lunes

REZA POR EL MUERTO


 CAPITULO PRIMERO 

La voz corrió de un lado a otro de la ciudad de Salina, situada en la gran ruta ganadera que unía Texas con Kansas:

—¡Colbert está aquí!

—¡Se ha presentado con toda su banda!

—¡Está atracando el Banco Agrícola!

El sheriff se encontraba bebiendo en el saloon de Anita (famosa por sus estupendos licores y culo) cuando el aviso llegó hasta él.

Uno de los vaqueros más viejos de la localidad llegó sin aliento al saloon, se tuvo que apoyar en los batientes, como si estuviera a punto de derrumbarse, y gritó:

—¡Maldita sea! ¡Esto es un desastre! ¡Sheriff, haga usted algo!

El sheriff se puso en pie. Se pasó el dorso de la mano por la boca y dijo:

—Voy a hacerlo.

—¿Qué va a hacer, sheriff?

—Largarme de la ciudad.

Todo el mundo quedó petrificado por el asombro. El viejo que acababa de dar el aviso se tuvo que apoyar de lleno en los batientes y derrumbó uno de ellos. Las girls que se paseaban sinuosamente de un lado a otro, meneando las caderas, dejaron de moverse y parecieron quedar convertida en estatuas. A un jugador se le cayeron las cartas de las manos. Incluso a la bella Anita le resbaló una botella de entre los dedos.

—¡Sheriff —gritó—! ¿Es que no va a defender a su ciudad?

El hombre de la estrella se la retiró calmosamente del chaleco y la depositó sobre la mesa.

—La ciudad puede tener muchos sheriffs —dijo—. En cambio, yo no tengo más que una vida.

Y fue hacia la puerta. Anita gritó:

—¡Escuche, maldito cobarde! ¡El Banco Agrícola no es como los otros! ¡Es una cooperativa de pequeños ganaderos que tienen sus ahorros y su capital allí! Si Colbert se lo lleva, esos hombres no se reharán jamás. ¡Tendrán que comerse sus propios caballos y luego pedirán limosna! ¡No puede marcharse así! ¡Haga algo!

El sheriff se puso un cigarro en la boca y gruñó:

—Ya lo hago. Y oigan bien esto, amigos: a mí me sabe muy mal que los ganaderos tengan que comerse sus caballos, pero peor me sabría que los gusanos se me acabaran comiendo las narices en el fondo de la fosa. Por lo tanto, me largo. Ya les escribiré una carta felicitándoles por la Navidad.

Atravesó los batientes, yendo hacia la calle. Cerca del saloon, a unas tres cuadras de distancia, se oyeron unos secos disparos.

Sin duda el atraco de Colbert no era pacífico. Se estaba saldando con sangre.

La bella Anita necesitó apoyarse en la barra. De pronto sus fuerzas fallaron.

Hundió la cabeza y dijo a media voz:

—Ese sheriff es un maldito cobarde. Sirve para detener borrachos, pero nada más. Nunca debimos elegirle. De todos modos, no le culpo.

Una girl, que estaba pálida como una muerta después de oír los disparos, preguntó:

—¿Por qué?

—Nadie se atreve a enfrentarse a Colbert. Es demasiado rápido. Sus hombres son los mejores tiradores del sudoeste. Antes de ponerte ante ellos, más vale que elijas tu tumba.

El viejo de la puerta murmuró:

—Eso es verdad. Mató al sheriff de Fort Worth.

—Y al deputy de Watsonville.

—Y al juez de Abilene.

—Y a la hija del alcalde de Dodge.

—Pero antes la ultrajó.

—Nadie se atrevería a enfrentarse a un tipo así.

—Y menos yendo con su banda.

La bella Anita pareció recapitular la situación murmurando:

—En resumen, estamos perdidos.

—Si aquí hubiese un verdadero profesional, pagaríamos lo que fuera —dijo uno de los ganaderos más veteranos.

Y entonces se oyó aquella voz: —¿Cuánto pagarían?

Sonaron otros disparos, señal de que en el banco se estaba desarrollando una matanza, pero nadie pareció prestarles atención. Aquella voz metálica, algo chirriante, ligeramente áspera, parecía atraer la atención de todos como el toque de una campana de funeral.

Y entonces vieron a aquel tipo. Resultaba extraño que no se hubieran fijado antes en él, porque era de los que llaman la atención. Quizás ello se debía a que había entrado por la puerta trasera, acodándose silenciosamente en la barra. Tenía un vaso de whisky delante, pero no parecía mirar a parte alguna.

Sus ojos eran quietos y grises. Tenía músculos de acero. Manos de estrangulador. Llevaba un cuchillo de desollar reses.

Y un Colt de matar hombres. Vaya pájaro-Preguntó de nuevo:

—¿Cuánto pagan?

La bella Anita le miró de soslayo.

—Eso depende de lo que sea usted capaz de hacer —dijo.

—Matar a Colbert —gruñó el forastero—. Pero también puedo hacer algo más.

—¿Qué?

—Puedo hacer escabeche con sus pelotas.

El tono siniestro y brutal de aquel hombre, mezclado a su voz que parecía surgir de un ataúd, hicieron que todo el mundo sintiese un escalofrío.

Un vaquero musitó:

—Lo de matar a Colbert se dice fácilmente. Lo difícil es hacerlo.

—Yo puedo intentarlo —gruñó el hombre de la barra.

—Otros lo intentaron antes —dijo el mismo vaquero.

Anita remachó:

—Y están muertos.

Una de las girls preguntó sin aliento:

—Ni siquiera sabemos quién es usted. Está hablando de matar a Colbert y a lo mejor resulta que es usted un fantasma que no sabe manejar el revólver. ¿Quién es realmente? ¿Cómo se llama?

—Muren.

El seco nombre pareció atravesar el saloon. De pronto muchos de los hombres que estaban allí quedaron sin respiración. Y Anita también. Fue Anita la que dijo:

—No es posible...

—¿Quiere que le enseñe algún documento?

—¿Qué documento?

—El recibo del último entierro que pagué.

Y añadió, mientras acariciaba su vaso de whisky: —Fue un entierro muy bonito. Cuatro muertos. Otro estremecimiento helado pasó por la espina dorsal de hombres y mujeres reunidos en el saloon.

Seguían sonando disparos.

Pero nadie los oía.

Anita musitó:

—Muren... Usted estaba contratado por la prisión de Yuma.

—Sí.

—Se ocupaba de perseguir y capturar a los locos que intentaban fugarse de aquel infierno.

—Sí.

—¿Se le escapó alguno?    

—No.

—¿Cuánto cobraba?

—Quinientos pavos si los devolvía vivos. Mil si estaban muertos.

Bebió un trago y añadió:

—No sé qué pasaba. A todos les daba por morirse.

—Es usted una bestia, Muren.

—Sí. Pero supongo que ustedes necesitan una bestia.

—Más o menos... sí—susurró Anita.

Y el viejo de los batientes, que por momentos se estaba volviendo tartaja, preguntó:

—¿Es verdad que luego pa... pa... pacificó la ciudad de... de La... La... Laramie?

—Es verdad.

—Me han dicho que... que... ampliaron el ce... cementerio.

—Poca cosa. Unas doce tumbas. Lo que pasó fue que todos los muertos estaban muy gordos. Ocupaban sitio.

—¿También es verdad que usted mató a Clinton?

—Bueno... Clinton se murió solo.

—¿De qué modo?

—Yo lo colgué a ver qué pasaba. Y resulta que en seguida la diñó. 

Acabó su whisky antes de añadir:

—¡Qué cosas...!

—Le pagamos mil dólares limpios de polvo y paja si mata a Colbert —dijo de pronto la bella Anita—. Yo respondo de que los va a cobrar.

Muren apenas abrió la boca para decir:

—Mil doscientos.

—Eso es mucho dinero.

—No lo crea. A cambio de eso, mataré también a todos los miembros de la banda.

—De... de acuerdo, Muren. ¿Pide algo más?

—Sí, nena.

—¿Qué?

—Un beso.

Y le dio un  casto beso en la mejilla.

Ella dijo:

—No ha estado mal. ¿Por qué no repites?

Pero Muren ya no la oía.

Estaba saliendo a la calle.

Una de las girls musitó:                                                                     

—Más vale que te olvides de ese beso, Anita.

—¿Pues de qué me he de acordar?

—De rezar por los muertos.

CAPITULO II

 La verdad era que, viendo la cara de mala leche de Muren, cualquiera tenía motivos para pensar que aquello iba a acabar en un baño de sangre. Y en efecto, la cosa empezó siendo bastante entretenida.

Porque el banco asaltado se encontraba dos esquinas más allá. Pero uno de los miembros de la banda, para proteger a los que estaban trabajando dentro, se había apostado en uno de los tejados y dominaba la calle con su rifle.

Fue ése el que vio avanzar a aquel extraño pistolero que venía a cuerpo descubierto. Al principio bizqueó porque no entendía nada de lo que pasaba. Pero luego notó que una especie de frío recorría su columna vertebral mientras barbotaba:

—¡Infiernos! ¡Es Muren!

Lo conocía por una sencilla razón: Muren había matado en Abilene a dos de sus compinches. Por lo tanto preparó el rifle mientras se incorporaba parcialmente, sabiendo que no podía fallar. Su boca se crispó en una mueca de victoria.

Fue su error. No se dio cuenta de que se estaba descubriendo demasiado. Creyó que Muren no le miraba.

Y, de pronto, creyó ver aquella especie de chispita que atravesaba la calle. De una forma confusa le pareció que todo el tejado daba una vuelta en torno suyo. Empezó a lanzar un alarido cuando la bala le atravesó los sesos, pero ni siquiera tuvo tiempo de terminarlo.

Muren acababa de disparar desde la cadera.

Dijo:

—Descansa en paz, hermano.

Y se volvió.

Su gesto fue instantáneo.

Resultó tan rápido que los tacones de sus botas, al girar, produjeron una nube de polvo.

Otro hombre con un rifle acaba de aparecer de uno de los portales. Con la culata apoyada en una de las caderas, iba a disparar. Movió el dedo sobre el gatillo mientras gritaba:

—¡Hijo de perra!

Pero Muren había disparado ya. Muren acababa de verlo con unas décimas de segundo de anticipación. Aquella especie de chispita que atravesaba la calle se metió entre las dos cejas del hombre.

—¡AAAAAH!

El grito tuvo que oírse en media ciudad. Muren le dirigió una sonrisa compasiva.

—Qué lástima —dijo—. No me has dejado tiempo ni para invitarte a un trago.

Y movió el Colt de nuevo.

Todo estaba resultando instantáneo, siniestro, alucinante.

Uno de los atracadores acababa de salir del banco. Iba en busca de los caballos para la huida. Puso los pies en el porche y de pronto vio aquellos ojos helados, aquel revólver, aquella sonrisa macabra.

Apenas pudo barbotar:

—Muren...

Fue su última palabra. El cazador de hombres acababa de disparar otra vez. Un cuerpo salió proyectado hacia atrás y pareció quedar enganchado a una de las columnas del porche.

Con ello Muren tenía el camino libre. Podía entrar en el banco. Y lo hizo tras recargar el revólver instantáneamente, mientras la sonrisa de sepulturero volvía a flotar en su boca.

Dijo con un soplo de voz:

—Colbert...

Sabía que el otro no podía oírle. Tampoco podía verle. Por lo tanto, Colbert saldría del banco confiadamente, creyendo que los caballos estaban ya listos... pero sería para encontrarse con el revólver de Muren. Y el revólver de Muren siempre mordía, el revólver de Muren era una mala bestia que siempre tenía hambre.

Jamás el cazador de hombres había tenido una victoria tan fácil. Supo desde el primer momento que iba a matar.

Pero el que ahora se llevó una sorpresa fue Muren. Porque la verdad era que no había sospechado aquello. Vio aparecer a Colbert... pero llevando como parapeto a una muchacha de apenas quince años a la que apoyaba un Colt en la sien.

Podía matarla con un soplo.

La cara marcada de viruelas de Colbert brillaba de sudor. Sus ojos eran pequeños como dos puntitas de alfiler. No tenía apenas labios, porque daba la sensación de que habían sido comidos por una especie de lepra. Y sin embargo trataba de sonreír triunfalmente, mientras miraba con sorna a Muren.

Masculló:

—Vamos... Dispara, amigo... Dispara... No podrás impedir que yo le vuele la cabeza a esta pobre chica.

Muren fue a decir: «Pues vuélasela. Yo cobro mil doscientos del ala por matarte. Eso es lo único que me interesa, hijo de zorra.»

La verdad era que la vida de aquella muchacha valía para él menos que la piel de un perro. Si Colbert la mataba, tanto peor para él, porque se quedaría sin parapeto y entonces él lo acribillaría. Pero fue al ver los ojos de la muchacha cuando sintió que algo le secaba la garganta y le ponía una especie de mano fría en el corazón. Fue al leer aquel horror, aquella inocencia, aquella esperanza perdida en un rostro casi infantil, de muchacha que se iba a ir al otro mundo cuando apenas acababa de llegar a éste. La derecha de Muren, que no había temblado nunca, tuvo un leve estremecimiento.

Ella bisbiseó:

—Por favor...

Y Muren sintió que le fallaban las fuerzas.

El, que no había vacilado nunca, que nunca había perdonado y que parecía haber nacido para matar, notó que esta vez la derecha se le hundía. Le fue imposible sostener la mirada de aquella chica. Le fue imposible también escuchar la risita sardónica de Colbert.

Colbert estaba diciendo:

—Vamos... ¿Por qué no te mueves? ¿Por qué no aprietas el gatillo? Para atravesarme a mí, tendrás que atravesar antes a la chica. ¿A qué esperas?

Muren tragó saliva. Tuvo la sensación de que se estaba tragando un veneno. Y la voz con la que habló no pareció la suya cuando dijo:

—Eres un hijo de gran marrana, Colbert. Un día una rata se metió en la cama con una serpiente, se la tiró y de ahí naciste tú. Felicidades.

Colbert no se inmutó ante el insulto.

—Me gustan las serpientes —dijo—. Me gustan también las ratas. Si crees que me has ofendido, vas listo. Y ahora hablemos.

—¿Hablar de qué?

—De las condiciones. Si quieres que esta muchacha siga viva, vas a tener que obedecer mis órdenes.

—¿Y cuáles son tus órdenes, gusano asqueroso?

—Quiero salir de aquí con los tres hombres que aún permanecen en el banco. Quiero llegar sano y salvo, junto con ellos, a los caballos que ves en esa esquina. Y quiero, en fin, llevarme el botín. Ya lo tenemos metido en una bolsa.

Eran unas condiciones infames. Colbert lo quería todo. La gente que estaba en la calle, y que al fin se había atrevido a salir, guardó un espantoso silencio.

Todo el mundo se preguntaba qué iba a hacer aquel matador de hombres, aquel sepulturero llamado Muren.

Pero Muren dijo con voz opaca:

—Acepto.

Se produjo un murmullo de estupor.

Y se oyó de nuevo la risita sardónica de Colbert.

—Vas a tener que soltar el revólver, Muren —dijo.

—Eso no lo haré.

—¿No? ¿Y entonces cómo sé que no vas a matarme cuando yo suelte a esta zorrita?

—Puedes estar tranquilo, porque yo te doy dos palabras de honor.

—¿Sí? ¿Qué dos palabras?

—La primera es que no te mataré ahora.

—¿Y la segunda?

—Que te mataré la próxima vez que te tenga ante los ojos. Te arrancaré los dos ojos con dos balas.

Hubo un suave murmullo en la calle. Todo el mundo sintió frío en los huesos. Muren era uno de los tipos que nunca fallaban cuando hablaban de matar. Y el propio

Colbert también sintió aquel mismo frío en los huesos, pero supo que le convenía aceptar porque de lo contrario la situación no iba a tener salida. En consecuencia, dijo:

—De acuerdo. Voy a soltar a la chica y voy a avanzar hacia los caballos. Pero uno de mis hombre se quedará cubriéndonos la retaguardia y apuntando a la muchacha hasta el último momento. Si tú haces un solo gesto que no me guste, a ella le volaremos la cabeza.

—Acepto, Colbert.

Entre el silencio espectral de la calle, Colbert hizo una seña hacia el interior del banco. Tres hombres que le debían de haber estado observando desde más allá de la puerta salieron entonces. Todos llevaban las armas en las manos y uno de ellos, además, llevaba una abultada bolsa de lona llena a rebosar de billetes.

Fue ése el que primero se dirigió a los caballos. Colbert lo acompañó. Sus otros dos hombres vivos fueron a seguirle, pero el pistolero hizo una seña al que estaba más retrasado.

—Tú, quédate junto a esa golfa. Si Muren intenta algo contra nosotros, la matas.

El designado para aquel trabajo hizo una mueca de horror, porque sabía lo que significaba quedarse retrasado ante un hombre como Muren. Pero no le quedaba más remedio que obedecer. Y de todos modos Muren dijo:

—Respetaré tu vida si no haces algo que no me guste. Pero si veo un solo gesto que me toque las pelotas, te mataré como a una babosa. Ya te has enterado.

El otro no contestó.

Pero su derecha temblaba.

Su jefe y sus compañeros subieron entonces a los caballos. Muren seguía con el revólver en la mano, pero no lo había movido. Ahora los atracadores lo tenían todo a su favor. Ya estaban sobre los caballos y un solo gesto bastaría para que el que les cubría las espaldas corriera a acompañarles.

Colbert debió haber hecho aquel gesto. Pero su instinto sanguinario, su salvajismo, triunfó en él, aunque quizá fue una maniobra calculada para tener ocupado a Muren. Sabía que mientras Muren se dedicaba a su subalterno no se dedicaría a él.

De pronto gritó:

—Mátala, Peter... ¡Mátala!

Peter obedeció maquinalmente. Fue a volarle la cabeza a la chica. La bala llegó a brotar de su revólver.

Pero cuando Peter apretó el gatillo, era ya un hombre muerto. Los ojos se le salieron de las órbitas al recibir el balazo de Muren en la oreja derecha. La tapa de los sesos pareció saltar por los aires.

Y a eso se debió el que no volara también la cabeza de la muchacha. Ella recibió el plomo en el cuello, debajo de la barbilla, y sólo por un milagro no le voló la yugular. Todo el mundo lanzó un grito cuando el último pistolero salió despedido y atravesó como un pelele una de las ventanas del banco.

Mientras tanto, Colbert gritaba frenéticamente:

—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Vamos! ¡Fuera!

Estaban tan cerca de la esquina que les bastó un solo giro de sus caballos para desaparecer de la vista de cuantos se encontraban allí. Sus hombres dispararon al mismo tiempo contra los dos únicos corceles que se hallaban amarrados en la plaza. Con eso evitaban una persecución inmediata, al tiempo que desconcertaban a todo el mundo. Sonaron maldiciones y aullidos mientras los caballos caían.

Los fugitivos se lanzaron a un rabioso galope.

Y todo el mundo esperó las órdenes de Muren, porque en cuestión de hombres muertos era Muren el que tenía la última palabra. Pero Muren quedó desconcertado durante unos segundos, y fue por una sencilla razón: no sabía si estaba viva la chica. Saltó hacia ella y le sujetó la cabeza mientras gritaba:

—¡Pronto! ¡Un médico! ¡Aprisa!

Un hombre que parecía tambalearse avanzó hacia los dos. Echó un vistazo a la joven y musitó:

—Menos mal que la hemos cogido a tiempo. Puede vivir.

—Haga lo que sea, doc. Yo corro con los gastos. ¡Hágalo!

Y se volvió hacia los hombres que ahora llenaban la plaza mayor de Salina. Varios de ellos, completamente desorientados, buscaban sus caballos sin darse cuenta de que estaban muertos.

Muren dijo:

—No vale la pena. Ya hemos perdido un tiempo precioso. Cuando encontremos caballos y los ensillemos, nos habrán sacado más de diez minutos de ventaja. No los atraparemos.

Además, Muren sabía que los caballos de los fugitivos eran animales excelentes, previamente seleccionados, mientras que los corceles que encontrarían a toda prisa en Salina eran animales normales, utilizados en los trabajos rutinarios. Por eso insistió:

—Es inútil.

Su cara era una máscara.

Sus ojos resultaban más siniestros que nunca.

—Lo mataré —masculló—. Cumpliré mi palabra. Lo mataré.

La bella Anita, que había llegado hasta las cercanías del banco, dio un meneo de caderas y murmuró:

—Pues has perdido mil doscientos de ala, macho.

—Sí.

—Pero no has perdido lo otro.

—¿Qué es lo otro?

Ella le señaló las curvas opulentas y contestó:

—¿Lo preguntas...?

—Celebraremos la fiesta más adelante, nena —dijo Muren.

—¿Sí? ¿Cuándo?

—Cuando haya pagado una nueva colección de tumbas. Y cuando haya pagado también para Colbert un ataúd forrado con piel de sapo. Palabra.

 

                                                                                         CONTINUARÁ