martes

VEN Y MUERE II



Gannon me miró estúpidamente, como abstraído y confuso. Repitió:

- ¿Cómo dio conmigo?

Me costó de nuevo explicarle el penoso proceso: cómo me enteré del nombre del sheriff y de su ayudante en la época de la plata en Silver, de qué manera seguí sus pistas, cómo descubrí, al cabo de un año, que el sheriff había muerto y tuve que empezar de nuevo… el rastro de Gannon, su ayudante, que seguí como un sabueso por la frontera de Méjico hasta Tijuana… tres años de afanosa búsqueda, de infatigable rastreo, y ahora, al fin, los ojos abotargados de Gannon fijos en mí.

Charlábamos en una taberna mejicana, destartalada y sucia, medio vacía, cuando el hombre me dijo:

- ¿Quién recuerda ya? Un tipo entró en la iglesia y la mató. Solo eso.

El corazón, de repente, me dio un vuelco. Fue un presentimiento lo que en aquellos momentos pasó fugazmente por mi cerebro.

- Fue muy extraño – siguió Gannon, mientras sorbía poco a poco su vaso de aguardiente, -porque nadie vio entrar al asesino a la iglesia, aunque yo oí perfectamente, después del disparo el trote de un caballo alejarse por la parte posterior del templo. No pudimos cazarle, ni verle siquiera, aunque muchos asegurasen que se trataba de Silveira, un antiguo conocido de la muchacha.

Sí, ya había comprendido. Me había dado cuenta de un punto importantísimo en la historia, y dije:

- Nadie lo vio ¿verdad? Porque la iglesia, durante la ceremonia, estaba totalmente vacía.

- Exactamente – contestó Gannon – Clint Malo fue un tipo raro, un loco creo yo. No dejó que nadie viese su boda, porque nos despreciaba. Solo el cura y ellos y después, el asesino.
- ¿Y luego?

- Los que estábamos fuera, al oír el disparo, nos precipitamos hacia el templo, pero no entramos. Luego supimos que el cura estaba sin sentido y no vio nada. La puerta se abrió y apareció Clint Malo, más impresionante que nunca.

Bebió un buen trago, y el aguardiente pareció ir aclarando cada vez más su memoria. En sus ojos brilló ahora la luz de la excitación.

- La llevaba en brazos –continuó- como si fuese algo más de su cuerpo. La tenía abrazada con tal fuerza que parecía que nada ni nadie sería capaz de arrancarla de allí. Entonces todos, no sé por qué, nos arrodillamos a su paso. Fue algo increíble, las lágrimas que caían silenciosamente por la cara del pistolero parecían de sangre. Y después sus palabras, sus rotas y desesperadas palabras que todos oímos:
“¡Ven… asesino… ven y muere…!”

TRES
 
Sí, oía las palabras del clérigo que salían, una a una, de sus labios, y que el aire quieto y solemne, impasible, las llevaba hasta las bóvedas, hasta los oscuros ángulos, las frías paredes de piedra, los laberintos de columnas, las imágenes… y al reflejarse en ellas llenaban todo con su eco, mezclando unos sonidos con otros, envolviendo el ambiente de extraño clamor.

Otro 6 de septiembre… Otro más. Pero el tiempo no pasa allí, se ha detenido misteriosamente, no deja sentir su influencia en el absoluto silencio.

Otro 6 de septiembre.

Y otro.

Y otro más.

El viejo Sheik juntó las manos, candorosamente, y bajo su arrugada piel brillaron, inocentes, dos ojos de niño.

- Era una maravilla, una criatura delicada y preciosa. Tenía los ojos grandes, enormes, y su pelo era tan negro como la noche.

No me interesaba oír aquello, pero el viejo, recordando, estaba emocionado. Así que le dejé continuar sin interrumpirle.

- Pero aún era más bella su alma. Inocente, pura y sacrificada. Era un ángel y por eso creo que Silveira cometió algo más que un asesinato.
Nuevamente, una luz iluminaba la historia. Centré toda mi atención en el viejo y pregunté:

- ¿Silveira? Nadie le vio.

- Pero yo sí – aseguró Sheik, mientras sus ojos se nublaban tristemente.- Yo vi a Silveira salir de la iglesia después del disparo, en su caballo indio, después de matar lo más bonito del mundo. ¡Ah¡ Dios castigará con toda su fuerza a ese hombre, porque no hay nada peor que lo que él hizo.
Ahora, Sheik denotaba odio en sus flacas y acartonadas facciones. Sus manos temblaban y un rictus de ira deformaba su boca.

- ¿Cómo no dijo nada al sheriff?

- ¿Para qué? Todos, aunque no le vieron, acusaron a Silveira. Le buscaron y no le hallaron. Si le hubiesen encontrado, aun sin mi declaración, le hubiesen ahorcado.

- ¿Y Clint Malo?

- Él nada dijo. Parecía que había perdido la razón. Yo sé que buscó a Silveira como un loco, como la única razón de su vida, que removió toda la frontera en busca de ese hombre. Cuando, con ella en brazos, bajó del templo, su expresión no era de un ser humano. Yo vi en sus ojos muerte y locura, pero grabados tan profundamente que sentí espanto.
Nunca vi un rostro igual, y créame que lo recordaré mientras viva.

El viejo bajó los ojos, concentrándose en sí mismo, recordando fríamente aquella extraña y terrible historia.

Después, alzó la vista lentamente, me miró con ausente expresión y terminó su relato:

- Silveira estaba loco por ella y odiaba a muerte a quien se la llevaba. Por eso la mató a ella y no a él, porque así se vengaba monstruosamente de los dos. Clint, cuando Silveira disparó, por un solo momento en toda su vida de pistolero, no supo reaccionar. Créame que los segundos que perdió en aquel instante fueron los que después le atormentaron toda su vida.

CUATRO

Ahora lo vemos oscuro, como en un espejo;
mas entonces veremos cara a cara
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Estoy llegando al final. El final absoluto, ese que tan solo llega con la muerte.

Repaso estos últimos años y creo que ahora voy a despertar de una pesadilla sin tiempo, sin espacio, sin dimensión. Una pesadilla que ha cambiado con el paso de los años, pero que ha permanecido siempre inmutable, sin principio, que ha podido comenzar en cualquier año, en una fecha: un 6 de septiembre.

Sin embargo, hoy todo es distinto. Sé que la esencia de esta historia ha dado un paso adelante, sé que falta poco para que algo suceda, algo fantástico que ponga digno fin a tan atávico relato.

Sé, y no sé por qué, que la magnificencia de lo inmutable, de lo invariable, va a saltar de repente, y quiero ver, entre asustado y abstraído, qué ocurre.

Quizás lo sepa ya. Lo espero y sin embargo quiero verlo, quiero asistir a ese final que está a punto de suceder. Malo está ante mí, de rodillas, perdido en un mundo sin tiempo, y ella está con él, yo la veo con sus grandes ojos fríos y ausentes.

Han cambiado. Todo es distinto, desde el día en que aquel pobre mendigo, acabado, esquelético y sucio, llamó a mi puerta de una habitación en un hotel de Santa Fe.

Fue poco tiempo, acaso media hora, y aquellos minutos cambiaron de repente diez años de angustiosa búsqueda.

En unos minutos un chorro de luz, una cruel y salvaje catarata de resplandores iluminó de repente mis tinieblas con cegadora intensidad. Ni siquiera una parte de mí permaneció estática, porque todo se derrumbó en un instante, se desplomó ante mis pies y sentí vértigo.

Todavía me parece tener al mendigo entre los brazos, moribundo, deshaciéndose de las palabras que no quiso llevarse solo a la tumba.

El testamento que, de sus entrecortadas frases, de su último estertor, copié íntegramente y que debidamente pulido y esclarecido, inserto aquí para su conocimiento.

“Yo la quería. Se lo juro por Dios que nos queríamos con todo el alma, que éramos el uno para el otro. Pero Clint Malo la robó. Me enteré de su boda, y solo pude creer que ella aceptaría por miedo a que el pistolero, de no acceder, me matase.

Sentí la sangre quemarme las venas, corrí a la iglesia y los vi solos, y entonces comprendí que Clint Malo estaba enamorado de ella y se creía correspondido. Pero al verme, ella se estremeció. Corrió hacia mí, se me abrazó llorando con un miedo cerval pintado en sus ojos.

Entonces Clint Malo se volvió loco. La separó de mí, la arrastró por el suelo y la mató. Quedé horrorizado. Vi la locura, la muerte, la desesperación en aquel hombre, y cobardemente huí de allí.

Toda la vida he sufrido aquella huida, y la sombra de Clint Malo, que en su locura me creyó el asesino, me persiguió. Siempre fui un cobarde, un asqueroso cobarde, y siempre huí. Pero no puedo morir sin hablar. Usted busca la verdad, lo he sabido, y quiero descargar en usted mi conciencia. Ya lo sabe todo.
Es la verdad, la única verdad. Y sin embargo, amigo, dígame: ¿quién de los dos la mató? Aunque Clint Malo disparó… ¿quién la mató? ¿quién… quién la mató?

Silveira”
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Y entonces veremos cara a cara
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- Sí, quiero.

Las palabras que salen de sus labios y el aire, quieto y solemne, impasible, expande por el laberinto de columnas, las frías paredes de piedra, las bóvedas, los oscuros ángulos, las imágenes…

Pero yo no dije nada.

¡Cómo voy a ser capaz, solo por saciar mi morbosa curiosidad, de enfrentar a Clint Malo con la realidad desnuda!

Quise provocar una hecatombe, una apoteósica final, un despertar brutal y salvaje, poniendo delante del viejo loco, del maniático soñador, la maldita realidad.

No, no pude hacerlo.

Mientras miraba su espalda, vieja y curvada otro 6 de septiembre, me pregunté cuán es la verdad de las cosas y dónde está. Qué es despertar y qué es dormir. Quién es el loco, quién es quién muere. Entonces Clint Malo se volvió.

Le vi cara a cara.

Vi la verdad. ¿Dónde?

En sus ojos.

Me miraron limpiamente, con claridad de cielo, con tiniebla de abismo, como nadie me miró jamás. Después, simplemente vi amor en sus ojos. Pena y esperanza. Locura y humildad.

Empezamos a reír.

Primero despacio, sin saber por qué.
Luego más fuerte, cada vez más, inundando el ambiente con aquella risa desesperada.

Cada vez más fuerte, cada vez más, estallando el templo en un frenético clamor, en mil ecos agudos e hirientes, en una rota, absurda y loca sinfonía.

Y a medida que mi risa aumentaba, y a medida que los ojos de Malo me cegaban, me atrapaban, me consumían, me devoraban, me enloquecían, el tiempo se borraba de mi mente y la razón desaparecía.

La divina luz del loco me quemó los ojos, me nubló el cerebro, mientras las risas, divinas y diabólicas, se perdían poco a poco por el laberinto de columnas, las frías paredes de piedra, las bóvedas, los oscuros ángulos, las imágenes…


                      © Javier de Lucas