martes

EL DEMONIO EN EL SHANTO I


CAPÍTULO PRIMERO

DE LA LLEGADA DE MAGDE COLLINS AL PUEBLO Y LAS SIESTAS DEL SEÑOR QUEENNAN



Doug Wayne, con el sucio sombrero tapándole hasta la nariz bendijo aquel par de agujeros que providencialmente le daban ocasión de mirar a la dama.

La camisa estaba manchada hasta parecer multicolor y la estrella de cinco puntas prendida en ella era lo único que brillaba en su indumentaria.

- Preciosa -dijo, despacio, mascullando casi o quizá mascando las palabras-. Apuesto que no se quedará en Tumba Crook ni siquiera cinco días. ¿No opinas igual que yo, Queennan?

- ¿Eh? -el otro estaba dormido pero el codazo de su compañero le reanimó-. -¿Qué dices, Doug? ¿Esa chica?

Miró largamente y gruñó un par de veces. Contestó:

- Quizá menos. Si no la enamoras antes de una hora es muy posible que no tengas ocasión de verla más el pelo… ¡qué bonito pelo, Doug!

- ¡Bah! Los he visto mejores. En El Paso salí con una chica que tenía el pelo más verde que he visto en mi vida.

Queennan no dio importancia a la observación del de la estrella. Contestó:

- No me gusta el pelo verde. ¿Comprendes? Los lagartos son verdes y tampoco me gustan. Tú tienes la cara verde y por eso no puedo ni verte.

Se arrellanó en la hamaca, sobre el porche del Saloon, y dejó de mirar la diligencia.

- ¡Pelo verde! -dijo solamente.

Doug Wayne, el ayudante del sheriff seguía observando fijamente los movimientos de aquella mujer que acababa de llegar en la diligencia. El tipo que la acompañaba era alto, fino, y llevaba un par de excelentes revólveres “Colt” del calibre 44.

- ¡Qué interesante! –dijo Doug Wayne entornando los ojos-. Esa chica se ha traído un gallo para custodiarla, aquí, en Tumba Crook, como si esto no fuese un lugar pacífico. ¿Qué opinas de eso, Queennan?

La chica parecía cansada e hizo un mohín perezoso. Los ojos de Doug Wayne no perdían un solo detalle.

- Guapa, guapísima –susurró, casi para sí, aunque luego lo pensó mejor y gritó: ¡Guapa!

Ello tuvo la virtud de hacer que Clyde Queennan abriese los ojos, pero más importante fue lograr que aquella preciosidad se volviera.

Le miró un segundo solamente, y hasta le sonrió vagamente enseñando unos dientes blanquísimos y perfectos. Doug se fijó en su frente, en su nariz respingona, en sus labios, en su figura, pero a pesar que esa observación casi le dejó sin respiración hubo algo que le maravilló.

Sus ojos.

Era lo más hermoso que Doug Wayne había visto en toda su vida. Los ojos verdes, rasgados, maravillosos, como dos lagos, que parecían llorar en cada instante. Los ojos verdes que llenaron a Doug de una extraña sensación de felicidad.

“Cuando esos ojos miren con amor es posible que el sujeto a quien miren se derrita” pensó.

Sonrió lo mejor que pudo y se quitó el sombrero, agitándolo al aire y pegando un codazo que hizo tambalearse a su compañero.

- ¿Has visto, Queenn? ¡Me ha sonreído…! Ya te dije yo que las mujeres se me habían dado siempre estupendamente… ¿has visto? Anda, apúntalo en tu libreta: Doug enamora con la mirada a la más bella forastera que jamás pisó el pueblo de Tumba Crook. ¿Lo apuntarás, Queenn? ¿Lo juras?

- Sí, hombre, sí. Tranquilízate. Si me dejas dormir un rato también escribiré que te besó un par de veces sin que tú pudieras impedirlo. ¿Satisfecho?

Gruñó otra vez y cerró los ojos, apretujándose contra la hamaca con verdadera ansiedad.

La chica, seguida del alto individuo, acababa de desaparecer por la puerta del Hotel de Pedro Rey.

Doug Wayne se puso en pie, cansinamente, y echó a andar, calle abajo, hasta detenerse frente a la puerta del Hotel. Se estaba preguntando que podía querer una mujer como aquella en un pueblo compuesto por un Saloon, un almacén, una cárcel, un Hotel y no más allá del centenar de habitantes, más de la mitad mejicanos o mestizos.

“Tumba Crook es el rincón más abyecto, es el agujero más sucio de todo el Sur de las Rousas” pensó.

“Cuatro casas de adobe debajo de una montaña, y cincuenta o quizá más mejicanos con muy malas pulgas. Un sheriff y medio centenar de ciudadanos que cultivan la tierra, pobre y árida, que ni siquiera vale para pastos”.

- ¡Bah! -escupió Doug Wayne, y habló en voz alta-. ¿Qué pinta un individuo de categoría como yo en esta pocilga? ¡Ah! Pregunten a mi inseparable, el señor Queennan… ¡diablo!

Se rascó la cabeza, apoyó las manos en las culatas de su pareja de revólveres “Smith & Wesson” y pegó una patada a la puerta del Hotel, abriéndola de par en par.

- ¡Señor Doug! -un mejicano bajito y ratonil le miró enfadado- No es preciso que tire abaja mi puerta cada vez que viene a darse una vuelta por aquí.

Doug no reparó en eso, sino solo en la presencia de la chica que estaba firmando el libro registro. El tipo que la acompañaba miró aviesamente al ayudante.

- Mi nombre es Doug Martin –dijo, sonriendo abiertamente-. Soy el ayudante del sheriff de Tumba Crook, Phil Ramsey. ¿Qué tal está usted?

Avanzó unos pasos y tendió la mano. Ella, al principio, le miró despectivamente, pero fue un segundo y nadie lo notó. Sonrió también:

- Yo soy Marge Collins, y este caballero es el señor Kovacs. Celebro conocerle, señor Wayne. Y espero que nos llevaremos muy bien con la ley de ahora en adelante.

Sonrió encantadoramente y dio media vuelta.

La voz de Doug la detuvo en la escalera.

- Señorita Collins ¿qué la trae por aquí? ¿Ha venido a pasar sus vacaciones en compañía de ese señor tan feo? ¿Cómo dijo que se llama, amigo?

El tipo en cuestión parecía nervioso de manos, porque éstas habían bajado vertiginosamente a las pistoleras.

La voz, suave, dulce y dura a la vez de Marge Collins le detuvo en seco.

- Quieto, Crhis. Señor Wayne, venimos a Tumba en viaje de negocios. Estoy cansada del viaje y quisiera dormir. ¿Le molesta a usted?

Doug se quedó cortado y Carlos Flores, el del Hotel, se apresuró a subir las maletas. Sin embargo, el comisario no se dio por satisfecho.

- Muy bien, señorita. Puede usted dormir todo lo que quiera, pero conviene que advierta a su amiguito que sea más tranquilo. Con los tipos nerviosos me contagio, y a veces es peligros. ¿Comprende?

Crhis Kovacs no dijo nada y siguió a Marge.

Cuando los dos desaparecieron por el corredor Doug Wayne puso mala cara.

- Ese tipo me irrita… ¡Luis, acércame una cerveza! Ya te la pagará el gobierno cualquier día.

Había amanecido un día espléndido, y hacía un vientecillo agradable que rizaba el pelo.

Clyde Queennan, cuya estrella de latón estaba tan sucia como su dueño, miraba la única calle a través de sus ojos semicerrados en la hamaca del porche de la oficina del sheriff.

García, el de la cantina, se estaba preguntando si acaso Queenn nació dormido, o si tal vez fue picado alguna vez por la mosca del sueño.

¿Dormía Clyde Queennan? En absoluto. Estaba respirando aquel aire mañanero con una satisfacción tal que parecía en el mejor de los mundos.

- Tumba Crook –musitó- Cuando me entierren te llamarás Tumba Queennan…

“El viento traerá tu canción, y sabrás lo que te quiero, que me importa tu color, si por abrazarte muero…” la vieja canción mejicana estaba en el ambiente, en la mañana, refrescado el alma de Clyde Queennan, el alguacil. Por encima de su figura, ya no joven y poco ágil, ese viento que soplaba siempre suave y fresco, trayendo hasta sus oídos la melodía parecía rejuvenecerle, o quizá adormecerle con el sabor del recuerdo.

La niña mejicana de los ojos grandes, de los ojos negros, cantaba con la voz dulce que Queenn conocía tan bien. Y el oírla era algo por lo que el alguacil no lo hubiese cambiado en toda su vida.

“Cuando sea mayor esa chica va a ser una preciosidad” había comentado más de una vez Doug Wayne. “No tendré más remedio que beber tequila en la taberna de García, para que la familia me mire con buenos ojos…”

La niña morena, de los grandes ojos, de la voz suave y dulce, cantarina, significaba para Queenn aquellas mañanas, tranquilas y frescas, aquel período de su vida que transcurría casi sin darse cuenta.

Clyde Queennan sabía apreciar lo bueno, y por eso allí sentado era feliz.

Miraba la montaña, aquella gigantesca mole que los mejicanos llamaban del fuego, pues antiguamente había sido un volcán en erupción.

Aquel gigante de piedra, como un símbolo, alzándose enfrente del pueblo parecía querer tragárselo, indignado de su ínfima presencia.

Y las mañanas de verano, como aquella, traía viento y recuerdos, las perlas de la vida, que sembraban sentimiento y paz en el alma de Queen.

El chico llegó corriendo y su brusca aparición sobresaltó a Queennan. Sus ojos denotaban susto y su piel morena parecía temblar.

- Señor Clyde, el sheriff lo busca. Dice que tiene algo muy importante que decirle… y al señor Doug también.

- José, sabes de sobra que no me gusta que me molesten cuando estoy pensando –gruñó el alguacil- ¿Qué quiere Phil? ¿Lo sabes tú?

El chico estaba pálido y negó con la cabeza.

- Bueno, muchacho, no te preocupes. Vamos a ver qué le pasa al sheriff. Estaría bueno que quisiera que le ayudase a limpiar su viejo revólver…

Se levantó pesadamente y siguió a José hasta el almacén. Allí estaba Phil Ransey, el sheriff de Tumba Crook, un hombre fuerte como un roble, el dueño del almacén, Martin y su mujer. Recostado en la pared estaba Doug Martin, con su par de revólveres impecablemente limpios.

En lo primero que reparó Queennan fue en el papel escrito junto a la mesa, y lo segundo en la expresión ceñuda del sheriff.

- ¿Qué ocurre, Phil? .preguntó-. ¿Hay novedades?

El sheriff miró a su ayudante y luego a Doug.

Dijo:

- Chicos, si no se os han oxidado los revólveres de tanto hacer el vago, es mejor que los vayáis adecentando. Vamos a tener que justificar los veinte dólares que cobramos dentro de muy poco.

- ¿Eh? ¿Qué pasa? ¿Va a haber tiros, Phil?

La respuesta llegó de un ángulo del almacén.

- Yo te lo diré, viejo –dijo Doug, adelantándose- Johnny Torres y Frank Grisson han decidido balearse y han escogido Tumba Crook como escenario. El mejicano llamó “gringo cochino” a Grisson en El Paso y a éste le hizo tan poca gracia que juró matarle como hizo con Larry Conway, en Nuevo Méjico. Claro que nosotros pintamos poco, pero lo suficiente para que no nos tomen por inútiles. Aquí el único que puede disparar un arma es el sheriff, el señor Queennan y el hijo único y tonto de mamá Wayne. ¿Eh, Phil?

Queennan se había quedado mudo y Martin y Doug Wayne sostuvieron impávidos, uno a uno, sus miradas.

- Johnny Torres, “el chico loco” como le dicen en la frontera… ¿y eso qué nos importa?

Lo más lógico en este caso es lavarnos las manos mientras esos dos gallitos se pican…

Doug dio un palmetazo a las cachas pavonadas de sus revólveres. Dijo:

- Te estás haciendo viejo, Queenn. De tanto dormitar en esa sucia hamaca tus manos han echado raíces y las cuesta bajar a las armas.

- ¡Cállate Doug! –cortó secamente Phil Ramsey-. Se volvió hacia Clyde y dijo:

- Tumba Crook es un lugar pacífico, pero los precedentes pueden cambiarlo. Si mantenemos la paz desde el principio aunque se trate de un simple duelo habremos conseguido algo muy importante. En cambio, si dejamos que Torres y Grisson se baleen, es muy posible que esto se llene de “amigos del Colt” dispuestos a lucir sus habilidades.

Queen asintió con la cabeza y quedó callado.

Sonó entonces la voz de Martin.

- Señor Phil, ya sabe que puede contar con nosotros para lo que sea… “Chico loco” tiene amigos, y si lo encarcela puede que no les siente bien.

El sheriff sonrió y miro a Wayne.

- Gracias Martin, pero no necesito ayuda. Además de que seríais blancos apetitosos a las armas de Torres ¿qué falta hacéis si defiende la ley un tipo como Doug Wayne, tirador de primera?

El aludido levantó los ojos, sorprendido, y miró a Ramsey. Como le viera serio respondió:

- Sí… eso es cierto. Ya sabéis todos que soy muy bueno con el revólver.

Clyde Queennan se había indignado.

- Y muy malo para enfrentarte a Torres ¿eh chico?

¿Sabes quién es “Chico loco”? ¿No? Pues yo te lo diré.

Avanzó hasta el centro de la pieza y los demás le hicieron corro. Doug le miraba atentamente.

- Johnny Torres nació tan pobre y tan mal que su madre se murió en la miseria y a su padre le lincharon por robar una mula. Como era mejicano nadie le ayudó, y el despreció que sintió por los gringos fue tal que a los dieciocho años mató su primer hombre, solo porque le llamó perro mestizo. Nos odia y odia la pobreza, por eso se unió a tres mejicanos más, y se salió de la ley para imponer la suya. Johnny Torres es peligrosísimo, hábil y rápido como la centella. Cuídate de sus armas y procura ponerte siempre a buena distancia de sus revólveres.

Doug le miró escéptico. Nunca se había dejado impresionar fácilmente.

- Exageras. Queenn. Mi debilidad son los tipos que se creen demasiado listos… pondré una flor en su tumba. ¿Cómo la quieres, Queenn?

El otro cerró los puños y bajó los ojos. Solo dijo:

- Cabezota…

- Está bien, chicos –dijo en alta voz el sheriff Ramsey-. Impediremos que esos dos hombres se baleen sea como sea. Es mañana, a la puesta de sol, y vendrán solos. Mark Charter, el alguacil de Yuma me mandó el mensaje; así que podéis ir recordando todo lo que habéis aprendido a hacer con un revólver, porque os va a hacer falta.

Dio media vuelta y salió del local. A Doug Wayne le brillaban los ojos.


CAPÍTULO SEGUNDO

DONDE SE EXPLICA LA FACILIDAD QUE TIENE EL HOMBRE PARA EQUIVOCARSE


- En este pueblo solo hay una persona rica, el señor Azzcom, que tiene un rancho. Los demás trabajan en él, tanto blancos como mestizos. Y luego están Martin, el del almacén, Rey y los Flores en el Hotel, Sherman en el Saloon y algún oro más que no recuerdo… esto es pequeño y pobre, señorita.

Doug Wayne caminaba al lado de Magde Collins por la calle principal y hablaba por los codos, desde el porche. Queenn le veía gesticular embutido en su camisa nueva, y asombrosamente blanca.

- La montaña de fuego ¿es también propiedad del señor Azzcom? –preguntó Magde, señalando con el dedo la gigantesca mole.

Doug Wayne sonrió.

- No. Azzcom tiene su rancho al otro lado, cruzando el río llamado “Trunco”. Esa montaña es la herencia más indecente que nadie pueda esperar.

¿Se ha fijado usted? Roca y arenisca. Meterse ahí un día de viento es romperse la cabeza.

Pero eso no pareció impresionar a la muchacha.

- ¿Herencia? ¿Qué dijo de herencia, señor Wayne?

Queenn, que no perdía detalle, vio adoptar a Doug un aire de superioridad.

- No lo creerá pero es cierto. Antes de morir un viejo mejicano acaudalado compró no sé por qué esa montaña en la capital del Estado. La compró y nada más hacerlo hizo testamento a favor de su nieto, Fernando, creo que se llama. En realidad nunca hemos visto por aquí ese tipo, ni creo que lo veamos ¡hace falta estar loco como para venir a la montaña de fuego de vacaciones!

Rió pero a ella pareció no hacerle gracia. Estaba seria e interesada.

- ¿O sea que la montaña es legalmente suya? Yo creí que no dejaban ser propietarios a mestizos en este país…

Lo había dicho despectivamente y Doug lo notó. Dijo:

- Es posible que en otros lugares se odien los hombres porque el color de su piel sea distinto, que se lleguen a matar incluso, pero eso aquí no existe, señorita Collins. Si algo bueno hemos conseguido aquí es que mejicanos y americanos nos llevemos perfectamente. ¿Lo considera extraño tal vez?

- Extraño, esa es la palabra. Pero muy conmovedor. En fin, eso es asunto suyo. Cada cual tiene sus propias ideas. A propósito, señor Wayne ¿sabe usted si hay en el pueblo alguien que tenga poderes o relación con la montaña de fuego?

Doug se sorprendió por la pregunta. Contestó:

- Nadie. El sheriff tiene los papeles de propiedad. Si el dueño no aparece dentro de un mes, podrá ser subastada, -recapacitó un momento- No me haga mucho caso. Si quiere enterarse bien hable con el sheriff, el señor Ramsey. Él la atenderá.

La miró fijamente, a los ojos verdes que parecían llorar en cada instante, y se preguntó qué estaría pensando. También se preguntó quién era Magde Collins y qué hacía en Tumba Crook. Doug Wayne era de los que quieren saber todo y bien, pero se dijo que ya tenía suficientes problemas para meterse en más jaleos. Un feo problema llamado Torres.

Habían llegado a la puerta del Hotel y Pedro Rey se adelantó hacia ellos.

- Señorita Collins ¿qué tal su paseo? ¿Qué tal su primer día en Tumba Crook? Permita que la advierta sobre la compañía del señor Doug:

¡No es de fiar!

Rió con una risotada fuerte y sonora, que Doug Wayne trató de estrepitosa y de mal gusto.

Hasta aquel momento no se había fijado en lo mal que se reía Pedro Rey.

- Sé defenderme. Y además considero al señor Wayne de toda confianza.

Sonrió y subió al porche. Allí despidió con un ademán al ayudante.

Doug Wayne se quedó plantado en medio de la calle, y a allí oyó la risita sardónica que llegó del otro extremo, en el porche de la oficina del sheriff.

- Ríete viejo –contestó sin volverse- Pero ya verás cómo no te dura mucho.

Se acercó lentamente hacia Pedro Rey.

- Pedro, no dejes que esta tarde la señorita salga del Hotel. Y advierte a los muchachos que estén tranquilos y en sus casitas. ¿De acuerdo? Ya conoces a Johnny Torres.

El mejicano asintió repetidamente con la cabeza, y abrió las manos, levantándolas.

- Sí, sí señor Doug. No se preocupe. Y tengan cuidado… y suerte.

Ahora todo parecía más extraño, casi nuevo. Y Clyde Queennan se preguntaba por qué. La única calle se la hacía inédita y encontraba a su hamaca, solitaria y vieja, demasiado distante.

Estaba en pie, tras de una columna, y se había quitado la chaqueta dejando al descubierto el canana con la artillería a ambos lados.

Doug estaba un poco más allá, fumando, y Phil Ramsey, con un Winchister en la mano, era el único que estaba sentado a la puerta de su oficina.

Veía a Martin, el del almacén, asomar las narices por una ventana, y a Sherman, el del Saloon, levantando la cabeza por encima de los batientes. También vio a García, a Luis Flores, a la señora Neill, mirando fijamente la calle dese lugar seguro. La noticia, en un pueblo tan pequeño había corrido rápidamente, y sus habitantes cumplían sin rechistar las órdenes del sheriff Ramsey.

“Vosotros no os mováis ni deis trabajo. Arreglaremos esto, pero no nos compliquéis la vida”.

Con la puesta de sol, que iba llegando lentamente, se estaba levantando un ramalazo de aire frío.

Queenn sintió un estremecimiento y sus manos tocaron las culatas pavonadas de sus revólveres. Ahora estaba mirando hacia arriba, hacia el cielo, y el silencio tan absoluto que reinaba le hizo contemplar las nubes con más atención que nunca.

Se iban tiñendo de rojo, de un rojo sangre con que el sol, casi en el ocaso, perfilaba sus bordes.

Lentamente se coloreaban, primero vivamente, reflejando la luz como el fuego, y luego tornando naranja el rojo sangre, difuminando su perfil hasta hacerse gris, y luego casi negra. El viento parecía jugar con ellas, traerlas de aquí para allá y arrastrarlas unas sobre otras sin tocarse, traspasándose una y otra vez sin nunca romperse.

Era un marco extraño para algo que iba a aparecer y era un pueblo expectante esperando la llegada de un peligro eminente.

A Clyde Queennan no le sonaban ya en los oídos las notas de aquella dulce canción mejicana, y se sorprendió al pensar que era posible que nunca más volviese a escucharla sentado en su hamaca.

Era poco, bien poco lo que tenía el alguacil, y menos aún lo que esperaba de la vida. Sin embargo, el pensamiento de poder perderlo le produjo un escalofrío, un malestar general que le hizo fijar los ojos en la calle desierta, el cielo plomizo, y beber casi el aire silencioso y triste de la tarde.

Veía las culatas pavonadas de los revólveres de Doug, un color mate que no despedía ningún brillo, y veía sus manos fumar sin el menor temblor.

“Chico tranquilo” pensó, y se fijó ahora en el Winchister de repetición del sheriff Ramsey.

Phil Ramsey era un tipo robusto, de tez tersa y curtida y grandes manos. No era muy rápido con el revólver, pero infeliz de aquel que le encontrase con un rifle en la diestra. Lo manejaba como un juguete, con una sola mano, y con tal precisión que le hacía verdaderamente temible.

Queennan fijó los ojos en la entrada del pueblo y ahora, realmente, oyó un lento pisar de caballo y una canción silbada que parecía acercarse.

Doug Wayne se echó hacia atrás, tapándose por la columna, y Ramsey volteó el rifle hasta tenerlo preparado.

Quien fuese venía despacio, muy lento, silbando una vieja tonada vaquera y acercándose por el nacimiento de la calle.

Los ojos de los habitantes de Tumba, cuyos oídos en el silencio impresionante habían captado el ruido, se volvieron hacia el punto donde alguien iba a aparecer. Se fijaron estáticos y asustados sobre el comienzo de la calle esperando la aparición de algo que significaba peligro.

La silueta de un jinete se dibujó en ese instante. Un jinete que apareció al final de las casas avanzando lenta y pausadamente, al compás del tranco cansino de un viejo animal todo de finas patas.

Doug Wayne situó las manos de tal manera que un ligero movimiento las vería armadas y en acción. Phil Ramsey achicó los ojos intentando reconocer al recién llegado y su mano derecha oprimió con fuerza el Winchister.

Sin embargo aquel tipo no era Frank Grissom, y mucho menos Torres o alguno de los suyos. Aquel hombre que en circunstancias tan especiales arribaba al pueblo era un desconocido, y eso era extraño que ocurriese en Tumba Crook.

Alto, enjuto, piel tostada por el aire y el sol, sombrero negro, abarquillado, cazadora larga, viejas botas y una enorme cantidad de polvo. Pelo largo, casi gris y ojos grises casi cerrados.

La silla iba desprovista de rifle y las alforjas llenas denotando un largo viaje. Guantes negros y un tremendo revólver “Colt” del máximo calibre, sin doble acción, a la izquierda, dibujándose por debajo de la gruesa chaqueta.

Un forastero que venía de lejos y que no se podía figurar, ni mucho menos, que en aquel momento era el blanco de todas las miradas.

Doug Wayne recobró su anterior serenidad y Clyde Queenan destensó los músculos que ya estaban esperando una muda orden de Ramsey para moverse. No dejó de mirar al forastero mientras el sheriff, rifle en mano y lentamente, salía a su encuentro.

- ¡Hará bien desmontando de su caballo! –gritó Phil Ramsey de manera que todo el pueblo le oyó-. ¡Échese a un lado, quítese de en medio, amigo!

Movió el rifle hacia un lado, indicando al jinete que se apartara. Queenn se fijó en la expresión cansada del forastero.

Sin embargo no replicó nada. Movió las riendas y el caballo, lentamente, se arrimó a las tablas de la calzada para pararse después.

Había advertido algo porque una arruga le había surgido de repente y se había puesto en guardia. Descabalgó pesadamente, y al golpearse las ropas pareció salir de él una nube de polvo.

Se llevó el pañuelo a la cara, limpiando el sudor que le caía por la barba de varios días, sobre la tez casi cobriza de los ojos grises medios tapados por el negro sombrero.

Miró largamente al sheriff y dijo:

- ¿Complicaciones?

Voz sureña, de arrastrar de palabras. Aquel tipo era e Tejas o le andaba muy cerca.

Doug Wayne estaba algo desconcertado, mirando cómo los dos hombres se acercaban a un lado de la calle. Miró nerviosamente a Clyde Queennan que miraba fríamente, sin inmutarse, la puesta de sol.

- Suba a porche y quédese quieto. Así se evitará disgustos.

El forastero parecía poco preocupado por saber qué es lo que pasaba en aquel pueblo. Se quitó el sombrero, dejando al descubierto la abundante cabellera grisácea, y lo sacudió contra una de sus piernas. Preguntó:

- ¿Hay algún sitio donde se pueda beber?

Phil Ramsey, con los ojos clavados en la entrada del pueblo, pareció impacientarse.

- ¡Apártese de una vez! Si quiere beber algo vaya a la cantina de García, ahí al fondo. Pero muévase rápido y quítese de la calle.

Al otro pareció traerle sin cuidado la prisa de la estrella, pero se limitó a obedecer. Ató las riendas del caballo en un poste y subió lentamente, con fatiga, las escaleras de madera que le situaban en el largo porche que limitaba la única calle.

Phil Ramsey pareció más tranquilo y avanzó hacia atrás, sin dejar de mirar el final de las casas, y sosteniendo el rifle con el brazo y el pecho. Doug y Queenn, desde sus posiciones, parecieron aliviados.

El tipo aquel, el alto forastero de la larga chaqueta y el sombrero negro, cubierto de polvo, avanzaba lentamente por la acera e tablas, y el sonido de sus pasos sonaba ruidosos, y parecía que todo el pueblo los escuchaba. Andaba con pereza. Mirando hacia la calle a través de los ojos grises enmarcados por ojeras que el tiempo, implacablemente, había trazado.

Desde la ventana del Hotel, Marge Collins miraba asustada la escena, la calle desierta, el silencio total y la aparición del alto forastero.

Solo eso.

El sol ya estaba en su ocaso. Se escondía por poniente dejando una mancha roja, gigantesca, con que despedía al mundo y anunciaba la noche.

Fue entonces cuando el hombre de la chaqueta se paró en seco y susurró:

- Cuidado sheriff. Tiene un hombre a su espalda.

Phil Ramsey no era un novato, ni mucho menos. Simuló no oír nada, tensó los músculos y se dispuso a girar sobre sí mismo, voltear el rifle y ponerlo en posición de tiro.

Sin embargo no llegó a hacer nada de eso. Le paró en seco una voz enérgica, que habló en español como un latigazo.

- ¡Quieto Ramsey! ¿Va a balear a un hombre desarmado?

Ni Doug y Clyde Queennan habían advertido la presencia del mejicano, y su brusca aparición los había consternado. Doug Wayne tenía ya su para de “Smith & Wesson” en las manos cuando el sheriff se volvió lentamente y se encaró con la sólida figura de Tino Golás.

El aparecido sonreía por debajo de lacio bigote, echado hacia atrás, arqueando las piernas y descansando las manos sobre el cinturón desnudo de armas. Vestía a la manera mejicana, y llevaba sombrero a la espalda sujeto por una cinta de cuero.

- Hola, sheriff. Parece que sus chicos son novatos y que usted ha perdido su antiguo ojo de águila… -sonrió-. Si hubiese querido estaría frito, amigo.

Phil Ramsey estaba furioso consigo mismo, y se maldijo de haber sido el blanco más fácil del mundo. El hombre de Johnny torres le había cogido por sorpresa y eso le malhumoraba.

- ¿Qué buscas, tino? No queremos en Tumba gente de tu ralea, así que ya puedes ir diciendo a Torres que se mate con Grissom en cualquier otro sitio. Aquí, desde luego no.

Había colocado el rifle en posición de tiro y el cañón apuntaba directamente al corazón del mejicano. Se dijo que si Torres estaba oculto por allí, el primero en caer sería su mano derecha.

- Mire sheriff –dijo Tino Golás, calmosamente- Usted es un tipo simpático, y Johnny dice que le cae bien… no sea tonto y déjele hacer a él. Si le gusta Tumba ¿por qué negarle el derecho de balear a Grissom aquí mismito? Ni a usted ni a sus nenes les va nada en ello.

El forastero, que había permanecido en el porche, no era visible para Golás. Doug Wayne seguía con los revólveres en las manos, y aunque vigilaba a Tino tampoco descuidaba la calle, esperando ver aparecer de un momento a otro la estampa del “Chico loco” y su pandilla.

Phil Ramsey hizo sonar significativamente su rifle. Apuró:

- Lárgate, Tino. Y dile a Torres que si viene por aquí y saca su quita vidas, aunque solo sea para limpiarlo, le meto en la cárcel hasta que se pudra. A él, a ti, y a vuestro par de coyotes.

El forastero seguía inactivo en el porche, escuchando atentamente la conversación. Desde allí oyó la risa hueca, desagradable del mejicano.

- ¡Bravo, sheriff! Usted me gusta… -levantó el dedo índice y apuntó a Ramsey, poniéndose repentinamente serio- no juegue a ser hombre, amigo. Si Johnny Torres se enfada, usted lo pasará muy mal. Si quiere un consejo, deje que Johnny balee a Grissom mañana en este pueblo y no se meta con él… si tiene mujer e hijos, me agradecerán el consejo en lo que vale.

“Charter se equivocó en un día” pensó Phil Ramsey rápidamente”. Torres y su pandilla vendrán mañana y Tino me viene a advertir… muy bien”.

- ¡Fuera! Vete antes de que me canse y te balee, Tino.

Golás, la mano derecha de Johnny Torres, el famoso “Chico loco” oyó el “clic” de los revólveres de Doug al ser amartillados.

Miró con odio al representante de la ley pero casi inmediatamente su expresión se volvió risueña, y a la vez burlona y sarcástica.

Se volvió lentamente y su mirada se cruzó con las de Doug y Queenn que le miraban sin inmutarse hostilmente y dispuestos a actuar.

- Valientes… -susurró-. Sheriff, no haga locuras mañana. Es la última vez que se lo digo. Johnny no quiere líos con la justicia, sino solo liquidar a Frank Grissom ¿comprende? Déjele en paz y tendrá nietos…

- ¡Basta ya, Tino! ¡Muévete!

Phil Ramsey accionó el Winchister de manera que la bala subió a la recámara. El chasquido fue lo suficientemente elocuente para que Tino Golás jurara por lo bajo y echase a andar calle abajo. Tenía el caballo al final, pero antes se volvió y gritó, mirando al terceto que se había agrupado y permanecía en el centro de la calle:

- ¡Nos volveremos a ver, sheriff! ¡Y esa vez será en otras circunstancias!

Subió de un brinco sobre el potro color café y desapareció espoleándole duramente.

Allá a lo lejos quedó flotando en el aire la nubecilla de polvo levantada por los cascos del caballo, y en la calle, quizá ahora más nerviosos, los tres hombres de la ley se miraron.

Doug Wayne enfundó hábilmente, desde lejos, su par de revólveres, y Phil Ramsey bajó el rifle llevándose una mano a la cara. Los tres estaban mudos, preocupados, y la presencia del mejicano los había trastornado.

Clyde Queennan dijo algo por lo bajo y empezó a ver cómo, de distintos puntos, iban saliendo hombres con la expresión asustada. Las mujeres no lo hacían todavía, y mucho menos los niños, aunque fuesen estos los que más hubiesen dado por ver de cerca la inconfundible silueta de Johnny Torres, el “Chico loco”.

Pedro Rey llegó corriendo y cogió del brazo al sheriff.

- Estuvo muy bien, señor Phil. Así sabrá Torres quién es el sheriff de Tumba Crook… Torres y sus hombres…

La expresión de sheriff era dura como pocas veces.

- ¿Tú crees, Pedro?

El otro no contestó nada. Clyde Queennan, sin embargo, lo hizo:

- Nos hemos puesto delante de Torres, Phil, y eso es muy peligroso. Sabes que Torres no te obedecerá, y tendremos que obligarle… ¿crees que merece la pena, Phil?

Ramsey pareció atacado en lo más hondo de su ser. Se volvió velozmente y su rostro reflejó indignación. Iba a hablar, iba a contestar duramente a su ayudante, pero no lo hizo. Fue una voz sureña, de arrastrar de palabras, la que dijo:

- No, no la merece. Treinta dólares al mes no es lo bastante como para medirse al primer gatillo de la frontera. ¿O es que no conocen ustedes qué es Johnny Torres con un revólver en la mano?

El sheriff se quedó perplejo, y fue Queennan quien terminó la frase:

- Un diablo. Un verdadero diablo.

El forastero seguía allí, en el porche, mientras la gente hacía corro al grupo formado por los representantes de la ley. Se oían voces de “¡Bien Phil!” “¡Así se habla!” “¡Torres no se atreverá contigo!”, y el hombre de la larga chaqueta sonrió. Sonrió con cansancio, duramente, casi una mueca, y esperó a que el sheriff contestase. Es posible que ya supiese lo que iba a decir.

- Yo soy el sheriff, amigo, le guste a usted o no. Estas gentes me pagan 30 dólares, y eso les cuesta porque son pobres… pero también son débiles, y depositan en mí toda su confianza, toda su amistad. Yo soy el responsable de ellos, yo tengo la obligación de defenderles, de balearme por ellos ¿comprende? ¿Sabe usted que sería de este pueblo si cayese en manos de Torres y sus hombres?

Se calló un instante y contempló al grupo que le rodeaba.

- No, no lo sabe, pero yo se lo diré. Un día el “Chico loco” cayó sobre un pueblecito de Tejas. El sheriff no actuó como debiera: fue cobarde, y lo dejó hacer. Él y sus hombres se adueñaron del pueblo, hicieron cuantas barbaridades les vino en gana y terminaron incendiando varias casas. ¿Qué ocurrió después? Nada. Johnny Torres se marchó y no hubo nadie que se lo impidiera.

Phil Ramsey escupió al suelo y levantó la mirada hasta la del forastero. Se encontró con dos luces metálicas, brillantes, y un rostro crispado que se había quedado pálido. Y una gota de sudor que le bajaba lentamente por la sien de cabellos casi grises.

- No estoy dispuesto a consentir eso, -continuó el sheriff-. Yo y mis hombres lo impediremos aunque nos dejemos aquí la piel, pero sabiendo que Torres, Golás y los Gil también se la dejan. ¿Entiende, señor…?

El alto forastero de la piel tostada y los ojos grises pareció calmarse y su expresión cobró su natural indolencia. Por un momento su semblante había cambiado, se había transformado, y Clyde Queennan, un observador nato, se preguntó por qué. Y también se preguntó por qué se había hecho invisible a los ojos de Tino Golás.

- Mi nombre es Harry Shanto, -contestó-. Nos veremos luego, sheriff.

Echó a andar hacia el Hotel, observado por los curiosos que habían salido tras la marcha de Golás. Andaba lento, cansinamente, el hombre que acababa de llegar a Tumba Crook sin más equipaje que un enorme revólver “Colt” del máximo calibre. Su alta figura se perdió tras la puerta del Hotel, bajo la ventana donde unos ojos verdes no habían dejado de mirarle.


CAPÍTULO TERCERO

DONDE SE DESCUBRE A MEDIAS EL PASADO DE UN TAL HARRY SHANTO


Tenía que llegar a su revólver.

Lo sentía muy cerca, pero la mano le pesaba, como si fuese de hierro, y el brazo se le agarrotaba impidiéndole moverse.

Hacía calor, un calor casi asfixiante que le ahogaba, y fuera Johnny torres lo incendiaba todo, como un ángel vengador, como un torbellino de destrucción, matando a quien se enfrentaba, luciendo en sus manos la más fantástica máquina de matar que se había visto.

El humo ahora parecía cegarle, pero un miedo casi desesperado le mantenía quieto, estático, mientras Johnny Torres disparaba sus armas, los revólveres más rápidos que jamás se vieron en la frontera.

¡“Sheriff”! gritaba, ¡”Sheriff”! gritaba, y el pueblo ardía como una gigantesca pavesa, mientras él permanecía allí, arrinconado, huido, escondido de aquel diablo que le buscaba. El fuego crecía, arrasaba todo, envolvía con furia el cielo, amenazando destruir lo que se le interpusiese a su fiero camino. Y sus manos temblaban, su mente se oscurecía por el miedo, y las llamas le quemaban, le quemaban…

- ¡¡Bessy!!

Harry Shanto se había quedado semi-incorporado en la cama de la habitación, y un sudor frío, casi helado, le empapaba el rostro y el pecho, dejando la camisa completamente inundada.

Los ojos parecían ahora más brillantes, surcados de líneas rojas, y la frente le ardía, produciéndole un tremendo dolor de cabeza.

Tenía los ojos abiertos, y sin embargo casi no veía. La boca, completamente seca, le producía una sensación ardiente, y todo su cuerpo temblaba esporádicamente.

A pesar de todo intentó levantarse, pero algo se lo impidió. Una mano fría, suave, que le tocó la frente y le obligó a echarse.

- Cálmate, Harry. No te muevas ahora.

Había muy poca luz en la habitación, pero eso no importaba. La voz que le había hablado la reconocería en cualquier circunstancia.

- Marge –dijo lentamente, dejándose hacer-.

- No hables, Harry –dijo ella, pasándole la mano por los secos labios. –Luego lo harás, Harry.

Le paso un pañuelo húmedo por el rostro, por la frente, produciéndole una sensación de bienestar. Lo hizo varias veces, mojándolo en un pequeño recipiente, y luego sacó una pastilla de un frasco de cristal.

- Toma, Harry –sus ojos verdes parecían dos lagos maravillosos-. Te hará bien.

Se quedó tumbado, con los ojos fijos en el techo, sin hablar. Ella le miraba en silencio, la piel tostada por el aire y el sol, el pelo gris, los ojos fríos, duros, cansados.

- ¿Te acuerdas –susurró- de los buenos tiempos?

Todo ha cambiado mucho últimamente, Harry.

Él no contestó.

- Cuando te vi venir allá a lo lejos supe que eras tú. Eres el mismo aunque el tiempo haya pasado…

La expresión, la dura expresión de Harry Shanto se contrajo un instante en una mueca sarcástica.

- Más viejo, Marge. He cambiado, como todos lo hemos hecho.

Las huellas de sus ojos parecían ahora más hondas, más profundas. Y sin embargo su mirada poseía un brillo joven y agudo.

- ¿Te acuerdas de San Jacinto, Harry? –continuó Marge Collins, quedamente-. Sus casitas de adobe, sus calles pequeñas, su fuente en la plaza principal… el Saloon “Out West” donde te conocí… A veces, durante estos últimos tiempos he pensado en todo aquello, y me preguntaba qué habría sido de ti. Cuando supe lo que pasó te busqué, recorrí casi todo Tejas y no pude encontrarte. ¿Dónde estuviste, Harry?

El hombre parecía recordar, porque una sombra se había apoderado de sus ojos.

- Por ahí…

- Huyendo de ti mismo ¿verdad? Te creíste despreciable por algo que en realidad era lo más natural que le ocurriese a cualquier hombre.

Harry Shanto no contestó. Seguía mirando al techo, fríamente, como recordando en silencio a la par que Marge hablaba.

- En Amarillo me dijeron que te habían visto en compañía de Steve Lawrence, el pistolero, y te seguí la pista hasta San Antonio. Allí la perdí, Harry, y decidí dejarlo…

Harry Shanto parecía una estatua, un hombre de hielo al que nada importa.

- Te olvidas de algo, Marge. En Amarillo te dirían que salí huyendo porque alguien venía tras de mi… porque el hombre que había destrozado mi vida me perseguía, y Harry Shanto no era los suficientemente rápido, ni valiente, para enfrentarse a Johnny Torres.

Lo dijo quedamente, casi en un susurro, sin cambiar para nada el timbre de su voz, aunque las palabras que había pronunciado eran sin duda las que producían aquella arruga en la frente que marcaba al hombre con el signo del desprecio.

- Mi pista era muy fácil de seguir. En el pueblo donde se presentase Torres y los suyos había salido yo días antes. Creí haberle perdido y mira ahora: llegará mañana, a matar a Frank Grissom, al día siguiente de mi llegada.

Marge le miraba en silencio, atentamente, y de vez en cuando mesaba sus cabellos con dulzura.

- Pregunta a quien sea, hasta a un niño, y te dirá quién es Harry Shanto: un cobarde, un hombre que hizo del revólver su vida y que no supo usarlo cuando debía… un hombre que huye, que se esconde.

- Cállate Harry –Marge parecía disgustada- Eso no es cierto, y tú lo sabes… si disfrutas hiriéndote a ti mismo hazlo cuando estés solo, y no esperes a tenerme a mí delante. ¿Quieres saber lo que me dijeron cuando pregunté en San Jacinto quién era Harry Shanto? Pues Pops Fowler, el cantinero, me dijo: “Desde el Crazy Women hasta las Rousas no hay un hombre que sea más rápido con el revólver, señorita. Cuando mató a Jeff Hellys sacó el “Colt” con tanta rapidez que ninguno vimos su mano… y hay quien asegura que Jeff no llegó siquiera a amartillar su revólver”.

Harry Shanto seguía mirando al techo, impasible y ausente, ignorando la presencia de la encantadora mujer. Habló despacio:

- Hace tanto tiempo de eso que ya lo había olvidado, Marge. Había olvidado cómo era antes, quien era y cómo disparaba antes de aquella noche…

Marge Collins sonrió.

- ¿Te acuerdas de Jeremy Welch, el barbero? Me dijo: “Puede que ahora ya nadie crea en Harry Shanto, y es posible que nadie vuelva a valorar su revólver; pero la vida de un hombre, su valor, no puede ser juzgado por un solo hecho, yo apostaría un hijo mío a que Harry Shanto, desde el Crazy Women a las Rousas, es el tipo más rápido disparando un “Colt”.

La sombra de frialdad, de impenetrabilidad que tenía la expresión del hombre pareció desmoronarse entonces. Fue cuando sus ojos brillaron, sus labios temblaron y dijeron:

- Bessy también lo creía. Pero murió sintiendo que su marido era un cobarde. Eso, Marge, es algo que nunca, en toda mi vida podré olvidar ¿y sabes por qué? Más de un hombre, vaquero o pistolero me ha echado en cara lo de aquella noche en San Jacinto. Y sin embargo, nunca he vuelto a usar mi revólver dese entonces, y eso hace ya mucho tiempo. ¿Tú crees que antes hubiese consentido eso? Sabes que no, y fue desde que Bessy murió creyendo eso de mí, que ya nadie pudo importarme. Ella solo. Ella siempre, sobre mí, sin dejarme un solo instante.

Calló y la habitación pareció más sombría. Marge se levantó, abriendo la ventana, y un sordo griterío inundo la estancia.

- Son los hombres de Fred Azcon, el ranchero, que como es sábado se divierten. ¿Recuerdas Harry?

En San Jacinto, hace seis años, cuando Luky Hamond, también un sábado en el Saloon quiso besarme por la fuerza, casi borracho. Tú dijiste “muévete hacia la puerta, Luky, y no te ocurrirá nada…”, pero Luky Hamond era hábil con el revólver, y pensó que matar a Harry Shanto elevaría mucho su valoración como pistolero. Se fue hacia la puerta tranquilamente, pero de repente cayó de rodillas hacia adelante cuando tú disparaste a su cabeza. Todos nos quedamos petrificados, y más de uno dijo que el sheriff de San Jacinto había cometido un asesinato. Luego, cuando volvieron el cuerpo de Hamond y vieron su revólver en la mano derecha, amartillado, pensaron otra cosa.

- Siempre admiraste a un hombre rápido con el revólver, Marge, -dijo Harry a Shanto- Admiraste a un buen pistolero y despreciaste al mediocre. Y siempre tuviste buena vista para distinguir quién era bueno y quien no con las armas.

Marge no contestó y Harry siguió hablando.

- Cuando viste por primera vez a Sam Everitt me dijiste: cuidado, Harry. Ese hombre es peligroso. Entonces nadie conocía a Everitt, y él no hizo nada que delatase su “clase” en San Jacinto. Sin embargo, ahora es famoso, y dicen que es más rápido que Steve Lawrence… -levantó la cabeza y miró fijamente a Marge- Aquella noche, junto a la tumba de Bessy me prometí a mi mismo no utilizar más el revólver. Y lo he cumplido. Hace seis años que no he vuelto a disparar, Marge. Hace seis años que no he vuelto a poner la mano sobre el “Colt”, que me he ganado la vida de las maneras más dispares que puedas imaginar. Fui vaquero en Salt Lake, vendí caballos en Appomatox, fui transportador de oro desde California a Tejas… y ya hace mucho tiempo que me di cuenta que no hacía nada bien. A veces me quemaba el revólver en la funda… estuve a punto de usarlo varias veces, y más de uno me llamó cobarde por no hacerlo. Hace ya tiempo comprendí que lo único que hacia bien era disparar un revólver. ¿Mucha herencia, verdad? Un revólver que ya no valía nada, que había perdido su fama y había sido olvidado por aquellos que incluso algún día le habían admirado. Un revólver que de alquilarlo hubiese dado poco dinero.

Marge Collins apretó los labios, mientras afuera el bullicio aumentaba y se oían las notas de una pianola que salían del Saloon de Shermann. Unas notas alegres, movidas, que penetraron en la estancia y en los oídos de Harry Shanto.

- Para mí sigue valiendo dinero –contestó Marge, acercándose-. Te necesito, Harry. Necesito un hombre como tú para llevar adelante algo que nos hará ricos…

Harry Shanto se había puesto en pie, y se estaba abrochando una camisa blanca que había cogido de una silla. Sus ojos grises miraron los verdes de Marge Collins, y luego se fijaron en el cinto canana, la pistolera y el gran revólver “Colt” calibre 45. Avanzó hacia él, lo cogió y lo ajustó a su cintura, atando a la pierna la correílla de cuero que pendía de la funda. Sus ojos se volvieron a fijar en los bellos de Marge.

- ¿Me necesitas? Eso es lo más estúpido que he oído hace seis años.

- Escúchame, Harry –dijo ella, acercándose-. Tú mismo me has dicho que necesitas dinero, que no tienes trabajo… pues bien, yo te lo doy. Únete a mí y seremos ricos, te lo prometo. Estoy segura que tú eres el hombre que necesito, y yo creo en ti. ¿Te acuerdas que una vez te dije que algún día tendría todo el dinero que jamás soñé? Ahora es posible, si tú me ayudas.

Le había cogido del brazo y le miraba ansiosamente. Harry Shanto contestó duramente.

- No quiero tu compasión, Marge. No quiero la compasión de nadie. Cuando un hombre se hunde es mejor dejarle, ver cómo desparece, sin pretender echarle una mano, que de nada serviría. Olvídame, Marge. Mañana mismo saldré de Tumba Crook.

La mujer se quedó quieta, y ni una sola de sus facciones se movió. Contempló la alta figura del hombre, sus manos que antes fueron famosas.

Su expresión cambió entonces. Su dulzura se vino abajo y una sombra de desprecio cruzó sus ojos.

- Eso es, Harry. Huye. Sal de Tumba antes del atardecer de mañana, antes de que Johnny Torres te vea y tengas que esconderte, como un cobarde, igual que aquella noche en San Jacinto.

Los ojos de Harry Shanto parecieron destellar, y el brillo que en ellos se pintó fue el mismo que seis años atrás. Su piel tostada se tensó, y su expresión adquirió un tono de tremenda dureza.

El Harry Shanto de antaño, por un momento, estaba allí, frente a Marge.

Y fue en ese preciso instante cuando una voz conocida subió de la calle. Una voz famosa en Nuevo Méjico.

- ¡Shanto! ¡Harry Shanto! ¡Frank Grissom te está buscando!