisher tomó una piedra y la arrojó por el agujero.
Transcurrió un buen rato antes de que se produjese el chasquido de la piedra indicador de que había llegado al fondo.
—Bonito, ¿eh, Dead? —dijo Fisher.
—La mar de emocionante —murmuró Johnny sarcástico.
—Usted va a hacer de piedra.
—¿Quiere decir que me va a tirar a ese hoyo?
—Sí, pero lo vamos a hacer de una forma distinta. Si yo le arrojase de cabeza, moriría ahora mismo y se nos acabaría la diversión. He prometido ofrecerles a mis muchachos un buen espectáculo.
—Lo celebro.
—Lo vamos a colgar de una cuerda de cáñamo, ¿entendido? Estará suspendido durante un par de horas y cuando a Kirk le parezca, cortará la cuerda y usted se irá abajo.
—Demonios, es usted un tipo con buenos sentimientos.
—Adelante, Kirk —dijo Fisher.
Bates cogió su cuerda de cáñamo y acercóse a Johnny. Este se preparó para saltar sobre él. Sabía bien que en cuanto lo hubiesen metido dentro del pozo su vida no valdría un centavo.
Pero Fisher comprendió su intención y entonces le apuntó con su revólver.
—Si ofrece resistencia a que Kirk lo ate, le balearé las piernas. ¿Lo oye? Sólo las piernas.
Johnny llegó a la conclusión de que era preferible estar suspendido en el pozo entero que con las piernas rotas, y alargó sus brazos a Kirk, el cual lo ató rápidamente.
Los hombres empezaron a reír haciendo comentarios acerca de lo original que era el jefe. Finalmente, Kirk anudó el otro extremo de la soga de cáñamo a una roca que había cerca del pozo.
Johnny se pasó las manos trabadas por la frente.
—Oiga, Fisher; antes de que me descuelgue quiero decirle la opinión que me merece, ya que cometí un error.
—¿Sí?
—Sí, señor, me he equivocado. Pensé que era usted muy mal tipo, pero ahora debo rectificar —Johnny hizo una pausa—. Usted es el mayor hijo de perra con que me he tropezado en toda mi vida.
Fisher rugió:
—¡Abajo con él, Kirk!
Kirk a su vez hizo una señal a tres de los muchachos para que le ayudasen a descolgar a Johnny por el pozo.
Los tipos enfundaron los revólveres para llevar a cabo su misión.
Johnny los dejó llegar mirando al suelo, como si estuviese conforme con su suerte. Tenía las manos trabadas y nada podía hacer con ellas, pero sus pies seguían sueltos.
Cuando los forajidos llegaban a su lado, disparó un patadón al bajo vientre de uno de ellos y el tipo se vino abajo lanzando aullidos de dolor. Luego Johnny levantó los brazos y los descargó sobre la cara de otro, el cual también se derrumbó de rodillas en el polvo.
Pero entonces Bates, que no había guardado el revólver, pegó un culatazo en la nuca de Johnny, el cual estuvo a punto de perder el conocimiento.
Sintióse zarandeado y se dio cuenta de que ya lo estaban descolgando por el pozo.
Movió la cabeza de un lado a otro intentando recuperarse y cuando al fin recobró la visibilidad, vio arriba las cabezas de aquellos canallas.
—Espero que se divierta mucho, Dead —dijo Fisher—. Sólo le quiero pedir un favor. Cuando empiece a agonizar, recuerde que Conrad Fisher es invencible.
Kirk, que era quien manejaba el lazo, soltó un gran trozo de éste y Johnny se fue hacia el fondo, pero luego el capataz frenó bruscamente la caída y el joven tuvo la impresión de que sus brazos se iban a romper. Apretó los dientes de rabia y dolor, sintiendo que su cuerpo transpiraba por todos sus poros.
Continuó descendiendo y al final el agujero de arriba quedó muy pequeño. A su alrededor sólo había tinieblas.
Entonces le llegó amplificada la voz de Fisher.
—Quedaréis aquí permanentemente seis hombres. Ya lo sabes, Kirk; cuando quieras, corta la soga y John Dead irá a parar al agua por la que tanto interés mostró.
—Ha sido un buen réquiem —dijo Kirk, y rió a mandíbula batiente.

CAPITULO X

Johnny ya había acostumbrado sus ojos a la oscuridad. A un par de metros por encima de su cabeza descubrió el saliente de una roca. Allá arriba, en el agujero, ahora no había ninguna cabeza.
Empezó a balancearse suavemente, a un lado y a otro. Entonces vio ante sí una oquedad.
El éxito era muy difícil de lograr, pero debía intentarlo. Si conseguía cortar la cuerda en la arista, había alguna posibilidad de que cayese en la cueva que había enfrente. También podía trepar por la cuerda, pero eso le costaría mucho sudor y no adelantaría nada, porque, cuando llegase a lo alto, otra vez lo arrojarían al fondo y entonces no tendría fuerzas para nada.
Después de haber pensado en ambas soluciones, se decidió por la primera.
Siguió balanceándose, y tal como había supuesto, la cuerda de cáñamo rozó contra la arista de la roca. Como él estaba suspendido en el vacío, el roce era muy fuerte. Más tarde, pensó en ayudarse de otra forma. Si lograba descansar en la plataforma podría romper la cuerda con mayor facilidad.
Falló en los cuatro primeros intentos, pero a la quinta logró mantener los pies allí, clavando las punteras en el resquicio de las rocas.
Sabía que de un momento a otro se volvería a vencer hacia el vacío, de modo que puso tirante la cuerda y movió los brazos a derecha e izquierda rozando la soga contra el filo de la piedra. Se descolgó de nuevo, pero a poco regresó a la plataforma y otra vez se dedicó al trabajo.
Se daba cuenta de cuál era el peligro. Si la cuerda se rompía en el viaje de ida, se iría al fondo del pozo.
Cuando ya faltaban muy pocas pulgadas de soga para que ésta quedase cortada, no pudo aguantar más sobre sus pies y su cuerpo osciló en el vacío. Al regreso sintió cómo la cuerda se deshacía. Encogió las piernas todo lo que pudo y se dio más impulso.
Entonces oyó un crujido y supo que se había descolgado. Por un momento creyó que fallaría, pero luego golpeó la cadera en la roca y dio una vuelta sobre sí mismo metiéndose en la cueva. Tuvo que permanecer un rato quieto porque había trabajado mucho. Finalmente, cuando recuperó el resuello, se puso a frotar contra la arista de las piedras la cuerda que le trababa las manos.
Al cabo de otro rato estuvo libre.
Echó una mirada a la gruta y vio el interior de ésta lleno de oscuridad.
¿Qué había adelantado con eso? Ahora no iba a morir porque le cortasen la cuerda y él fuese a parar al agua, sino porque allí se encontraba solo, envuelto en las tinieblas, y era como si fuese su tumba.
Kirk Bates estaba sentado en una piedra cerca del agujero del pozo. Cinco hombres se habían quedado con él, pero Fisher había regresado al rancho.
Uno de los chicos soltó una risita por lo bajo.
—Ese Johnny Dead lo debe estar pasando muy bien.
—No me gustaría estar en su pellejo —dijo otro.
Kirk Bates mojó con saliva el cigarrillo que acababa de liar.
—Lo único que siento es no haber podido enfrentarme con él. Ese tipo me venía a la medida.
Joshua cabeceó.
—Se ve que es flojo con los puños, pero por la forma que acabó con Sandy y Gudd el muy bastardo debe saber bien lo que es un revólver.
En ese instante oyeron una voz procedente de la hondonada que había a la derecha.
Los seis fulanos se revolvieron como centellas, llevando la mano a la funda, pero ninguno de ellos se atrevió a sacar el revólver.
Allá enfrente estaba Frederic Trent con un extraño objeto en la mano. Era una especie de cañón de mano en cuya boca cabía un puño.
Bates se echó a reír.
—Eh, abuelo, ¿qué es eso?
—Yo le llamo la Guillotina.
—¿Por qué?
—Porque corta cabezas.
—No diga tonterías.
—Si queréis hacer la prueba, sólo tenéis que moveros una pulgada.
Kirk Bates titubeó unos instantes.
—Bueno, muchachos; ¿qué os parece si sacamos todos a una?
Frederic movió su artefacto en abanico mientras decía desafiante:
—Vamos, muchachos, ánimo. ¿Quién de vosotros es el guapo que quiere pasar por la prueba? La Guillotina está deseosa de probar su eficacia.
La actitud resuelta del viejo ganó la moral de los forajidos, ya que ninguno de ellos se atrevió a desenfundar.
Entonces Frederic subió la hondonada y miró a los truhanes con los ojos brillantes de regocijo.
—Ya sabía yo que érais un hatajo de cobardes. Basta con que se os amenace como yo lo hago ahora, para que todo vuestro valor quede reducido a nada.
Kirk Bates dijo:
—Has hecho mal en volver, abuelo.
—¿Sí?
—Debió largarse cuando le dimos la oportunidad.
—Vamos, Bates, levántate y tira de esa cuerda que hay dentro del pozo.
—Renuncie a esa idea.
—De prisa, Bates, o te juro que te decapito.
Kirk cogió la cuerda de cáñamo y empezó a tirar.
—Eh, ¿qué pasa aquí? —dijo.
—¿Qué es? —inquirió Frederic.
Bates tiró muy aprisa de la cuerda hasta que finalmente apareció el otro extremo.
—¡Demonios! ¡Esto sólo quiere decir una cosa: John Dead ha pasado a mejor vida!
Miró por el rabillo del ojo al abuelo y vio la impresión que en él producían sus palabras. Era su mejor momento para acabar con él porque efectivamente Frederic, anonadado, bajó su arcabuz.
Kirk desenfundó como una centella y se dispuso a disparar contra el abuelo, pero en eso una piedra golpeó contra su cabeza y se vino hacia adelante lanzando un grito.
—¡Cuidado, Frederic! —gritó Johnny Dead desde cuatro yardas de distancia—. ¡No lo pierdas de vista!
El viejo se sintió renacer y después de dirigir una mirada rápida al joven, levantó de nuevo su artefacto.
—¡Todo el mundo más quieto que una estatua!
Johnny se acercó al cuerpo inanimado de Kirk y apoderóse del revólver que el capataz había dejado caer en el suelo.
Los otros pistoleros miraron al joven como si fuese un aparecido.
—¡Eh, chico! —dijo Frederic—. ¿Cómo has conseguido salir de ese agujero?
—Te lo contaré más tarde. Estos muchachos y yo tenemos unas cuentas pendientes —fijó los ojos en Joshua—. Ven aquí, chico.
—No me irá a pegar, ¿eh? Usted tiene una pistola.
—No te preocupes por eso. —Johnny devolvió el arma a su funda—. Anda, ya estamos cara a cara.
Joshua pensó que el joven era poco enemigo y se lanzó sobre él disparándole el puño a la cara. Johnny lo frenó en seco, golpeándole suavemente el maxilar inferior y luego le estrelló la derecha entre los dos ojos.
Joshua rodó como una pelota y quedó inmóvil.
Johnny cometió un error al no vigilar a Kirk Bates, el cual ahora echó mano al otro revólver que le había quedado en la funda.
—¡Cuidado, Johnny! —gritó Frederic.
Johnny pegó un salto y cuando cruzaba el aire apretó el gatillo del revólver sin sacarlo de la funda.
Todo fue simultáneo, ya que, a la voz de Frederic, los otros forajidos también empezaron a tirar del revólver.
El primer proyectil que salió del Colt de Johnny dejó tuerto a Kirk Bates, justamente del ojo izquierdo, y después de dejarlo tuerto, lo dejó muerto, que fue lo peor.
Con ello Johnny no terminó su trabajo, sino que continuó su labor de limpieza.
Envió tres plomos que repartió equitativamente entre otros tantos tipos. Los individuos en cuestión decidieron correrse una juerga en el infierno y los tres se fueron con Kirk Bates.
El otro forajido dejó caer el revólver.
—¡No tire, Dead!
Johnny se puso en pie cuando Joshua recuperaba el sentido y miró a Frederic.
—¿Qué te ha pasado, tío? ¿Por qué infiernos no les enviaste una andanada con tu arma mortífera?
Frederic compuso una cara de circunstancias.
—No es un arma mortífera, sobrino, sino un aparato para hacer ensaladas.
—¿Cómo?
Frederic mostró su artefacto por su parte central, donde tenía otra embocadura.
—Por aquí meto el pepino, el tomate y cualquier otra cosa que se vaya a utilizar para hacer la ensalada. Luego, le doy al manubrio —Frederic acompañó sus palabras haciendo girar lo que desde lejos había parecido el gatillo.
Por la boca del aparato empezó a salir un líquido rojizo.
—Son los restos del tomate que empleé para hacer mi última ensalada.
—Eres un temerario, tío —rió Johnny—. Cualquiera de los pistoleros te pudo volar la cabeza.
—Soy un tipo con suerte.
John amenazó a Joshua y al otro fulano.
—Bien, chicos; os voy a dar el mismo trato que Fisher quería para mí.
Los dos forajidos compusieron un gesto de pánico.
—No puede estar hablándonos en serio, señor Dead —dijo Joshua—. Tim y yo somos buenos chicos. No tenemos culpa de lo que Fisher decidiese hacer con usted. Nosotros tenemos que obedecer.
—Vamos, Joshua; al pozo, os tiraréis de cabeza a la voz de mando.
Joshua se dejó caer de rodillas en el suelo.
—¡No lo haga, señor Dead!
Su compañero lo imitó implorante.
—Denos una oportunidad, señor Dead.
—¿Para qué?
—Nos largaremos de la región.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
—¿Queréis prometerme que ni siquiera os llegaréis al rancho de Fisher?
—Ya puede estar seguro de ello —dijo Joshua.
—Quítales los revólveres, tío.
Frederic los desarmó y entonces Johnny les hizo una señal con la cabeza.
—¡A los caballos! Y lo dicho, olvidaos de Jacoma, de Fisher y de todo lo demás. Si vuelvo a encontrarme con vosotros en este lugar, ya podéis estar seguros de que al minuto tendréis necesidad de una caja de pino.
Joshua y su compinche saltaron sobre sus monturas y alejáronse del Pozo sin Fondo
Frederic se acercó a Johnny, rascándole por detrás de una oreja.
—Oye, chico, ¿cómo has logrado salir de ese agujero?
Johnny contó de qué forma había logrado cortar la cuerda y luego agregó:
—Seguí por una gruta hasta que de pronto descubrí un poco de luz. Trepé por las paredes y con un poco de paciencia ensanché el agujero.
—Menos mal que tuviste suerte. Yo solo no habría conseguido nada. Kirk Bates me hubiese matado de no ser por ti.
—Confieso que fue milagroso el que pudiese salir de este encierro, pero todavía no sabes lo mejor, tío. El descubrimiento de ese camino ignorado supone que podremos sacar el agua con la mitad del esfuerzo que habría costado antes. Instalaremos nuestra bomba en la plataforma donde fui a parar y luego conduciremos el agua a través de la gruta hasta el agujero por donde yo volví a la superficie.
—¡Infiernos, muchacho...! ¡Eso es estupendo...! ¡Y apuesto a que el Pozo sin Fondo es el manantial más grande de todo Nuevo México! Estoy seguro de que cuando le explique a Mauren tu hallazgo, estará dispuesta a hablar por nosotros a los rancheros, y si no nos creen, bastará con que les mostremos el nuevo camino que conduce al manantial.
—Ve tú al pueblo, tío. Yo iré después.
—¿Qué infiernos te pasa? ¿Es que no quieres acompañarme?
—Yo tengo otra cosa más importante que hacer. Acabar con Fisher.
—¡No, Johnny! ¡Eso es una locura!
Pero Johnny Dead montó en la silla y sin agregar nada más, se alejó de Frederic.

CAPITULO XI

Conrad Fisher atrajo contra sí a Lolita Mendoza.
—¿Te das cuenta, nena? Así es cómo acabo yo con mis enemigos. Somerset y su pandilla se han ido al infierno y ese entrometido de Johnny Dead cuelga en el Pozo sin Fondo y estará deseando mil veces la muerte.
Lolita Mendoza acababa de cumplir recientemente los veintitrés años de edad y era un fruto en sazón, de piel muy morena, ojos grandes y pechos abundantes. Su cara poseía la picardía a toneladas. Cubríase con una blusa de escote redondo y una falda de amplio vuelo, y conforme a su costumbre, andaba descalza. Grandes aretes le colgaban de las orejas.
—Eres todo un tipo —dijo, y se dejó besar por Conrad.
—A partir de ahora, no habrá nadie que me tosa en toda la comarca. ¿Lo entiendes? Nadie.
Ella le pasó la mano por la cabeza. Lolita era muy sabia. Su vida y su temperamento le habían hecho así. No en vano se fugó de su casa con un deshollinador cuando no había cumplido todavía los dieciséis años.
—¡Oh, Conrad...! ¡Qué seductor eres...!
No; no estaba enamorada de Fisher, pero Fisher poseía mucho dinero, y lo que era más interesante, iba a poseer mucho más. Eso significaba para ella la seguridad. Ya había corrido bastantes aventuras durante aquellos años transcurridos desde que abandonó el hogar. Ahora tenía la gran oportunidad de convertirse en una gran señora.
Lo besó otra vez y sintió cómo el corazón de Conrad galopaba.
—Oh, querido... ¿Te casarás conmigo?
—Sí, nena.
Lolita ronroneó como una gata satisfecha. Al fin iba a alcanzar la victoria. Sería la señora de Fisher.
De pronto la puerta se abrió de golpe.
Fisher pegó un respingo y empezó a escupir maldiciones mientras apartaba a un lado a Lolita. Juró para sus adentros que mataría al individuo que acababa de interrumpir su idilio y, en consecuencia, echó mano al revólver.
Pero no llegó a desenfundar porque quedóse perplejo al contemplar a las dos personas que había allí apoyadas en la jamba de cada lado.
Eran nada menos que Willy Spring y Mike Royd. Willy Spring era rubio, de mediana estatura, mentón cuadrado y ojos muy verdosos. Sus labios parecían sonreír irónicamente.
Mike Royd era moreno, de cabello rizado, frente ancha y ojos azules. Llevaba un sombrero muy característico, negro, de copa baja y ala ancha, recta. Mike se lo echaba sobre la nuca y constantemente tenía un par de rizos del cabello sobre la frente. Era un tipo engreído con las mujeres. Se preciaba de conquistarlas a todas, sin excepción.
Willy Spring miraba fijamente a Fisher, pero en cambio Mike Royd no apartaba los ojos de la mexicana, justificando sus encantos.
Fisher trocó su gesto de sorpresa por una sonrisa.
Nadie había hablado hasta entonces. Lolita también se había vuelto hacia la puerta y, tras observar apenas un segundo a Willy Spring, sus ojos también se habían detenido en la figura de aquel hombre guapo, de Mike Royd.
Fue Willy quien rompió el silencio.
—¿Viste qué escena tan emocionante, Mike?
—Sí, la vi —asintió Mike, y agregó, sin apartar la mirada de la figura grácil de Lolita—: y me gustó.
—Hola, muchachos —saludó Conrad.
Willy Spring sacudió la cabeza.
—¿Cómo estás, Conrad?
—Perfectamente. ¿Y vosotros?
—La mar de bien.
—¿No ha venido tu hermano contigo, Willy?
—No. Rocky no pudo venir. Lo liquidaron hace tres meses en Dodge. Ahora hay un sheriff, Earp, que ha resultado un sabueso.
—¡Cuánto lo siento!
Willy Spring miró con ojos acuosos la cara de Fisher. Sin apenas mover los labios, dijo:
—Acabemos con el protocolo, hijo de perra.
La cara de Fisher empezó a enrojecer.
—No está bien que digas eso, Willy.
—Tienes unos oídos muy delicados, ¿eh, Conrad? Pero da la casualidad de que estoy diciendo lo que tú eres. Un bastardo.
—Yo agregaría algo más —habló Mike Royd—. Es un bicho al que yo le voy a pisar el rabo.
Conrad se pasó la lengua por los labios y forzó una sonrisa.
—Ya os comprendo, muchachos. Acabo de recordar nuestro último trabajo, y apuesto a que creéis que os dejé plantados... Infiernos, ¿cómo podéis pensar eso de mí?
Willy Spring dijo:
—Mike y yo acudimos al lugar donde nos citaste y allá estuvimos un par de días esperándote.
—No pude reunirme con vosotros. Si lo hubiese hecho, ahora los tres estaríamos muertos.
—¿Sí?
—El sheriff de Lawrence me seguía con una buena jauría y yo pensé que si me dirigía al lugar convenido sería como meterse en una trampa. Los dejé que me siguiesen la pista durante unos días, pero luego, cuando estuve bastante lejos de vosotros, los despisté.
Hubo una pausa y Willy Spring dijo:
—¿Lo oyes, Mike? Después de todo, debemos la vida al pobre Fisher. El hecho de que se llevase un botín de veinticinco mil dólares no importa. Sólo dejó de acudir a la cita porque quería nuestra seguridad.
Mike Royd sacudió la cabeza.
—Muy bien. Si él lo dice, tendremos que creerle. Ahora solamente tiene que cotizar ocho mil dólares a cada uno y se acabó.
Conrad Fisher maldijo para sus adentros. Siempre había conservado la esperanza de que Willy Spring y Mike Royd hubiesen muerto durante el transcurso de los cinco años que los separaban del día en que cometieron el asalto al banco de Lawrence. Era lo más fácil, ya que los dos tipos siempre estaban a la gresca. Probablemente, no pasarían veinticuatro horas en que no se batiesen con alguien, pero allá estaban en su propia casa, y habían venido dispuestos a llevarse lo que les pertenecía.
¿O pretenderían llevarse algo más ahora que habían dado con él?
Aquel maldito de Mike Royd había puesto los ojos en Lolita y no los apartaba de ella, como si la muchacha lo hubiese hipnotizado.
Willy entró en la estancia e hizo una señal con la cabeza a Mike, el cual también se puso en movimiento.
Willy Spring dirigió una mirada en su torno.
—Tienes una buena choza, Conrad.
—La compré.
—Eres un tipo con mucha suerte.
—Gracias.
—Antes estuvimos en el pueblo. Tiene un nombre muy gracioso, Jacoma. Nos encontramos con un tipo hablador y él nos informó de ciertas cosas que resultaron muy interesantes.
Fisher se removió inquieto en la silla. Su premonición resultaba cierta. Willy y Mike no habían ido allí solamente por su parte del botín de Lawrence. Querían mucho más.
—Sí, señor —dijo Willy Spring—. Eres un tipo con buena estrella, Fisher. Resulta que tienes toda el agua de la región y la vendes al precio que quieres.
—No creas que es un negocio como para volverse loco. La gente de aquí es pobre.
—Sí, pero tú estás dispuesto a dejarlos sin zapatos.
Hubo un silencio, y luego, Willy Spring soltó una risotada celebrando su salida.
Mike Royd no parecía muy interesado en aquel diálogo. Seguía mirando a Lolita, la cual, con un brazo en jarras, parecía retarlo.
Mike alargó la mano y pasó la yema del dedo por la piel del hombro femenino. Conrad saltó de la silla.
—¡No la toques, Mike!
Mike miró a Fisher y le mostró en una sonrisa sus dientes parejos, muy blancos.
—Quería cerciorarme de que su color era natural. He visto fulanas morenas de piel aparentemente muy tostada, pero lo que les pasaba a ellas era que necesitaban un buen baño. La de esa chica es limpia, Fisher.
Lolita Mendoza había retrocedido porque temió en un principio que los dos hombres se liasen a tiros. Fisher y Mike mantuvieron un duelo con los ojos.
Fue Willy Spring quien habló otra vez:
—Vamos, muchachos, ¿es que vais a pelear ahora? Hoy debe ser un día de alegría para todos. Los antiguos socios se acaban de encontrar, y eso significará que todos ellos van a ganar mucha plata.
Conrad entrecerró las pupilas.
—¿Qué es lo que pretendes, Willy?
—Estoy pensando que nosotros formamos una sociedad.
—Sólo la hicimos para asaltar el banco de Lawrence.
—¿Quién dijo eso? —sonrió Willy.
Conrad no contestó a eso y Willy prosiguió:
—Una sociedad no se rompe mientras los socios estén de acuerdo. Nosotros no tuvimos una ocasión para hablar desde que nos separamos después de lo de Lawrence, así que todo lo que es de un socio pertenece a los demás. Eso está tan claro como el agua, ¿verdad, Mike?
—Desde luego, Willy.
—¿Qué tienes tú, Mike?
—Tengo treinta y cinco dólares, un caballo, dos pistolas y la ropa que llevo encima.
—Ya lo has oído, Conrad —repuso Willy—. Todo lo de Mike es tuyo también. —Hizo una pausa—. En cuanto a mí, poseo doscientos cincuenta dólares, dos camisas, dos revólveres, un rifle, un caballo y lo que llevo encima. También es tuyo, Conrad.
—Gracias. Sois muy generosos.
Willy sonrió.
—Ahora sólo falta que el tercer socio nos diga lo que tiene él.
Fisher apretó los labios. Por un momento cruzó por su mente la idea de desenfundar y coser a tiros a sus antiguos cómplices, pero Willy Spring y Mike, como si hubiesen adivinado su pensamiento, cerraron y abrieron las manos y eso quería decir que estaban listos para sacar.
—Estamos esperando, Conrad —le recordó Willy.
Fisher se dijo que lo mejor era mostrarse afable con ellos. ¿No los engañó una vez? Volvería a hacerlo sin lugar a dudas. Ellos eran más rápidos con la pistola, pero los desafiaba a que fuesen más inteligentes. Se aclaró la garganta y dijo:
—Poseo esta casa, cuarenta y cinco mil dólares en el banco, una veintena de caballos, un equipo integrado por quince hombres, tres carros, dos mil acres de terreno y un lago que recoge las aguas que proceden del deshielo de las montañas que lo circundan.
—Eso está bien —dijo Willy Spring—, ¿verdad, Mike?
Mike ladeó la cabeza.
—Se ha olvidado de algo.
—¿De qué? —preguntó Fisher.
—Posee también una mujer.
Conrad Fisher proyectó el maxilar interior hacia delante.
—Hay cosas que uno no puede compartir.
Lolita encontraba todo aquello muy divertido, y sus labios sonreían. Era gracioso aquel tipo, Mike Royd, y muy guapo.
Mike ya se había dado cuenta del efecto favorable que producía en la joven, de modo que se dijo que podía ceder en aquel punto para que Fisher se conformase.
—Está bien, Conrad. No vamos a pelear por ella.
Willy Spring se frotó las manos.
—Otra vez juntos los tres. ¡Qué gran pandilla formamos...! Sí, señor, apuesto a que en esta ocasión llegamos mucho más lejos que en Lawrence.
La puerta se abrió otra vez, y Joshua entró lleno de sudor, respirando entre jadeos.
Conrad pegó con el puño en la mesa.
—¿Qué te pasa, Joshua? ¿Por qué no has llamado a la puerta?
Joshua tragó dos bocanadas de aire y dijo:
—Johnny Dead se escapó del pozo, jefe.
—¡No puede ser!
—Sí, jefe, pero eso no fue lo peor. Se cargó a cuatro, incluido Kirk Bates.
Fisher dio la vuelta a la mesa y abofeteó a Joshua en la cara.
—¡Maldita pandilla de inútiles...!
—Lo siento, jefe, pero sólo escapamos Tim y yo. Johnny nos hizo prometer que abandonaríamos la comarca y eso fue lo que hizo Tim. No pude convencerle. ¿Se da cuenta? Soy un tipo que sabe ser fiel a su amo.
Willy Spring preguntó:
—¿Qué pasa con ese Johnny Dead?
Conrad miró a sus dos socios y se dijo que realmente era un hombre afortunado. Willy Spring y Mike Royd lograrían lo que no le había sido posible a nadie hasta ahora: liquidar a Johnny Dead.
—Os contaré la historia —dijo, y empezó a contarla.

CAPITULO XII

—Te aseguro que todo es cierto, muchacha —decía Frederic a Mauren Meeker.
—¿Por qué ha consentido usted que él solo se marche al rancho de Fisher? Lo convertirán en un colador.
—¿Crees tú que podía evitar que él hiciese lo que le diese la gana?
—Sí, tiene usted razón —dijo la joven—. Vamos a contárselo todo al sheriff Cramer. El nos ayudará.
Salieron del almacén y echaron a andar por el entarimado. Poco después se introducían en la oficina del sheriff.
Cramer levantó la mirada del diario que leía tras de su mesa, y al descubrir a Frederic, arrugó la nariz.
—Te dije que no quería verte por aquí, abuelo.
—Es a mí a quien va a escuchar —dijo Mauren.
—¿Una nueva denuncia contra este tipo y Johnny Dead?
—Se refiere a ellos, desde luego, pero no se trata de una denuncia. Hemos de ayudar a Johnny Dead.
—¿Cómo? Repite eso. Desde que ocurrió la explosión de cierto pájaro volador se me ha endurecido el oído —aquí el sheriff dedicó una aviesa mirada al viejo.
—Lo oyó bien, autoridad —dijo Mauren—. Johnny Dead está en un apuro.
El sheriff soltó una risotada.
—Estupendo. Ya era hora de que ese muchacho sudase un poco. Hasta ahora siempre cobró ventaja.
—No hable hasta saber lo que ha hecho por nosotros.
—Conozco perfectamente lo que ha hecho. Me ha originado más conflictos en un par de días que todos los que se han registrado en Jacoma el año pasado.
Mauren, con voz paciente, hizo un relato de todo lo que había sabido por boca de Frederic Trent.
El sheriff la escuchó pacientemente y luego dijo:
—Lo siento, pero no puedo hacer nada.
—¿Quién dice que no? —repuso la muchacha, indignada—. Su deber es proteger la vida de los ciudadanos.
—Exactamente. Y Johnny Dead no es ningún ciudadano de Jacoma.
—¿Es que no se ha metido en la cabeza que Johnny se ha jugado la piel para acabar con las injusticias de Fisher? ¿Qué clase de representante de la ley es usted?
El sheriff tragó saliva.
—Oye, muchacha; hay cosas que uno no está obligado a hacer y una de ellas es la de morir.
—Usted no se va a morir, sheriff. Johnny es un hombre que sabe manejar bien la pistola, como ya lo ha probado en el pueblo.
El sheriff dio un suspiro.
—No lo sabes todo, Mauren.
—¿Qué es lo que me falta por conocer, señor Cramer?
—Esta vez Johnny fracasará irremediablemente.
—Estoy segura de que cuando Johnny y Fisher se encuentren, Dead saldrá vencedor.
—Yo también apostaría por Johnny Dead si se ventilase un duelo entre los dos, pero da la casualidad de que Fisher ahora tiene una media docena de hombres de clase especial y dos de ellos son los peores tipos que corretean por el Oeste.
—¿De quiénes habla, sheriff?
—De Willy Spring y de Mike Royd.
Frederic dio un respingo.
—Debe de estar equivocado, sheriff.
—Desgraciadamente, no hay ninguna duda. Yo mismo los vi con mis propios ojos. Pasaron por la calle Mayor y no iban solos. Les seguían cuatro hombres. Spring preguntó al viejo Elmer por la ubicación del rancho de Fisher, y hacia allá se fueron.
Frederic se dejó caer en una silla como si lo hubiesen acogotado.
—¡Pobre Johnny! Nunca lo volveremos a ver vivo.
El sheriff también cabeceó.
—Lo único que podemos hacer es celebrar un buen funeral por el eterno descanso de su alma. Yo mismo sacaré mi traje nuevo para ese acontecimiento, y apuesto a que el alcalde Hunter suelta el mejor discurso de su vida. Diré a todo el mundo lo que Johnny Dead quiso hacer por todos los rancheros de la comarca de Jacoma.
Mauren pegó una patada en el suelo.
—¿Qué clase de tipos son ustedes?
El sheriff y Trent alzaron los ojos.
Mauren parecía una fiera dispuesta a iniciar la pelea.
—¡Ya están entonando el réquiem por Johnny Dead, pero él todavía no está muerto!
—Lo siento, pequeña —dijo el sheriff—. Pero es seguro que el muchacho ya ha quedado para criar margaritas.
—Pero supongan que lo tienen acorralado, que todavía vive. ¡No se queden ahí quietos!
—¿Es que no lo has oído, Mauren? ¡Se trata de Mike Royd y Willy Spring!
—¿Y qué?
—Son dos asesinos cuya crueldad es famosa en no menos de seis estados.
—A mí me importa un rábano lo que esos hombres sean. Sólo sé que Johnny Dead no ha vacilado en poner en riesgo su vida por acabar con las injusticias de Fisher, y, después de todo, él no tenía ningún interés en el asunto, porque no es ningún ranchero.
Se hizo un silencio en la estancia. Frederic se pellizcaba nervioso el mentón.
—Si yo pudiese echar mano a alguno de mis inventos...
—Claro que sí —contestó, sarcástica, la joven—. Esperaremos a que a usted se le ocurra cualquier cosa para ir en auxilio de Johnny. ¡Pero yo no estoy dispuesta a esperar!
La joven caminó hacia un armario, el cual abrió. Dentro había media docena de rifles y cinturones canana. Se puso uno de éstos y cogió un rifle.
—Eh, muchacha, ¿qué es lo que haces? —gritó el sheriff,
—Ya lo ven. Me voy al rancho de Fisher.
—No puedo creer que hagas eso. Esos tipos no respetan a las mujeres.
—No voy a pedir que me respeten.
—Si te cazan, tu final no va a ser la muerte, Mauren. Esos fulanos tienen poco escrúpulos y antes de darte muerte se propasarán.
Los ojos de la joven despidieron chispas de furia.
—¡Que lo intenten si son capaces!
Luego dio media vuelta y echó a andar con decisión hacia la puerta. El sheriff dio un salto y le interceptó el camino.
—¡No voy a consentir que te suicides, muchacha!
Mauren preguntó:
—¿Está cargado este rifle, sheriff!
—Desde luego. Siempre los dejo preparados.
La joven le apuntó con el arma.
—Muy bien, autoridad. Entonces quítese en seguida de en medio o disparo.
El dedo índice de la muchacha se curvó en el gatillo.
—¡No te atreverás! —dijo el sheriff.
—Voy a contar hasta tres, señor Cramer. No diga que no le avisé. Uno...
—¡Quédate aquí, Mauren! ¡Por lo que más quieras! —gritó el sheriff.
—Dos...
Cramer pegó un bote dejando el paso libre.
Mauren salió de la oficina, y dándose mucha prisa, desató las bridas de uno de los potros que había delante de la casa. Montó de un salto sobre la silla y, rozando con sus rodillas los flancos del animal, emprendió un galope hacia el sur del pueblo.

CAPITULO XIII

Johnny Dead utilizó otra vez la entrada secreta de la casa. Frederic se la había mostrado la primera vez que fue al rancho de Fisher.
El agujero estaba escondido tras unos arbustos. Caminó por el subterráneo revólver en mano, y más allá del pasadizo rocoso pudo pisar terreno firme. Al final vio la puerta.
Se puso delante de ella y prestó atención. No le llegaba ninguna voz. Hizo girar el tirador y se coló dentro. Fisher estaba de espaldas poniendo unos libros en una estantería. Se volvió al oír ruido y observó con ojos entrecerrados al joven que le estaba apuntando con una pistola.
—Caramba, señor Dead; al parecer tiene usted siete vidas, como los gatos.
—Más o menos.
—Es usted un auténtico hueso —sonrió Fisher.
Johnny se dijo que algo marchaba mal. Fisher apenas había mostrado sorpresa al verle.
Recordó a los dos hombres que había dejado marchar en el Pozo sin Fondo.
Fisher se rascó una patilla.
—Ya estoy viendo que no me quedará más remedio que llegar a un acuerdo con usted.
Johnny se dijo que debía tener cuidado. Fisher estaba jugando sucio. Eso estaba claro. Miró por el rabillo del ojo hacia la puerta que daba acceso a la casa y vio cómo el tirador se movía. Entonces se revolvió como una centella y empezó a disparar a través de la hoja de madera.
Fisher lanzó un grito y se fue contra la pared.
La puerta se abrió lentamente y Johnny vio a los tipos que había detrás con el revólver en la mano. Uno de ellos era Joshua. Los fulanos ofrecían un mal aspecto. Tenían la figura de criminales empedernidos, pero ahora habían terminado su carrera, porque en el pecho y el estómago mostraban unos cuantos agujeros, por los que les manaba sangre. Finalmente, se vencieron hacia delante y golpearon la cara contra el suelo, quedando sin vida.
Johnny acertó a ver otro hombre en la sala, pero el tipo se había dado mucha prisa en refugiarse detrás de un mueble.
Dead retrocedió también deteniéndose en el rincón, junto a la estantería de libros. Frente a él estaba Fisher.
—De modo que ha querido jugármela, ¿eh, Fisher?
—No sé de qué me habla.
—Usted me estaba entreteniendo para dar una oportunidad a Joshua y al otro.
—¡No!
—Saque el revólver, Fisher.
—No puedo intentarlo.
—¿Por qué?
—Tengo un dedo lesionado.
—Déjese de cuentos, Fisher. He observado bien los movimientos de sus dedos mientras se rascaba hace un minuto. Los movió a la perfección.
Fisher se pasó la lengua por los resecos labios.
—Oiga, muchacho; puedo darle dinero.
—No pierda el tiempo conmigo.
Johnny metió el revólver en la funda observando que el hombre del vestíbulo no se atrevía a salir.
Fisher endureció los músculos faciales.
—Le pagaré dos mil dólares.
—La respuesta sigue siendo no.
—Cinco mil.
—Está perdiendo un tiempo precioso, Fisher. ¿No quería liquidarme?
—Ahora he pensado las cosas mejor.
—Déjese de historias. Me colgó en el pozo para darme tormento. Es un tipo repugnante, un tipo sádico que no merece vivir; pero ya lo ve, le estoy ofreciendo una oportunidad.
—No, Dead, no me haga eso...
En aquel instante el hombre que se había escondido detrás de un mueble en el vestíbulo, se levantó rápidamente e hizo un disparo.
Johnny estaba bien resguardado, pero sintió el silbido de la bala por encima de su cabeza. Eso le distrajo una décima de segundo.
Fisher movió la diestra muy rápidamente, y en un instante sacó el revólver.
Sus labios se distendieron en una sonrisa, porque tuvo la plena seguridad de que al fin, Johnny Dead iba a morir, y era justamente él, el gran Conrad Fisher, quien lo iba a quitar de en medio.
Johnny impulsó la culata del revólver hacia abajo y apretó el gatillo.
Fisher recibió el impacto en la nariz, y sus dos agujeros quedaron unidos por un pasadizo. Eso le ocasionó una gran hemorragia, pero él no se dio cuenta de que se iba a desangrar como un cerdo, porque ya estaba muerto.
Permaneció inmóvil, apoyada la espalda en la pared y luego se deslizó lentamente y quedó sentado, con los ojos abiertos, fijos en el hombre que le había puesto en el bolsillo el boleto para el largo viaje.
Johnny lanzó un suspiro de alivio. Gracias a su facilidad para hacer fuego sin sacar debía el seguir viviendo.
De pronto oyó una voz fuera:
—¡Eh, Dead!
—¿Quién llama?
—Usted no me conoce personalmente, pero quizás haya oído hablar de mí. Soy Mike Royd.
—¿No le llaman también el Conservero de Colorado?
Mike Royd soltó una risotada.
—En efecto, Dead. Soy un tipo de primera categoría envasando fiambres.
—Me parece extraño encontrarle aquí, Conservero.
—Fisher era mi socio.
—Se juntaron ustedes un par de buenos asesinos y chupadores de sangre.
—Escuché la forma en que usted planeó la lucha con Fisher.
—¿Le gustó?
—Fue la mar de emocionante y todo ello me ha dado una idea.
—¿La de largarse...?
—No, Dead. He estado pensando que un duelo entre usted y yo podría ser algo realmente espectacular.
—Ya le comprendo. Quiere ganar dinero con el espectáculo y se le ha ocurrido que podemos ofrecernos a Buffalo Bill para que nos incluya en su circo.
Mike rió otra vez.
—Es usted un tipo muy chistoso, Dead. Pero no hace falta que vayamos a ninguna parte, puesto que lo podemos ventilar aquí. Usted acaba de matar a mi socio y es justo que me dé una oportunidad.
—¿Acostumbra dársela usted a sus víctimas?
—Naturalmente. Soy un tipo famoso, pero nadie puede decir que no haya concedido un poco de ventaja a mis enemigos. Sólo ocurrió que siempre fui el más rápido.
—Enhorabuena.
—Oiga, Dead; ¿oyó hablar del duelo que se celebró en Wichita entre Earp y Johnny Ringo?
—Sí. El propio Earp me lo contó.
—¡No me diga! ¿Quiere decir que es amigo de Earp?
—Wyatt y yo hemos corrido algunas aventuras. Y por si le sirve de algo, los dos disparamos en la misma forma.
Mike rompió a reír otra vez.
—Me imagino que tendrá en la memoria el resultado de aquel duelo entre su amigo y Ringo.
—Sí, Ringo metió un balazo en el hombro de Earp y luego se largó dándole por muerto.
—Ahí lo tiene, muchacho, pero ahora le voy a decir algo que lo va a llenar de sorpresa. Ringo y yo también tiramos de la misma forma. ¿Qué le parece? Ringo le ganó a Wyatt Earp, y ahora el destino ha preparado las cosas para que ese duelo se pueda repetir aquí. Usted representa a Wyatt y yo represento a Ringo.
—No está mal, Mike.
—Celebro que dé su consentimiento.
—¿Vamos a hacerlo cara a cara, o prefiere que juguemos al escondite, Mike?
—Cara a cara.
—Bien.
—Los dos enfundaremos el Colt. Usted empezará a salir de esa habitación y yo me dejaré ver por usted. ¿Son buenas las condiciones?
—Sí.
—Muy bien. Los dos a una. ¡Adentro el revólver!
Johnny apartó la mano de la culata y salió del rincón. Al otro lado, vio aparecer la figura de Mike Royd. Era cierto que había oído hablar mucho de él, pero ésta era la primera vez que lo veía personalmente.
El forajido tenía los brazos caídos a lo largo de los costados y su boca sonreía mostrando su lechosa dentadura, y por la frente le caían dos rizos, y su extraño sombrero casi parecía que le iba a resbalar por la nuca, porque lo echaba demasiado atrás. Todo él respiraba jactancia.
—Adelante, Johnny —dijo—. Venga acá. Desde ese lugar donde se encuentra tengo ventaja, porque el marco de la puerta me ayudaría a controlar mi disparo.
—¿Cree que vamos a intercambiar más de uno? —dijo Johnny.
—Es posible, ya que uno de los dos va a morir. Si yo le acierto, continuaré vaciando mi cargador hasta agotar los plomos. Le sugiero que haga lo mismo. Yo soy así de noble.
—Muy bien, Mike. Allá voy.
Johnny echó a andar despacio.
Mike Royd sintió un agradable cosquilleo por la espina dorsal. Al fin, Johnny Dead había caído en la trampa. Por el rabillo del ojo podía ver a su amigo Willy Spring escondido arriba de la escalera.
Cuando Johnny fuese a disparar, Willy apretaría el gatillo unas cuantas veces, y aquel muchacho, Dead, se iría al otro mundo escupiendo maldiciones. ¿A cuántos habían despachado él y Willy por el mismo procedimiento? Quizás habían sido seis. ¿O eran siete...? Bueno, era un truco que nunca les había fallado, y, naturalmente, tampoco fallaría ahora.
Johnny Dead había creído a pies juntillas que iba a tomar parte en un duelo en el que su contendiente jugaba limpio. Andaba despacio, los ojos clavados en la figura de Mike.
Se detuvo en el umbral, justo en el marco, y Mike dejó de sonreír. ¡Maldita posición! Desde aquel lugar donde estaba Johnny Dead, Willy no lo podría alcanzar nunca. Naturalmente, tenía fe en su «saque», pero teniendo en cuenta lo que le había contado Conrad Fisher y la forma en que Johnny había acabado con el propio Conrad, no quería arriesgarse a que una bala acabase con su vida. Ahora su antiguo socio estaba muerto, y ellos dos, Willy Spring y él, serían los señores de Jacoma. Y, naturalmente, también él sería dueño de Lolita Mendoza. ¡Infiernos, qué mujer! Tan sólo un cuarto de hora antes había estado en la cocina con ella y la joven no había andado con remilgos para demostrarle que lo prefería en lugar de Fisher.
Era estupendo aquello de convertirse en un rico terrateniente y el tener consigo a una mujer como Lolita Mendoza.
—No me gusta que se quede ahí, Dead. Ande, dé dos pasos hacia delante y un segundo después podremos disparar.
Johnny titubeó un instante, pero finalmente movió la cabeza de arriba abajo.
Mike estuvo a punto de soltar una carcajada. ¡Qué listo era! El joven había terminado de tragarse el anzuelo con todo el cebo.
Johnny dio los dos pasos.

CAPITULO XIV

Mike Royd tiró del revólver.
Johnny, conforme a su costumbre, impulsó la culata hacia abajo, pero antes de que ninguno de ellos pudiese disparar sonaron dos estampidos y un montón de cristales del ventanal que había a la izquierda se esparcieron por el aire.
Una décima de segundo después, Johnny apretó el gatillo dos veces.
Mike Royd también hizo fuego, pero antes de ello ya había recibido los dos plomos, uno en la cabeza y otro en el pecho.
Su mano se estremeció a los impactos y eso hizo que perdiese puntería. La bala fue a picotear en la pared que había detrás de Johnny.
Entonces, Johnny dio media vuelta mirando arriba de la escalera. Allá había aparecido un tipo que parecía estar escondido. Tenía el revólver en la mano y se inclinaba sobre la baranda, mostrando en el pecho dos agujeros.
Lo reconoció al momento. Era Willy Spring, un forajido a quien había conocido años antes en Kansas City.
Willy estaba herido de muerte. Aun así apuntó con el revólver a Johnny, pero éste hizo fuego otra vez.
La bala golpeó contra el Colt de Willy Spring haciéndolo volar por el aire. Luego, Willy se venció por encima de la baranda y desplomóse en el vacío, golpeando como un fardo contra el piso inferior.
Johnny se dio cuenta de que alguien le había salvado la vida. Miró la ventana destrozada y tras ella descubrió a Mauren Meeker.
La joven también lo estaba mirando.
Johnny se acercó rápidamente a la ventana y la abrió, observando a lo lejos a tres tipos que tenían las armas en la mano.
Empezó a disparar al tiempo que alargaba la zurda.
—¡Rápido, Mauren, entra aquí!
La joven trepó a la ventana con tanta prisa que ambos rodaron por el suelo. Eso fue providencial para ambos porque dos balas aullaron entrando por el hueco.
Johnny quedó muy cerca de la muchacha y los dos estaban mirándose a los ojos.
—¿Es que no me vas a dar las gracias? —dijo Mauren.
—Sí, nena —repuso él, y pasándole la mano por la espalda, la atrajo contra sí besándola en los rojos labios.
De pronto, se oyó una cabalgada y la voz del sheriff Cramer atronó el aire.
—¡A ellos, muchachos!
Pero luego se oyó otra voz:
—¡No tiren! ¡Nos entregamos!
Johnny siguió besando a Mauren. Por la puerta de la casa irrumpió Frederic, esgrimiendo un extraño instrumento muy largo.
—¡Que no se mueva nadie! —gritó.
Johnny terminó por fin de besar a Mauren y miró al viejo.
—Ya no hacen falta ninguno de tus inventos, tío. Los rancheros de Jacoma tendrán agua del lago.
—¡Me importa un rábano el lago! Yo construiré esa bomba para sacar agua del Pozo sin Fondo. La comarca de Jacoma será la huerta más feraz de Nuevo México, y me lo deberán a mí.
Mauren dijo:
—¿Quiere dejar de apuntarnos, abuelo? Se le puede disparar.
—No te preocupes —dijo Johnny—. Es un aparato para hacer ensaladas.
De pronto, el artefacto que portaba Frederic se disparó con un terrible estruendo.
—¡Mi madre! —se oyó la voz de Frederic—. ¡En lugar de coger la ensaladera atrapé el cañón lanza humos!
Cuando la nube se hubo disipado, Frederic pudo ver a Mauren y a Johnny que parecían haberse convertido en dos ejemplares de la raza negra.
Los dos jóvenes se miraron y rompieron a reír cayendo uno en brazos del otro.
Frederic se rascó el cogote.
—Creo que me he de dar prisa.
—¿Para qué, abuelo? —inquirió Johnny.
—Tengo que inventar algo para vuestros niños y apuesto a que no me daréis mucho tiempo.
Frederic se marchó para iniciar su invento, y Johnny Dead, el hombre volador, y Mauren Meeker, natural de Jacoma, decidieron que aquél era un magnífico momento para intercambiar una buena ración de microbios. Y se besaron de nuevo.