martes

VEN Y MUERE I




UNO


-          Sí, quiero.

Malo movió la diestra, lentamente, y en su rostro pétreo, curtido, apareció de nuevo, como siempre, su extraña y fascinante expresión.

 
Quizás ahora pareciese más viejo, mucho más, que aquel día en que por primera vez le vi idénticamente postrado y con la misma postura. Sin embargo, flotaba en su figura un hálito de vejez, de impotencia, que tal vez fuese hoy distinta y nueva, y eso fue lo que más me impresionó.

 
Ahora, al fin, oía yo las palabras del viejo clérigo, aquella imponente, sórdida oración que en el marco austero, desvencijado de la vacía iglesia mejicana, parecía más pesadilla que realidad.

Me pregunto si desde aquel día, hace ya diez años, he vivido algo distinto a un tremendo sueño. Ahora ya parece que no es tal, que aquel enigma indescifrable que me llevó diez años perdido, se hace cada vez más y más comprensible.

 
Si, oía las palabras del clérigo que salían, una a una de sus labios, y que el aire quieto y solemne, impasible, las llevaba hasta las bóvedas, hasta los oscuros ángulos, las frías paredes de piedras, los laberintos de columnas, las imágenes… y al reflejarse en ellas llenaban todo con su eco, mezclando unos sonidos con otros, envolviendo el ambiente de extraño clamor.

 
La oscuridad, profunda, misteriosa, el silencio abismal, absoluto, el mismo de siempre, y allí enfrente, en medio, Clint Malo, el pistolero, el hombre famoso de las manos rápidas.

 
Miré sus ojos. ¡Cuánta fiebre en ellos, cómo brillaban, cuánto decían, ahora, ahora que ya se lo que me gritan!


Cuánta incertidumbre en aquellas manos que nunca temblaron, cuando el anillo cayó en ellas.

 
Aquel hombre que se estaba casando, aquel peligroso gun-man de vida alucinante, pintó en sus ojos, por primera vez, por décima vez, una luz brillante, auténtica, de felicidad.

 
Yo sé que ella le estaba mirando con sus grandes ojos negros abiertos, bañados en llanto, con aquella mirada que tanto expresaba, que tanto significó en la vida de Clint Malo.

 
Con su vestido blanco, inmaculado, con el contraste de su piel morena, de su pelo negrísimo, ella, ella le miraba entregándose, consiguiendo lo que la vida nunca logró, hacer feliz al pistolero.

Sí, la estoy viendo, escondido tras la columna, levantar la mano donde él pone su anillo de boda, y mirar hacia el altar, y dar gracias, y llorar en silencio en aquel decisivo momento de su existencia.

 
-          Sí, quiero.
        
Las palabras que salen de sus labios y que el aire, quieto y solemne, impasible, expande por el laberinto de columnas, las frías paredes de piedra, las bóvedas, los oscuros ángulos, las imágenes…

 
-          ¿Clint Malo? ¿El pistolero? – el hombre de las gruesas gafas denotaba cierto interés por mi pregunta – Un caso extraño, singular más bien… el día de su boda en Silver Springs, alguien mató a la novia, y nadie supo jamás por qué.

-          ¿Y su periódico no demostró inquietud por el hecho?

-          ¡Ya lo creo! Mandó a un especialista, Mr. Bates, para investigar la muerte, pero después de dos o tres crónicas de ambiente tuvo que volver con las manos totalmente vacías. Ni el sheriff, ni el marshall, ni nadie descubrió jamás quien fue el asesino de esa chica.

-          Pero había testigos, gente que hubiese podido reconocer al hombre… es absurdo que cometiese el crimen y desapareciese como un fantasma…

-          Efectivamente – mi interlocutor sonrió débilmente – un fantasma. Pero nadie supo quién era y por qué lo hizo. Es un misterio, y el periódico, tras unos comentarios, como la ley, olvidó el hecho…

           
Ahora sentí el mismo desasosiego que en situaciones parecidas. Me había costado mucho trabajo llegar a saber que el “Herald” de Sacramento publicó algunas crónicas del suceso, y el descubrimiento no había significado ningún adelanto. Pero aún había un cabo suelto:

 
-          ¿Mr. Bates? – pregunté - ¿Sigue trabajando aquí?

 
El hombre se encogió de hombros e inició una sonrisa despectiva:

-          No, ¿sabe? Era un alcohólico. Además, creo que ese asunto le trastornó. El caso es que después de aquello le despidieron y nada más hemos sabido de él.

           
Se acercó un poco más a mí y susurró:

 
-          Siga mi consejo, amigo. Deje ese suceso, que no podrá esclarecer. No meta las narices en algo tan oscuro y baldío.

 
Eso era más o menos lo que me habían contestado anteriormente las personas a quienes pregunté por el caso. Pero ahora sabía algo más. El tipo del Herald me estaba mirando con benevolencia, como si mi interés mereciese aliento. Y sin embargo quería disuadirme.

 
-          Si la ley, en su momento, no consiguió nada ¿qué va a descubrir usted? Además, Mr. Bates es un viejo del que poco o nada sacará…

          
Bates me miró con aquello ojos rojizos, llorosos, nublados por los años y el alcohol. Balbuceó:

 
-          No recuerdo. Yo…


Pero era indudable que un rayo de inteligencia había aparecido en su mirada. Pregunté:

 
-          Usted estuvo allí después. Habló con la gente, investigó…

-          Sí, sí – movió las manos, arrugadas y torpes, y se tapó con ellas el rostro – no saqué nada en limpio. Creí…

 
Se había parado, tal vez intentando recordar con precisión. Pero yo no estaba para esperas, insistí:

-          Vamos, Mr. Bates. Todo el mundo estuvo en la boda. ¿Cómo es posible que nadie viese al asesino?

-          Creí…

 
El viejo pugnaba por recordar, pero el esfuerzo no le llevaba a ninguna conclusión. Sus ojos parecían ahora dos trozos de fuego.

-          Siver, hace años, fiebre de la plata… Clint Malo, el más famoso pistolero del territorio, va a casarse…

-          Enamorado – el ex-periodista hablaba ente dientes- Eso sí lo sé. Ese hombre sin alma había encontrado una muy bella y se la dio a aquella mujer a quien amó tanto en tan poco tiempo…

 
“Y a la que aún sigue queriendo, a pesar del tiempo pasado” pensé, pero Bates parecía ensimismado, extasiado, y yo le dejé continuar:

-          Él la quería – decía entrecortadamente – Eso fue lo único que descubrí. La quería con toda su alma, como un loco, dando todo lo que aún le quedaba de bueno… quizá con ella murió su propio cerebro…

 
Bates cerró los ojos y susurró:

-          No recuerdo… hay mucha niebla en mi mente… y todo es tan lejano…

 
Sin embargo yo sabía que en aquel viejo borracho, olvidado de todos, tan solo aquella extraña historia podía interesar sus pensamientos. Aquella historia que sin duda alguna llegó a cautivar un día al periodista, como ahora me cautivaba a mí...

 
-          Silver, hace años… la fiebre de la plata… Clint Malo, el más famosos pistolero…

 
Sus ojos rojizos, acabados, se abrieron lentamente.

-          Ella era un ángel – murmuró – Un ángel moreno, un pozo de dulzura… yo la vi muerta, vestida de blanco, con su traje de novia manchado aún por la sangre… parecía dormida tan solo, y vi al pistolero llorar noches enteras, sin descanso, abrazarse a la cruz de la tumba y jurar mil veces que no descansaría hasta encontrar al asesino… le vi aferrarse a la losa con furia cuando quisieron llevárselo de allí… gritar el nombre de la muerta entre histéricos sollozos, maldecir al que la mató con todo el odio de su corazón.. .vi algo que jamás creí, el amor más grande que pude imaginar, y créame que aquello no se me olvidará jamás y estaré dispuesto a repetirlo hasta mi muerte…

 
Y aquel cielo salpicado de estrellas que miraban y miraban las lágrimas del hombre que nunca lloró… como si ahora sintiese el enorme y febril deseo de quemar así su dolor. Aquellas lágrimas que caían en la losa, blanca, fría, terrible, y que encerraba de tan eterna manera aquel cuerpo, aquellos ojos que fueron suyos, aquella noche que fue su pelo, y su vida…

 
Quizás el viento, de triste forma, secase sus lágrimas, o quizás fuese su misma piel, seca y ardiente quien con violencia lo hiciese. Nadie, sin embargo, consoló a aquel hombre porque, en realidad, nadie podía hacerlo. Nadie podía acercarse a algo que no comprendía, a aquel que lloraba abrazado a la tumba, y que juraba con aquella rota voz que todo oyeron, con aquella salvaje voz destruida por el dolor que a todos estremeció:

-          ¡Ven… asesino, ven… a morir…!
        

DOS


El calor era insoportable y mi caballo lo acusaba tan visiblemente que tuve pena de él, aunque no lo suficiente para darle un trago de mi cantimplora. El terreno, totalmente seco, sin un árbol, quitaba la esperanza a cualquiera de encontrar agua para el pobre animal.

 
Confieso que cuando vi la construcción, allá a lo lejos, sobresaliendo de un montón de casas semiderruidas, sentí una cierta aprehensión, y cuando descubrí que era una antigua iglesia, de grandes proporciones y construida al estilo español, mi interés me llevó a encaminar mis paso hacia allí.

Estaba en lo alto de una pequeña loma, bajo la cual se extendían unas casuchas que tiempo atrás debió constituir un pueblo, y que ahora presentaban un desolado y ruinoso aspecto. Era lo que se llamaba un pueblo fantasma, “Silver” como rezaba en un viejo y casi borrado cartel situado a la entrada.

 
En mi vida oí hablar de Silver Springs, y nunca lo había visto en ningún mapa aunque hubiese estudiado alguno de la región antes de ponerme en camino. Sin embargo, lo que en principio confundí con un espejismo, de repente lo tuve frente a mí, como si de una visión incoherente se tratase.

 
El tiempo había derribado aquellas moradas, había destrozado paulatinamente las fachadas, los porches, la madera, transformando todo en una mole grisácea, uniforme y fantasmal, donde antes habría habido color, bullicio y vida.

 
Tan solo el rumor del viento infiltrándose entre las desvencijadas tablas, hurgando entre el aire quieto y sereno de las estancias, como queriendo penetrar en los recuerdos que ellas guardaban, era la única señal de que algo aún latía en aquel dominio de la nada.

 
Miradas eternas, perdidas en el tiempo, en el ayer, parecían las casas, y aquella gran iglesia de gigantesco porte que dominaba el pueblo desde la loma, parecía llamarme. A medida que subía, que me acercaba, el aire parecía más frío, más intenso, y el ambiente, o quizá mi imaginación, más confusa. Aquella gran cruz de la puerta, aquel umbral en tinieblas, y luego la oscuridad, las flores, el agua bendita, y el hombre…

 
No sé, es posible que aquellas velas encendidas diesen al templo un extraño aspecto, pero mi sorpresa no fue por eso, sino por las frescas rosas del altar, por los cirios derramando su joven y vieja luz, por la mano invisible que, surgiendo de aquel pueblo fantasma y desierto, parecía haber hecho todo aquello.

A la luz mortecina, curiosa y solemne, agonizante, las altas columnas terminadas en arcos, los altares, las imágenes, en silenciosa expectación, me miraban, y el ambiente sereno, imponente y austero me impresionó. Así me quedé contemplando la interminable nave sumida en penumbra, respirando casi entrecortadamente aquel aire que parecía milenario, misterioso, que se extrañaba con mi presencia al turbar su eterna quietud.

 
Avancé despacio, mirando a todas partes, tocando los muros de piedra con las manos para no caer por la oscuridad. Entonces, a través de los arcos, sobre la pared, vi aquella sombra gigantesca, hierática, que sin embargo era tan real como mi excitación.

 
Creí absurdo la presencia de alguien en aquel lugar, y sin embargo, de rodillas ante el altar mayor, estaba un hombre postrado y ensimismado en su total aislamiento. Parecía incoherente todo aquello, parecía un sueño, pero el hombre seguía allí, como arrancado de un cuadro trágico e inesperado.

 
Pero su sombra se movía, realizaba ademanes, movimientos y gestos que en aquella soledad resultaban grotescos. Por espacio de un buen rato permaneció ausente de todo lo que le rodeaba. Yo estaba seguro que aunque más me acercase, aunque me pusiera detrás de él, no se daría cuenta.
 

Confieso que el espectáculo me fascinaba, que mis ojos se clavaron en aquel extraño personaje, vestido con un traje raído, casi harapiento, cuyos movimientos eran febriles y parecían sincronizados como si estuviese representando un drama. Y sin embargo, su público era nadie, porque él no sabía que yo estaba tras de él, que seguía con avidez sus procesos sin poder evitar mi excitación.

 
“Loco”, pensé.

 
Sus cabellos, grises y largos, le caían por el cuello en desorden; sus manos, largas y finas, nerviosas, su espalda, algo inclinada hacia delante, parecía senil y no lo era, pero su actitud denotaba una fiebre que a veces parecía joven y a veces vieja, que era nerviosa y era cansada.

Así permanecí espiando todos sus actos, hasta que al final llegué a una sorprendente conclusión: el hombre parodiaba una boda. Era eso lo que, con absurda dedicación sin olvidar un detalle, estaba haciendo. Aquel fue un 6 de septiembre, el primero de todos.

 

                                                                    (Continúa...)

                                     © Javier de Lucas