UNO
Las risas aún no habían. Por eso, el juez Corcovan aprovechó el momento y soltó su gracia.
- Casi igual que Joe Small. Cuando no nos damos cuenta, nos da malta en vez de buen café.
El coro de risas volvió a estallar y Joe Small, alto, frisando los cuarenta, se puso algo colorado y se levantó. Con su negra levita y su lazo al cuello, era la viva estampa de un hombre respetable e íntegro.
Siguió la corriente al juez.
- Todos sabemos que Corcovan es raro -dijo- pero no siempre. Hay veces en que se tuerce.
Los rostros colorados de animación miraron algo extrañados, y el propio juez preguntó:
- ¿Eh? ¿Cuándo?
- ¡Cuando se emborracha, hombre!
Volvieron a sonar las carcajadas, fáciles de provocar en aquella sobremesa. Los comensales, sentados a ambos lados de una gran mesa alargada, se dedicaban ahora a encender sus aromáticos cigarros.
El sheriff Mason, “Jake” para los amigos, creyó que aquel era un buen momento para echarse una siestecita y puso en práctica la idea. Doug Ganett, propietario del mayor rancho del condado, se levantó de su asiento y vociferó con su voz chillona.
- Este año parece que la elección está más movida. ¿Ha llegado el momento, doctor Ibsen?
- Calma Doug, no te precipites. Estoy seguro que Bill Weck y señora han llevado el asunto con la mayor rapidez, pero no vertiginosamente. ¿No es así, Bill?
El interpelado, un individuo fornido y rubio, dejó escapar su ancha sonrisa y respondió:
- Es una lástima que las mujeres no puedan asistir al banquete del “primer ciudadano de Valley City”. Con ellas esto se animaría bastante, porque votarían al más guapo, o sea, a mí.
Joe Small lanzó una carcajada que los demás corearon, y Weck siguió hablando.
- Ya falta poco. Mi mujer vendrá con la lista dentro de un momento.
El doctor Ibsen se levantó y preparó un gran pastel de merengue que había en el centro de la mesa. “Jahe “Mason lanzó un ronquido algo más fuerte que los demás y Corcovan le obsequió con un amistoso codazo en el vientre.
Como si buscase dar más emoción al asunto, Doug Ganett, que estaba algo bebido, se levantó y dejó oír su inconfundible voz.
- Señores y señores (porque solo hay hombres) que me escuchan….se hacen apuestas para la elección del mejor ciudadano de Valley. ¿Será elegido el sheriff Mason, un tipo que se pasa durmiendo veinticinco horas al día? ¿Tal vez el señor Weck, que es quien lleva los votos, o su mejor amigo, el señor Small, un dechado de perfecciones y simpatía? ¿Tal vez el juez Corcovan, que ha sabido ser inflexible a todas las incursiones de bandidos, o, será posible, que yo mismo, sin duda alguna el más inteligente de todos los presentes?
Sin duda alguna, Garrett iba a seguir hablando para martirio de los demás, cuando la puerta se abrió. Una señora, ya entrada en años, apareció como un ciclón, y casi jadeante se plantó junto a Bill Weck.
- ¡Hola, querido! -dijo-. Los votos y la lista.
Era la señora Weck que traía el resultado de la encuesta. Abrió un gran bolso de viaje que traía con ambas manos, y procedió a volcarlo encima de la mesa entre las miradas atentas de los asistentes.
Bill Weck cogió la lista, y sin mirarla la entregó al doctor Ibsen. Este se ajustó las gafas, con un ademán de suficiencia, y comenzó a repasarla entre la expectación general.
Se quitó las gafas y guardó la lista en el bolsillo. Luego gritó:
- ¡Un hurra por Joe Small!
El señalado por el médico se había quedado un instante desconcertado, pero el estallido de júbilo que siguió le sacó de su sorpresa. Bill Weck fue el primero en abrazarle, y tras él, todos los presentes, incluyendo al sheriff Mason que se había despertado por el ruido. A los gritos de “¡hurra!” y “¡yupi!” se unieron las exclamaciones de los graciosos de turno.
- ¿Qué sería de nosotros sin el almacén de Small?
- ¡Viva Joe! ¡Que no se te suba a la cabeza y aumentes los precios, chico! ¿Nos regalarás ahora un regaliz, buen hombre?
El doctor Ibsen le hizo comerse el pastel de merengue casi entero, y una vez terminado, le subieron a hombros, paseándole así por la habitación. Empezaron a cantar todos a la vez “Es un muchacho excelente”, dirigidos por Doug Garrett, que pegaba saltitos al frente del improvisado orfeón.
Era un día que nunca olvidaría Joe Small. Sobre todo cuando a partir de ese momento comenzó para él la pesadilla más terrible que padeciera en su vida.
DOS
La señora Weck y el pequeño Troy estaban mirando los últimos libros que se habían recibido en el almacén de Joe Small. Cuando éste salió de una puerta de dependencias, Troy se le agarró de las largas piernas y su madre le miró cariñosamente.
- Es muy interesante este nuevo pedido de libros, Joe -dijo-. Sobre todo este “Historia de un hombre solo” de un tal Drive Smith.
Joe Small sonrió como siempre lo hacía, abiertamente, sin reservas, y señaló con la punta del dedo al citado volumen.
- Muy aleccionador. Es la vida de Clint Rassendean, un famoso pistolero del Sudoeste. Tal vez el más famoso.
La señora Weck, sin embargo, puso un cierto aire de aversión y desprecio rápidamente al seguir ojeándolo.
- ¡Un pistolero! ¡Que horror! Supongo que no tendré ocasión de tropezarme con un tipo de esos en toda mi vida.
Joe volvió a sonreír y ofreció a Troy un caramelo que guardaba en vasijas de cristal. La señora Weck se le quedó mirando un instante y dijo.
- Oye, Joe, no quiero ofenderte pero ¿no has pensado en volver a casarte? Un hombre como tú necesita una mujer al lado, y más, llevando el único almacén que hay en el pueblo.
Ya se sabe que las mujeres se ponen sentimentales al hablar de matrimonio. Como no era una excepción, el rostro de Mrs. Weck se había tornado triste, y hasta sus ojos parecían emocionados. Joe Small sonrió tímidamente, como un niño grande, y se quedó pensativo. Movió la cabeza negativamente.
- No, no -dijo-. A Skip no le gustaría.
- ¡Tu hijo solo tiene cuatro años, Joe! -respondió con vehemencia la mujer- ¿Qué sabe él lo que le conviene a su padre?
Joe Small salió de su abstracción y se colocó de dos zancadas al otro lado del mostrador.
- No le gustaría -repitió-. Además ¿qué mujer querría cargar con un tipo como yo? No, es algo imposible, créame.
Como buena tejana, la señora Weck se disponía a volver a la carga, cuando Garrett irrumpió en la tienda. Llevaba una camisa vaquera de seda que decía haber comprado nada menos que en San Antonio.
- ¡Vamos Joe! La partida es dentro de cinco minutos. ¿O lo habías olvidado?
- Ahora voy, Doug -contestó Small-. Se había quitado el mandil de cuero y tal vez respiró aliviado por el oportuno quite- ¿Se llevará el libro, señora Weck?
Era indudable que aquel libro no interesaba en absoluto a la mujer, y solo era un pretexto para charlar con Joe Small. Lo cogió y comenzó a pasarle las páginas con cierta aprensión.
- Sí -dijo-. Es interesante conocer la vida de un hombre que vive de su gatillo. ¿Cómo dijiste que se llamaba, Joe?
- Clint Rassendean. Cuando limpió el pueblo de Deodwood, en Dakota, barriéndolo de pistoleros, le llamaron Clint Vendaval. En fin, supongo que todo eso le resultará fastidioso, no tiene obligación de llevárselo, señora Weck.
Pero Nancy ya estaba decidida. Aunque se preguntase qué diablos iba a hacer con semejante librito. Se lo metió en el bolso, sacó un billete de dólar y lo puso encima del mostrador. Se despidió con una encantadora sonrisa.
- Hasta luego, Joe. Y ya sabes, piensa en lo que te he dicho. Adiós señor Garrett.
Joe Small sonrió y saludó a la señora Weck. Cuando ésta se hubo marchado, Garrett pareció impacientarse y apremió,
- ¡Joe! ¡No vamos a llegar a la partida!
- Es un momento, Doug -dijo-. Ahora mismo nos vamos.
Se ajustó la corbata, se puso la levita y cerró con llave la caja registradora. Luego, ya en la calle, con los movimientos sincronizados de un hombre metódico, bajó el cierre del almacén y echó la llave del candado. En un momento los dos caminaban juntos.
- El viejo Corcovan está en forma -decía Doug Garrett mientras avanzaba con sus pasos cortos y rápidos-. Ayer “barrió” a Jake con su escalera real y hoy dice que se hará el amo de la mesa…
Tim Flaherty, el barbero, se acercó a Small y le cogió del hombro. Era aún un muchacho.
- Gracias, Joe -dijo-. Mi mujer me aseguró que esperarás para cobrarte lo que te debo. Te lo agradezco mucho, Joe.
Small sonrió como siempre, muy poco y sin abrir la boca, miró a Flaherty y contestó:
- Estate tranquilo, Tim, ya sabes que mi almacén no quiebra por tan poca cosa.
El otro rió y siguió después de un saludo con la mano. El doctor Ibsen pasó deprisa junto a los dos hombres y casi no tuvo tiempo de pararse. Dijo:
- ¡Hola, Joe! La señora Goodwin tiene jaqueca, y se ha empeñado en que se está volviendo loca. ¡Estas mujeres…! Cualquier día se inventarán tantas enfermedades que dentro de poco los locos seremos nosotros, los médicos.
Desapareció rápidamente con el maletín bien agarrado a su mano derecha y con el trote característico que imprimía a sus salidas.
Dog Garrett aceleró el paso cuando vio que Harty Karl, el hijo del herrero, avanzaba hacia ellos.
- Rápido Joe -dijo Garrett-. Marty quería darte las gracias porque le regalaste un traje, y si perdemos más tiempo hoy no podremos jugar.
Small saludó con el brazo a Karl y siguió al ritmo impuesto por su acompañante. Al poco tiempo los dos hombres entraron al local en cuya fachada podía leerse “Saloon”.
Era pequeño, limpio y con apariencia de honestidad. No había terciopelo, espejos ni arañas de cristal en el techo, y el ambiente era fresco y agradable. En una mesa del fondo, los asiduos contrincantes de todas las noches. Corcovan, Mason y Weck, esperaban impacientemente a los que completaban el quinteto de jugadores.
- ¡Ya era hora! -gruñó el juez, con la voz de cascarrabias que Small conocía tan bien-. Supongo que esta noche aún podremos echar un par de manos.
Bill Weck golpeó la espalda de Joe en amistosa señal de camaradería, y junto con Doug Garrett colocó un par de sillas a la mesa. El verde tapete, completamente inmaculado y sin una sola botella, se vio enseguida poblado de naipes que corrían vertiginosamente como dotados de vida propia.
Eran las ocho en el reloj colocado detrás del mostrador, y que el dueño engrasaba todos los días porque era la hora oficial de Valley City. Aquel reloj, viejo y pesado, señalaba los cuartos con una sola campanada, y esto sucedía tan rápidamente a oídos de Joe Small cuando jugaba, que siempre había creído que aquel reloj era un prodigio de velocidad.
¡Que lentos iban a pasar los minutos a partir de entonces! A partir del instante en que Tim Flaherty, el barbero, entró como una flecha en el Saloon y se dirigió casi sin respirar a la mesa donde los cinco jugaban.
Tenía la expresión denudada y sudaba por la frente. Doug Garrett, que al principio puso un gesto de fastidio al ver entrar al barbero, comprendió enseguida que algo raro estaba ocurriendo. Los otros, lentamente, levantaron la cabeza y entonces Flaherty habló, torpe y entrecortadamente.
- Hay… fuera un hombre que… que pregunta por Joe Small…
Se paró, quedándose mudo improvisadamente. El juez Corcovan levantó una ceja, en señal de incomprensión. Dijo:
- No le veo nada de particular, ¿y quién es ese tipo, Tim? ¿le conoces?
Tim Flaherty movió la cabeza negativamente y pareció que iba a seguir callado. Luego dijo:
- Es forastero aquí… no le he visto en mi vida…
El muchacho seguía tan nervioso que los hombres empezaron a impacientarse. Mirándole fijamente, Joe Small se levantó de la silla, avanzó hacia él y le cogió por los hombros. Habló despacio, como intentando tranquilizar al joven.
- Vamos Tim domínate. ¿Qué ocurre? ¿ Puedes explicarme qué te pasa?
Tim Flaherty había bajado la cabeza, y la movía de un lado para otro, sin mirar a nadie.
Se le enronqueció la voz cuando dijo:
- Quiere que salgas a la calle… pero no lo hagas, Joe… ese tipo es un pistolero y… ¡yo creo que viene matarte!
TRES
Una mano invisible, helada, pareció oprimir el ambiente y todos se quedaron rígidos, incapaces de reaccionar.
El primero en hacerlo fue el sheriff Mason, levantándose de su asiento como impulsado por un resorte.
- ¡Estás loco, Tim! ¿Un pistolero en Valley City? ¿Te dijo su nombre?
El muchacho parecía ahora algo más tranquilo, levantó del todo la cabeza y se enfrentó con la inquieta mirada del de la estrella.
- Su nombre es Ed Morgan.
¡Claro que le conocía! Un peligroso pistolero del Crazy Woman, reclamado en docenas de pueblos y con cabeza puesta a precio. El sheriff Mason sintió que una densa neblina le envolvía y se quedó sentado, con la cara contraída por un gesto de asombro.
- Increíble –musitó-. Ed Morgan en un pueblo como Valley City, para matar a un hombre como Joe Small… ¿estás seguro, Tim?
El chico no dudó. Su rostro había adquirido una extraña expresión de dureza que contrastaba con su juvenil aspecto.
- Lo leí en sus ojos. Busca a Joe Small y quiere que salga a la calle… sabe lo que eso significa ¿no es así, Jake?
El sheriff no respondió, porque en realidad no hacía falta. Cualquier idiota lo hubiera comprendido, y él no se tenía por tal. Se cubrió la cabeza con las manos, como intentando valorar la situación, y se quedó callado, incrédulo, en pie y con gesto indefinible. El protagonista del drama, Joe Small, parecía un muñeco grande al que han cortado los hilos que le hacen moverse. Estaba aplanado, confuso, y le parecía una pesadilla lo que estaba viviendo. Agarró a Flaherty por las solapas y exclamó.
- Veamos, Tim -luchaba por mantener la serenidad-. Cuéntame exactamente lo que ha pasado. Y por favor, habla sin miedo.
El barbero había recobrado una calma sorprendente. Empezó a hablar:
- Entró en la barbería hace un rato. Lleva la camisa y el pantalón llenos de polvo, y las botas muy gastadas. Sin embargo, el par de revólveres están tan brillantes que casi me deslumbraron. ¡Ah! También lleva un cuchillo de mango tallado metido en el cinturón.
- Ed Morgan -susurró como para sí el sheriff Mason-. Ese tipo es Ed Morgan, sin lugar a dudas.
- Se plantó en la puerta y dijo muy alto “Busco a Joe Small, el del almacén. Dile que le espero en la calle, chico”. Se tocó los revólveres con las manos y se quedó allí parado, esperando a que yo saliese. Cuando ya me iba, me añadió, “Ed Morgan le está aguardando”
Se calló y pareció que el silencio lo inundaba todo como asfixiando a los hombres allí congregados. Joe Small, absorto, miró el reloj y le pareció más lento que nunca, más terrible porque estaba marcando los momentos más angustiosos de su vida.
-No conozco a ese hombre, no le he visto en mi vida, todos sabéis que solo fui una vez al Crazy Woman y...¡y juro que no le vi!
Lentamente, casi febril, volvió los ojos y su mirada fue pasando por los cuatro hombres sentados alrededor de la mesa.
El juez Corcovan rehuyó la mirada, la hundió en el verde del tapete y escondió las manos bajo la madera porque temblaban ostensiblemente.
Doug Garrett tenía el rostro contraído por una mueca que le dominaba, que le tenía aferrado a la silla y le impedía moverse: el miedo.
Bill Weck, su mejor amigo, le miró y sus ojos lo dijeron todo. “No me pidas nada, Joe, compréndelo, no me mandes a la muerte…”
Jake Mason seguía con las manos tapándole el rostro, en actitud ausente y pasiva.
Joe Small se sintió espantosamente solo.
- ¡Tú eres mi amigo, Bill! -chilló, incapaz de contenerse- ¡Ayúdame, no me dejes solo ahora! ¡Todos ustedes son mis amigos! ¡¡Mis amigos!! ¿Para cuándo dejan el momento de demostrarlo, para cuando esté muerto? ¿Para llorar en mi tumba?
Se quedó implorante, con las manos tendidas, como un pobre que pide una limosna. ¿Era su vida una limosna? El hombre íntegro, imperturbable, se había desmoronado como un castillo de naipes, y solo una llama de rabia, de impotencia, latía en su alma ante la soledad completa en que sus amigos le dejaban, ante la huída a su llamada de ayuda.
Toda su vida conviviendo con gentes que le estimaban, que le apreciaban, a los que había dedicado toda su abnegación y los que le pagaban con un increíble olvido.
No se dio por vencido. Gritó:
- ¡Sheriff, haga algo! ¡Usted es la autoridad aquí, y ese Morgan es un pistolero! ¡Apréselo!
Mason seguía absorto, y parecía que nada en este mundo podría arrancarle de la silla. El hombre de la ley, con su revólver viejo y tan pocas veces usado, un anacrónico “Smith &Wesson “, era la viva estampa de la impotencia.
Joe Small le agarró de las solapas, le levantó casi en vilo y volvió a chillar.
- ¡No me puedes dejar solo, Jake! ¡ Tú representas la ley, lucha por ello! No puedes dejar que me maten. ¡No puedes consentirlo!
El sheriff era un guiñapo en sus brazos. Habló pesadamente, con esfuerzo.
- Es inútil Joe. ¿cómo voy a enfrentarme a un tipo como Ed Morgan? Es ridículo. No llegaría a tocar mi revólver… compréndelo Joe. No somos nada en contra de un pistolero; no nos pidas nada Joe…
“Algo pasaría entre Joe y Morgan en el Crazy Woman”...pensó.
Se paró y cuando Small le soltó pareció aplastarse contra la silla.
Silenciosos, estáticos, abstraídos, los cuatro hombres sentados alrededor de la mesa luchaban con un ente invencible, el miedo. No se podía nada de aquellos hombres y Joe Small, de pie en el centro del Saloon, así lo comprendió.
Su mundo le había dejado solo frente a la muerte, le había abandonado olvidando todo lo que por él hizo el pobre Joe Small. Había recobrado, sin embargo, la serenidad, y en sus ojos brillaron las luces de la rebeldía.
- Avisa a Karl y a su hijo, al doctor, a los hermanos Webster -dijo dirigiéndose a Flaherty-. A todos los que encuentres. Alguien vendrá en mi ayuda.
Lo dijo con voz ronca, quizá ausente, y cuando el chico salió se quedó mirando, ensimismado el gran reloj.
Sudaba copiosamente, un sudor helado que le caía por la frente y le ardía el cerebro como si una fiebre desconocida le hubiese asaltado. Sus manos temblaban, pero por encima de todo una fuerza extraña le mantenía en pie, como pidiendo lucha en aquellos trágicos momentos. Era la rabia sorda, la desesperación de un hombre solo, completamente solo y perdido, y que sus amigos le volviesen la espalda era algo que le hacía daño dentro del pecho. No querían mirarle, no se movían, casi no respiraban para, estúpidamente, pasar inadvertidos. Era muy triste verlos allí, cobardes en su mutismo, y al hombre cuya vida dependía de ellos, a un solo paso, con la muerte esperando más allá de los batientes del Saloon.
El reloj parecía haberse parado, y los minutos pasaban espantosamente largos. Al fin, Tim Flaherty apareció en la puerta y sus ojos lo dijeron todo. Estaba cansado, completamente vencido, y solo exclamó:
- No vendrá nadie, Joe. Nadie.
Joe Small no dijo nada. No hizo gesto alguno, no se rebeló contra un pueblo cobarde, egoísta, traidor. No gritó, no se desesperó, no huyó, no perdió la calma.
Estaba rígido, pálido y duramente crispado. Como un muerto.
Era una escena grotesca, porque estaba al margen de lo sublime. En un solo instante, Joe Small comprendió cuán poco valía la fe en los hombres, qué frágil era, qué poca verdad había en un corazón humano.
Vio la muerte tan cerca, se sintió tan solo, que por encima del desprecio de verse olvidado y vencido, sintió solo el deseo de llorar.
Ahora, el hombre estaba triste.
Ya no le importaba nada, ya no pedía ayuda, ya no imploraba, ni siquiera odiaba a los que le dejaron tan indefenso como a un niño.
Simplemente, estaba triste.
Los ojos se le llenaron de lágrimas, echó una última ojeada a los que fueron sus amigos y solo vio rostros crispados por el miedo.
Avanzó unos pasos, se armó de valor y recogió el revólver que Tim Flaherty le tendía.
El Saloon era una gran tumba, porque tenía el silencio que solo una muerte proporciona.
Esto era lo que pensó Joe Small cuando, torpemente, cogió el “Colt” y se lo puso en el cinturón; nunca había manejado un arma, pero era como si una extraña furia que nunca antes sintió se apoderase de él y le incitase a luchar por su vida.
Con pasos vacilantes llegó a los batientes.
No miró hacia atrás. ¿Para qué? Su mano derecha empujó las hojas y un momento después su alta figura se perdió en el claroscuro de las primeras sombras de la noche.
El aire frío le dio en el rostro y pareció reanimarle. Sus ojos, ebrios de emociones y ahora tan solo tristes, distinguieron sin esfuerzo la estampa desgarbada y temible del pistolero. También veía a la gente acurrucada en los porches, en las ventanas de las casas, dispuestas a no perderse detalle de lo que allí ocurriera. ¡Su pueblo, esperando su muerte con la ansiedad en los ojos!
¡Sus amigos!
Joe Small ya no pensaba. Se plantó en el centro de la calle, con las piernas abiertas y esperó. Con seriedad, con valor, con la integridad del hombre de verdad que siempre había sido. Esperando a la muerte sin pensar en nada, sin pedir nada a la vida que se iba.
Los dos hombres, rodeados de la expectación de todo un pueblo, se quedaron quietos y fue entonces cuando Small hizo la única pregunta que en aquellos momentos le torturaba:
- Dime una cosa antes, Morgan. ¿Por qué quieres matarme? ¿Por qué?
¡Cuántas sorpresas depara la vida! ¡Cuántas extrañas situaciones plantea y crea en la existencia de un hombre!
A los ojos desorbitados de los ciudadanos, a los oídos expectantes llegó la voz sureña del pistolero, como respuesta increíble y sorprendente
- ¿Matarle? ¿Quién dijo esa idiotez, Joe Small? Solo quiero que me aprovisione en su almacén. Voy camino de Dallas y me he quedado sin alimentos. ¿Pero… qué te pasa, amigo?
Joe Small estaba llorando.
FIN